jueves, 26 de febrero de 2009

PROPUESTA PARA EL VALLE DE LOS CÁIDOS

La piedra dura no sabe la peste.
Los hombres que escarbaron en la tierra
escombran la espalda quebrada del general.

Valle, lugar de flores, donde banderas se alzan
victoriosas: paso alegre de la paz
sobre el río escuálido de voces amortajadas.

Con la cartuchera del Generalísimo
un camafeo para una costurera
que se dejó la vida en un arcén.

Con condecoraciones y con insignias
un sonajero, con las charreteras
birretes para autómatas de feria.

Y con los fajines morados, cintas
de balcón a balcón, de calle a calle.
Con la piedra, piedra molida,
como fertilizante. Con un cartel que diga:
aquí yacen los hombres y la infamia,
durmieron juntos bajo la losa del dictador.

domingo, 15 de febrero de 2009

ERROR DE CÁLCULO

VISTO EN LA WEB

*Reflexión y sencillo cálculo enviado a CNN por un espectador : *El plan de rescate a los bancos con dinero de los contribuyentes, que aún se discute en el congreso de USA, costará la indimensionable cifra de 700.000 millones de dólares, más los 500.000 millones que ya se le ha entregado a la banca, más los miles de millones que entregarán los gobiernos de Europa a los bancos en crisis en ese continente. Pero para tratar de dimensionar sólo en algo las cifras involucradas, el televidente hace el siguiente cálculo: ‘El planeta tiene 6.700 millones de habitantes; si se dividen ’sólo’ los 700.000 millones de dólares entre los 6.700 millones de personas que habitan el planeta, equivale a entregarle 104 MILLONES DE DOLARES A CADA UNO’. ‘Con eso no sólo se erradica de inmediato toda la pobreza del mundo, sino que automáticamente se convierte en MILLONARIOS a TODOS LOS HABITANTES de la Tierra’. Concluye diciendo : ‘Parece que realmente hay un pequeño problema en la distribución de la riqueza’
LÁSTIMA, porque “sólo” los 700.000.000.000 de dólares entre 6.700.000.000 de habitantes arroja un cociente de 104,47 dólares por habitante… Para hacer millonario a cada habitante se necesitarían 700.000.000.000 millones de dólares, que parece no ser la cifra… (y contando en billones europeos)
Aunque sea cierto que hay un pequeño problema en la distribución de la riqueza…

martes, 10 de febrero de 2009

ALBAICÍN, BARRIO CON CRUCES

Desde la loma donde se asentaba el cementerio musulmán llamado del Jardín Alto –Arrauda el‑Oleya–, el visitante descubre una panorámica desconocida del Albaicín: el barrio se descuelga hacia el cauce del río Darro y, más allá, se levanta la colina roja, cuajada de vegetación, que sirve de pedestal a la omnipresente Alhambra. El corte transversal del barrio resulta inédito para una vista acostumbrada a la perspectiva de las tarjetas postales. En aquel cementerio, al cual se accedía por la desaparecida Puerta del Osario, los cristianos erigieron a principios del siglo XV la llamada Cruz de la Rauda, al pie del promontorio que sirve de mirador.

Granada es ciudad de colinas y cuestas: en su accidentado terreno reside su belleza. Granada es también una ciudad que ofrece diversos puntos de vista, alturas, panorámicas variadas y callejones que descubren siempre una nueva visión del enorme monumento rojo –«esqueleto de sultana» que decía García Lorca–. En la ciudad de las colinas, a la que algunos buscaron la fundación mítica de las siete reservada a Roma, una tiene fama mundial por acoger en su cumbre el inevitable e impresionante conjunto monumental de la Alhambra –en la colina roja–, el más importante de los palacios árabes conservados en Occidente. Frente a la Alhambra se yergue otra colina donde descansan unos barrios, con más antigüedad que el propio Palacio Nazarí. Este grupo de barrios, de estructura musulmana, con calles estrechas –difíciles, pero que propocionan sombra– es conocido como el Albaicín. Barrios que en otros tiempos gozaron de los colores azules, rojos y verdes en sus tejados, puertas y persianas y que actualmente se ciñen a la imagen, poco fiel a su tradición, de los pueblos blancos, encalados e impolutos.

La historia del Albaicín, y por extensión la de Granada, llegó a su punto crucial en la instauración de iglesias en mezquitas y cruces diseminadas por el barrio. La llegada de los castellanos –y su enfrentamiento con los moriscos a lo largo del siglo XVI– marcó la fisonomía del Albaicín. Se conservan los aljibes –depósitos de agua subterránea– anejos a las ubicaciones de las mezquitas –hasta treinta en la época nazarí– y sobre ellas se edificaron los templos cristianos, reconvirtiendo los alminares en campanarios. Así permanece el Albaicín, a pesar de la brutalidad ejercida en el recinto por parte del moderno urbanismo, sobre estratos de civilizaciones.

El devenir del barrio se pierde en siglos y leyendas. Allí debió ubicarse el foro romano de la antigua ciudad de Ilíberis, municipio del Imperio y sede de un famoso concilio. Así pretendieron probarlo unos improvisados arqueólogos autóctonos en el siglo XVIII, cuyos alocados trabajos les acarrearon más de un juicio por falsificación. Sería allí donde se dieron los primeros asentamientos árabes en Granada, inicio de lo que sería la época dorada de la ciudad. Pocos años después de la derrota visigoda junto al Guadalete, el wali de Ilbira Ased ben Abderrahman el Xeibani ordenaría obrar en el recinto de la colina que se eleva en la margen derecha del río Darro. Allí se elevó la Alcazaba –llamada Casbah Cadima, o Alcazaba vieja tras la construcción de la Alhambra– que aún pervive, en lamentables condiciones. La casbah determinó el crecimiento del barrio, comenzaron a fundirse los barrios originales. Uno de ellos, el Albaicín tomaría su nombre al ser lugar de acogida y refugio de los musulmanes expulsados de Baeza y Úbeda tras la conquista castellana por las tropas del rey Fernando III en el año 1227 y que se asentaron en los extrarradios, al noroeste de la antigua ciudadela, llamándose así «Rabad al Baecín» –arrabal de los baezanos–. Pero parece ser que la filología no soporta esta hipótesis. Más bien, su origen reside en la denominación de Arrabal de los halconeros. El impulso, sin embargo, que toman los asentamientos en esta época es capital. La vieja ciudadela se amplía y toma la forma que mantiene en la actualidad: la muralla construida entonces sólo se mantiene algunos trechos en pie. Pero se conservan puertas de acceso de la época, e incluso anteriores: Arco de Elvira, de Monaita, de Fajalauza, de las Pesas o Puerta Nueva, del Postigo...

Si la dinastía Nazarí en el siglo XIII emplazó en la colina contigua su palacio real –la Alhambra–, dos siglos antes la dinastía Zirí se decidió por la colina del Albaicín, la embelleció y elevó sobre esta sus residencias reales. La dinastía Zirí, tras la caída del califato, erigió Granada en capital de su reino y rehízo las antiguas murallas de Xeibaní. El fundador de la dinastía, Zawi ben Ziri, promovió el traslado definitivo de la población de la vecina ciudad de Elvira hacia el nuevo recinto. La ciudad ya se había apropiado del nombre que recibía el asentamiento   judío del Mauror, pequeña colina más al sur de la Sabika –o Barranco de la Plata derretida– junto a la colina donde se levantaría posteriormente la Alhambra. Tal asentamiento tenía por denominación «Garnatha al Yeud» –villa de los judíos–. El tercer monarca Zirí, Badis ben Habús, edificó un espléndido palacio que recibió el nombre de la Casa del Gallo del Viento. Su ubicación sería reutilizada por los nazaríes para erigir el Palacio de Daralhorra –residencia de Aixa, la madre de Boabdil– y por los castellanos para el uso de la Casa de la Lona, lugar de mercadería de sedas y lienzos. La mítica Casa del Gallo del viento estaba rematada por una veleta con la imagen de un guerrero a caballo. Dice la leyenda, que sería recogida por Washington Irving en su colección de Cuentos de la Alhambra, que el rey Badis consideraba al guerrero un talismán, el guardián de al Ándalus, que poco pudo hacer ante las invasiones beréberes que terminaron con el poder zirí en el siglo XI.

La posterior historia del barrio enlaza con el esplendor de la dinastía nazarí y el progresivo ensanche del amurallamiento que vino a unir el recinto del Albaicín genuino con la vieja casbah. Ni siquiera la construcción de la Alhambra en el siglo XIV restó importancia a un barrio que contaba con una población cercana a los 30.000 vecinos.

La llegada de las tropas castellanas conllevó la reforma de las mezquitas, la fundación de iglesias, la construcción de las bellísimas torres de los mudéjares –de los moriscos, o musulmanes respetados por los castellanos y con la categoría de vasallos– y el derrumbe de parte de la muralla y algunas antiguas puertas de acceso a la ciudadela. Fue el Albaicín quien alimentó las rebeliones moriscas del siglo XVI. Eran frecuentes los altercados entre los mudéjares y las guarniciones de soldados castellanos. La leyenda refiere el inicio de un motín a fines del siglo XV cuando unos alguaciles prendieron a una morisca que fue liberada por un grupo de moriscos armados. Estos, envalentonados, cercaron la casa del Cardenal Cisneros y fueron disueltos por las tropas del Conde de Tendilla establecidas en la Alhambra. Pero sería la orden de cierre de los baños públicos y la obligación del cambio de indumentaria mudéjar la que encendería definitivamente la mecha de la rebelión en la navidad del año 1568.

Moriscos de la comarca de la Alpujarra, al sur de la ciudad, iniciaron la revuelta. En el Albaicín se fraguaba un plan que se pondría en marcha el mismo 2 de enero, aniversario de la entrada de los Reyes Católicos en la ciudad. El plan pretendía atacar simultáneamente, desde tres puntos del Albaicín, la cárcel, la Chancillería y la sede de la inquisición. El impulsivo Abén Farax, tintorero, y uno de los principales conjurados, entró con sus tropas reclutadas en pueblos cercanos, de noche en el barrio. Pocos fueron los vecinos que respondieron a su llamada rebelde. Abén Farax dio al traste con el plan del motín y hubo de huir ante la terrible respuesta castellana. Las consecuencias de la frustrada rebelión –y el posterior castigo– fue la ruina del Albaicín. Casi toda su población fue expulsada, y a principios del siglo XVII, no tenía más de un millar de vecinos. La Chancillería facilitó a todos aquellos que estuviesen dispuestos al cuidado de las casas, el acceso a la propiedad. Este fue el momento del abandono definitivo de la población mudéjar y el asentamiento de la población cristiana otorgó otro de los rasgos característicos del barrio, que se extendió en los siglos siguientes: las hornacinas con imágenes de vírgenes y santos repartidos por las fachadas.

En los siglos siguientes, el Albaicín se adornaría con nuevas construcciones: la Casa de la Lona, la Casa de los Mascarones –que fue habitada por el poeta Soto de Rojas y el imaginero José de Mora– y otras casas solariegas, e iglesias donde aparece la mano de Diego de Siloé. Desde entonces hasta ahora, muchos han sido los edificios derruidos, las obras urbanísticas inconvenientes, el abandono paulatino del barrio a lo largo del siglo XX, el irreparable daño del tráfico rodado, pavimentaciones inadecuadas, tala de árboles, ruina de antiguas casas de moriscos ante la indiferencia y desconocimiento de sus dueños y tantas otras calamidades.

Aquel barrio que cautivó a los visitantes europeos –escritores, grabadores, pintores, músicos– a fines del siglo XIX y principios del XX sobrevive en el XXI visitado por turistas y bohemios, a duras penas, a pesar de ser Patrimonio de la Humanidad desde el año 1995. Se mantiene en pie y, poco, a poco pretende recuperar el esplendor perdido, sigue ofreciendo esa imagen inédita de la ciudad; un monumento y un barrio siempre presente en los tratados de Arte. No en vano, los habitantes del Albaicín, cuando bajan la Cuesta de San Gregorio hacia el corazón de Granada, siguen diciendo «Bajo a Granada». Como si el barrio fuese otra ciudad. Como hace mil años.


ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN, 2023


lunes, 9 de febrero de 2009

EXPOSICIÓN DE POESÍA VISUAL ALFONSO SALAZAR "LA MITÁ DE LA VIDA"

Poesía Visual, objetos poémicos
(2001-2009)
de Alfonso Salazar
Sala de Exposiciones de la Biblioteca de Andalucía-Biblioteca Provincial de Granada
C/ Sáinz Cantero s/n, Granada
Con la colaboración de la Cátedra Federico García Lorca

DEL 10 DE FEBRERO AL 24 DE MARZO 2009


En prensa
Ideal de Granada
Granada Hoy

viernes, 6 de febrero de 2009

LOS GÉNEROS DEL DOLOR Y EL ABANDONO: 06, MALENA

Cuando el tango se hace cuerpo, en unos muslos enrejados sedimenta una pasión antigua. Cuando el tango da forma a sus caderas, finge un paso arrabalero y deja entrever el corazón. El tango define así sus senos, qué tacón y el esbelto cabello que desafía el origen de un continente. Es entonces cuando el tango se encarama a las amígdalas y escapa envuelto en carmín. Puede entonces el tango denominarse a sí mismo y tomar nombre.Un barco navega cerca de la costa. Deambulan en cubierta polizones de una derrota, cada cabo sujeta la noche amarga y en la borda un destino. Es la noche desatenta, el Atlántico se atraganta en el vino mareado. Pueden entenderse los tumbos como un presagio en la vida del autor. Desde otra cubierta y otra imaginación un acento ronco deja escapar todo lo que trae la desembocadura del río. Cuando termina el baile, así, desprevenido como surge el amor tras una esquina, como aparece el coraje y la traición, aparece el suburbio en primera clase, se acerca el tango tropezando con esquifes y maromas que hacen nido en la madera. Borracho y nombrado a estas horas, el tango toma al autor de la cintura, y su melena, como un nombre de vocal equivocada esquiva el viento y toma el hombro. Ella, mestiza, ofrece un abrazo. Él, sumiso, lanza el brazo hacia el ensamblaje.Hay luces en el puerto cercano. Mulatas en toda la bahía. La mirada del tango surca nublada la aventura de las primeras redes y las chalupas, los motores del alba y todo lo que trajese la desembocadura del río. El brazo se ajusta temiendo la simbiosis con la costa americana: es la costa una sucesión de luces que alumbran los juegos solitarios de un deseo en la geografía de un solo cuerpo.Porque el tango exige más que uno, la mano asciende el costado de Malena. El tango hierve en los sentidos. Huele a mezcolanza. Sabe todo salado y dulce como las noches compartidas en la desembocadura. Se acerca al tacto del muslo que descansa en la baranda, acaricia las rodillas y desciende hacia el corazón, evita los flecos de seda y olvidan los ojos. Pero los labios guardan rencor. Se turba una historia hecha cuerpo. Como una memoria que es carne y voz, se le antoja al autor acariciar notas amargas y capilares que se enredan en el pecho. Que le traen y le llevan, de sílaba a sílaba con la imagen en su cuello de Malena. Recorren una evocación en blanco y negro, el barrio ya no es el barrio, está sobre cubierta y asciende los mástiles y las velas, convierte la madera en asfalto y polvo. Se dirigen temblorosos a proa, evitan los peligros del paseo ebrio por la memoria, por las cosas no nombradas, por el recuerdo que intraducible duele. Él se ofrece, ella ya está desnuda y comienza doblada a morder su propio nombre. La consciencia vaga la desembocadura. Entonces crea el autor un tango que quede.

Malena
Tango
1941
Música: Lucio Demare
Letra: Homero Manzi

Malena canta el tango como ninguna
y en cada verso pone su corazón.
A yuyo del suburbio su voz perfuma,
Malena tiene pena de bandoneón.
Tal vez allá en la infancia su voz de alondra
tomó ese tono oscuro de callejón,
o acaso aquel romance que sólo nombra
cuando se pone triste con el alcohol.

Malena canta el tango con voz de sombra,
Malena tiene pena de bandoneón.
Tu canción
tiene el frío del último encuentro.
Tu canción
se hace amarga en la sal del recuerdo.
Yo no sé
si tu voz es la flor de una pena,
sólo sé que al rumor de tus tangos, Malena,
te siento más buena,
más buena que yo.

Tus ojos son oscuros como el olvido,
tus labios apretados como el rencor,
tus manos dos palomas que sienten frío,
tus venas tienen sangre de bandoneón.
Tus tangos son criaturas abandonadas
que cruzan sobre el barro del callejón,
cuando todas las puertas están cerradas
y ladran los fantasmas de la canción.
Malena canta el tango con voz quebrada,
Malena tiene pena de bandoneón.

domingo, 1 de febrero de 2009

TRIBULACIONES DEL GENERAL FRANCO

No sucedió que en la templada mañana africana del 17 de julio de 1936 el General Franco, militar español arrinconado en las Islas Canarias, despertó con un dolor de cabeza de mil pájaros y desganado.

DETECTIVES EN LA GUANTERA 08: MARIO, EL CONDE, DE LA HABANA




No es Mario Conde nombre único para banqueros caídos en desgracia. Mario, llamado el Conde, es un policía viboreño, que tras más de diez años en la Central sigue preguntándose por qué se hizo policía. Sólo descubrió por qué dejó de serlo.

Cuatro novelas forman el cuerpo central donde el cubano Leonardo Padura narra las andanzas de Mario, el Conde, en el año de 1989, cuando todos los muros se caían abajo en la Europa del Este pero perduraban los muros y bloqueos sobre Cuba, muros por dentro y por fuera. En las cuatro estaciones de aquel año se desarrolla esa tetralogía. Mario Conde es un hombre que busca una historia escuálida y conmovedora que contar. No tiene aún los 36, es policía pero quiso ser escritor. Casi ninguno de sus amigos es aquello que quiso ser: casi todos venidos de aquel Preuniversitario del barrio de La Víbora. Carlos el Flaco –que ya no es flaco, dice Padura, como un epíteto continuo, desde que una bala en Angola lo dejó postrado en una silla de ruedas-; Candito el Rojo al filo de la ley y, posteriormente, Biblia en mano; Andrés, el médico, el hombre triunfador que guarda la amargura de su existencia para el final; el Conejo, que considera que todo lo explica la Historia pero nada explica su vida; Jose, Josefina, la cocinera –no podía faltarle la cocina a un detective, aunque en este caso más que cocina es magia creativa, o cómo cocinar con casi nada-; Tamara, la dulce Tamara, que pensó que su marido era impoluto y resultó no ser el chaval perfecto del “Pre”, el compañero de Partido.

Secundado por una pandilla muy bien trazada, a la que se unen su jefe, el Mayor Antonio Rangel, y su escudero, el sargento Manolo Palacios, Mario el Conde resuelve casos que, casi siempre, tienen que ver con los escenarios de su pasado. Busca, como una lagartija busca el sol, un amor que caliente la existencia sombría y desierta, como el páramo de su refrigerador. Intenta historias, rompe cuartillas, bebe ron hasta la ingesta dolorosa, desayuna duralginas para la resaca, se acompaña de un pececillo en casa que morirá de inanición, y pasea La Habana, la vieja y la nueva, con paso de tristeza infinita, como un bolero continuo.

Esas cuatro novelas del 89 tienen dos codas finales. Una primera, Adiós, Hemingway, devuelve a Mario Conde a la resolución de un antiguo hecho: el hallazgo de un cuerpo enterrado en la casa de Ernst Hemingway, muerto que data de la época del suicidio del norteamericano. Padura se sirve de Conde, fuera ya de la policía y dedicándose a la compraventa de libros de segunda mano, para expiar sus culpas y solventar sus pasmos con el autor, con el maestro desvencijado, forjando un homenaje en la prerevolución. La segunda coda, y la más reciente en la línea temporal, La neblina del ayer –título escogido entre los versos del tremendo bolerazo de Expósito-, sucede casi quince años después. Pareciese que tras la vida de El Conde y sus amigos se dibuja un perfil de Cuba, una pequeña historia en sus cincuenta años de Revolución. Desfilan homosexuales apartados como lepra de la sociedad, bujíos ilegales donde regarse con una cerveza, contrabando, cigarrillos de marihuana a los que seguir como pista –qué tiempos aquellos en que un cigarrillo, y no un alijo, eran una buena pista-, hombres del Gobierno que se sirven de su poder para enriquecerse con un lector de CD, cualquier otra baratija, una buena caja de puros, o preparan su pequeño éxodo a Miami… Retornados sospechosos, gusanos ricos y pobres, y de fondo, el gran ciclorama del Trópico, los huracanes como metáfora, los grandes coches invencibles del 56 que transitan los bulevares, donde los edificios coloniales dan sus últimas boqueadas.

Con un lenguaje que ensalza la cercanía, Padura nos mete de lleno en el ritmo musical de la conversación cubana, en las artes de Josefina para preparar un plato de Camagüey, en las colas de la escasez, en los partidos de béisbol que paran la ciudad y llena la televisión, en los bares donde el ron se termina –es decir, que ya no queda más, definitivamente- antes de las seis de la tarde, en el aroma dulzón de un buen cigarro y en esa podredumbre que rodea a todas las ciudades, con sus muertecitos por medio. Y café, mucho café.

El diseño que ofrece el autor nos introduce también en un proceso estacional que nos hace acompañar a los protagonistas por el invierno, la primavera, el verano y el otoño. Ese esquema guardan las primeras cuatro novelas, el ascenso y descenso de Mario Conde por su escaso convencimiento de ser un policía y esa caída del caballo, proporcionada por la máquina burocrática. Se desbroza así todo el paisaje de La Habana, desde las terrazas cercanas a la Rampa donde el mar sacuda el calorín hasta la llegada del huracán que promete lavarlo todo. Cuatro estaciones habaneras con codas y sobre todo la final, asentada, donde contemplar qué caminos tomó el régimen, de dónde vinieron y adónde llegaron aquella generación nacida en la Revolución, a quienes tanto les prometieron –y tanto les ordenaron- y llegados su medio siglo se perdieron, o tuvieron la necesidad de seguir creyendo: aunque sea en otra cosa.

Porque de creer y de fe tratan las novelas Padura Fuentes: la fe inquebrantable en el ser humano: ya sea la masa amorfa de Carlos el Flaco, amoratado de ron oyendo Credence; de la entereza de Andrés pidiendo salir del país, por la vía de la legalidad, a pesar de la purgas; la sustitución que hace Candito de la vida fácil del palo por los cantos adventistas. Y creer, sobre todo, en el propio Mario el Conde, descendiente de canarios, de un abuelo que se le murió cuando prohibieron pelear a los gallos y ya no podía afilar sus espolones, ya solamente espolones de la memoria.
Con un grave conocimiento de la música de la época –la que se podía oír en Cuba, al fin y al cabo la generación del autor y la de los personajes es la misma-, de la literatura norteamericana y sus preferencias, de la vida de sus mayores y con un plano sentimental de La Habana en la cabeza, Padura destila páginas contundentes, historias que seguir con fruición, consiguiendo al fin aquella historia escuálida y conmovedora que Mario el Conde siempre quiso escribir. Ciertos guiños nos indican que pudiese ser así. Que esta historia de cuatro estaciones habaneras y dos codas, con neblina y autor borracho, sea la novela que Mario el Conde escribió.

La serie de Mario, el Conde, de La Habana:
Pasado Perfecto, Tusquets, 1991, 2000
Vientos de cuaresma, Tusquets, 1994, 2001
Máscaras, Premio Café Gijón de Novela 1995, Tusquets, 1997, 2001
Paisaje de Otoño, Tusquets, 1998, 2002
La neblina del ayer, Tusquets, 2005, también en Círculo de Lectores
Adiós, Hemingway, Tusquets, 2006

Para más información:
novelanegra.org
tusquets
unperroandaluz

Enero 2009, Alfonso Salazar.