(Introducción a Consejos a los jóvenes escritores, Celeste Ediciones, 2000, de Charles Baudelaire. Traducción, notas e introducción, Alfonso Salazar)
Tenía veinticinco año cuando publicó en L´Esprit Public Consejos a los jóvenes literatos. Una edad donde podemos suponer de todo menos capacidad para aconsejar, reserva que guardamos para la maestría que dan el conocimiento, la edad y la experiencia. Pero Charles Baudelaire debía estar más allá de eso. Una infancia partida, un padre muerto mucho mayor que su madre, un militar entrando en el lecho materno de la viuda, una desenfrenada juventud… son trazos bastante lúcidos para un caprichoso diagrama psicológico de una personalidad arrebatadora que revolucionó la poesía francesa e hizo reparar en que lo mejor no era siempre necesariamente lo bueno, en el sentido moral de la palabra, que Satán también era atractivo, que en las miserias se funde también el arte y definitivamente que el malditismo se convertiría en escuela, desde el alma gemela de Baudelaire, traducido impenitentemente como una religión: la obra de Edgar Allan Poe.
Los Consejos a los Jóvenes literatos, que aquí llamaremos escritores, fue uno de sus primeros pasos en el baldío mercado de la literatura que le valió fama de cáustico; su propensión a la crítica del arte, esa maravillosa capacidad de la sorpresa, le llevaron a ediciones sucesivas que bajo el título recopilador de El salón de… y un año señalado (1845, 1846, 1859) le dieron alguna mejor consideración. Sus flores del mal soportaron la amputación de los censores y depositaron unos despojos, poemas condenados de la primera aparición del poemario que tras variados títulos (Las Lesbianas, Los Limbos) termina por ofrecerse al papel en el año 1857 y procurar el asombro de Mallarmé, Swinburne, Verlaine, para desconfianza del autor.
Aquel jardín resultó imprescindible. Las flores del mal son el elogio de la sociedad moderna, del vicio y la pasión. Frutos del dolor y la ubicación del daño, la santidad mediante la mortificación y el pecado, lejos de los postulados de Nietzsche proclive a la higiene mental, según Claudel el remordimiento como única pasión sincera.
Después llegaría la vida rápida, las deudas, la herencia paterna intervenida judicialmente ante las manifiestas propensiones de prodigalidad, el amor por la mulata Jeanne, por la también actriz y mujer honesta Marie Daubrun, por Mme. Sabatier a quien enviará múltiples sonetos tras conocerla en el club de los Haschischins, y luego un abandono constante de la pobre Jeanne, que terminará hospitalizada y hemipléjica, y fracasos literarios en Bélgica (pobre Bélgica), continuos refugios en casa de su madre con la esperanza de curar la sífilis de su juventud en el Barrio Latino, y opio, belladona, quinina, éter contra el asma, mucho Poe, juzgado inmoral, una única noche de amor el día 30 de agosto de 1857 con Madame Sabatier, Luis Napoleón emperador de los franceses, la admiración por Manet, Wagner y Delacroix, una reputación que no saldrá de los cenáculos bohemios, un intento de suicidio, un intento de rehabilitación con una frustrada candidatura a la Academia, trastornos nervioso y dolores musculares, ayudas económicas del Ministerio, opio y Quincey, el amante de Jeanne desvalijando su casa de Neully, dolencias en los ojos, neuralgias, reuma, desarreglos de intestinos, estómago deshecho, fracaso literario y fracaso del cuerpo marchito, convalecencia en un convento, afasia, hemiplejía, un año paralizado y mudo y muerte el 31 de agosto de 1867, a los cuarenta y seis años de edad en brazos de Caroline Archimbaut-Dufays de Baudelaire y de Aupick, su madre. Y como lastimero final una tumba en Montparnasse, junto al cuerpo odiado de su padrastro. Baudelaire se revuelve en su tumba.
1846 y veinticinco años, tras peregrinar con la sífilis que le regaló la prostituta Louchette en un viaje hacia Calcuta que sólo soportó hasta la isla de Reunion, obligado por un padrastro para quien siempre deseó su muerte y cuya ejecución reclamaría al pueblo desde las barricadas parisinas del 48. París, la ciudad que nunca dejó de anhelar en su sufrido balanceo por las aguas del Indico. Mientras en Inglaterra el dandy era un intelectual burgués ascendido a una clase superior, en Francia el bohemio era un burgués que descendía hasta el suburbio proletario. Pero Baudelaire asumió la figura del dandy y así se trasluce en La Fanfarlo. Entonces ha comenzado el juego.
En un alarde de cinismo el dandy se aprieta los machos y muestra hasta dónde puede llegar. Él, el peor de los ejemplos de la época, el bohemio pertinaz se reviste de sacerdote y lanza a los cuatro vientos sus consejos a los jóvenes ansiosos que se inician en la literatura. Agrio y mordaz asesta un nuevo golpe a la sociedad burguesa afilando los cuchillos, simulando la defensa, amagando afilarlos. Para más inri, no se arredra en modestias y los presenta como preceptos, más cercanos a las supuestas leyes de la naturaleza e insiste desde una perfección inamovible y absoluta (urbanidad pueril y honesta?, qué paraíso perdido?) recogidos en un vademécum, como su constante búsqueda de un dios desde la más absoluta de las increencias.
Busca Baudelaire reconvertir el camino del joven autor, indicarle con un guiño no hagas lo que hago, haz lo que digo. Pero eso sí, termina por inocularle la misma finalidad, sin contemplar el posible albedrío del joven autor. Esto es lo que yo he aprendido, empieza diciendo, y esto lo que deberías hacer: no te mezcles con mujeres, ni tengas acreedores, no odies con pasión. ¿Quién tiene derecho a aconsejar? ¿un jovenzuelo de veinticinco años y seis días?
La dulzura de otros manuales de consejos se evapora en este libelo de Baudelaire. Al fin y al cabo, si el burgués paga, complazcamos al burgués, viene a decir. ¿Quiere ser escritor, joven? Siga estas normas de sometimiento del sentimiento. No tiemble el joven autor, siga los pasos, mire desde el ruedo: Baudelaire se ríe desde la barrera.
Rompe con los tópicos de la bohemia, con los binomios Éxito/Suerte, Inspiración/Arrebato, Pasión/Odio, para recolocarlos en un imaginario mapa de la literatura burguesa, y finalmente productiva, rentable, profesional, literatura creada para el público. ¿Un avance del best-seller? Sin embargo, en su defensa arrastrada pasa a cuchillo a los triunfadores: los éxitos de la sociedad de los logogrifos –que no se entiende qué dicen, dice- soportan la mayor parte de la carga de la brigada ligera.
Pero este acercamiento al burgués, esta participación en la mesa de juego de la literatura, esa corrección de lo hecho para que se adapte a las necesidades de mercado, esconde una voluntad de colocarle una bomba bajo la cama, cuando lee plácidamente antes de dormir: ahora es el momento murmura, cuando te he hecho creer que soy de los vuestros. El terrorista Baudelaire se desenmascara. El irónico ejercicio de la defensa de lo políticamente correcto, que se diría ahora, es un simple motivo para revolverse desde el malditismo presbiteriano: si fuese capaz de hacer todo lo que digo, viene a gritar desde el pavé de París, me tendríais que aceptar, burgueses. Pero no será él quien lo haga. Lo dejará en manos de aprendices, aquellos que deben terminar siendo el burgués mismo. Baudelaire se instala por encima del bien, del mal y hasta de las flores.
Son los consejos el libro de cuentas de un prestamista, una guía de inversión literaria: la literatura como producto de mercado, artículo de consumo. Y en este juego del mercado, el burgués debe estar presente: seducción del burgués, primera premisa. Si el burgués está complacido, vivirás afortunadamente autor. Se inicia así una transformación, el autor empieza a parecerse cada vez más a aquello que más detesta, tendrá preeminencia la razón sobre la inspiración, y el trabajo diario, burgués, productivo, para encontrarla. Y para ello hay que mantener todas las formas: nada de acreedores que desprestigien el chasis financiero, mujeres las justas y de buena reputación (nada de actrices como la Duval, la amante, la actriz mulata, nada de mujeres que hagan sombra al hombre) que esperen en casa con el puchero en el fuego y las pantuflas burguesas en la boca. Y ponga usted buena cara, manéjese bien con todo el mundo, por favor, que no venga su padrastro a recogerlo en casa, a disponer una administración judicial de su herencia por el anciano juez de Neully.
Algunas de las comparaciones que suscitan la recomendación, como en un juego de espejos, son los arcos principales del texto: una bala de rebote, una crítica bumerang, un acreedor perseguido con florete… Su experiencia sirve como tema central de todo aquello que no se debe hacer. Al fin y al cabo no sólo podemos preguntarnos quién puede aconsejar sino ¿debe seguir sus propios consejos quien aconseja? No desde luego un libertino. Es más fácil aconsejar para aquel que cumple su propio consejo: el no fumador recomienda que no se fume. El fumador libertino recomendará que no fumes como un trabajo hercúleo, pues no le tutela el ejemplo.
Decimos moralmente libertino, que no idiota, ajeno a la realidad, a los abusos y riesgos del mercado –que aquí sólo se llama literatura-. Baudelaire se cuestiona desde el salario hasta la compañía femenina, esto es, todos los riscos de su atormentada vida, todos los avatares que lo sumieron en la melancolía de un jardín maligno. El odio como un licor caro y precioso para quien ha dilapidado el odio. La pasión como un muro que debe ser demolido para quien plantea con pasión las demoliciones. Quien espere consejos encontrará la risotada del maestro tras el humo del hash.
Baudelaire atisba algunos elementos que se desarrollarán en la civilización moderna del siglo XX de la literatura: la profesionalización del autor, que ya no tiene porqué sobrevivir en cuartos de la mala muerte, sino asomarse a los tranquilos balcones de las columnas de los periódicos, al vertiginoso mundo de los guiones de cine, al éxito rutilante y rebosante del premio –obviamente excluido por el autor en su época del apartado referente a los salarios e ingresos-, al sindicato de la sociedad de autores, al escaparate de radios, prensa y televisión que lo llevan entre paño hacia el olimpo del color. El Parnaso del presente se aloja en los anaqueles de las novedades, en los suplementos de los sábados. Hay autores a quienes se compra, y fichan por escuderías de la alta comunicación: la plena fundición con el burgués –salvemos las distancias- que recomienda Baudelaire, de ahí su máxima exhortando a corregir los textos, como toda persona en su sano juicio haría: corregir para ser aceptado en la sociedad. Dar muerte a la libertad en pos de la convivencia y la connivencia.
Se nos adelanta en el tiempo vislumbrando la entrada del mercado salvaje en la vida marital del libro y el autor: hay libros que mueren antes de ser publicados, y otros que nacen con una vigésima edición bajo el brazo. Hay autores tocados por el éxito en la raíz de un favor, no de la suerte. Hay libros donde el nombre del autor es más importante que el título y ocupa media página. Libros donde el rostro del autor ocupan una portada cada vez más cercana a la carátula de un DVD. Hay títulos que parecen ideados por publicistas. Hay libros, definitivamente, que mejor sería que no naciesen, pero el mercado manda y ordena, publica y vende.
Al paso del mercado hay que sujetarse al pasamanos del éxito y saltar desde el arcén. Si el mercado pasa, súbete. Que el revisor pique el billete de escritor complaciente. Si hay que hacer concesiones, házlas. Pero con inteligencia, que no se te note en absoluto que eres hipócrita, sublimemente hipócrita, mi joven autor, mi hermano, mon semblable.
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