Las ciudades se poseen en la constancia, en el paseo habitual, en un recodo conocido. Como cerrar los ojos en la esquina y saber qué paisaje hay que reconocer, qué cartel a la derecha, qué puerta con aldabones a la izquierda, qué dibujo el terrazo del piso, qué estrecha, qué ancha la calzada, un aroma cierto en aquel café, una situación en la memoria de aquel café. Pero hay viajes que sólo tienen sentido en la presencia, que sólo tienen sentido en la ausencia. Así ocurría en el puente. Porque más allá del puente, en la fachada marrón, cuadriculada, en una ventana del segundo piso debía aparecer el amor humanizado, esa obsesión, aquel arrastre que obliga los pasos, la dirección de los ojos. A cualquier hora esperaba el movimiento de las persianas, la luz apagada a las dos, el frío siempre presente, todo atormentado. Al otro lado del puente se consumía en el odio, y llegaba borracho, insultaba en la distancia, daba razones al abandono, quitaba razones a la ausencia, comprendía el dolor, se regocijaba en una traición más grande que el rechazo. Cuando tú vuelvas, murmuraba, cuando vuelvas hermano. Vinieron los meses a desvestir el razonamiento, haciendo más entrecortadas las visitas, ocupándose otro entretenimiento cerca de lo cotidiano, frecuentar otros bares muy nocturnos, y supo que nada tienen que ver entre sí, el deseo, los días y la generosidad. El puente fue paso obligado, terreno sin miedo, compañía de ratas, solidaridad en la podredumbre. Pero aquella caída de los meses, aquel trastorno del inevitable camino, no seguir ya su rostro, no pensar: ya pasó por aquí, pudiese pasar ahora. Conocer los automóviles del vecindario, los vagabundos, el olor acre del río, no esperar ya la luz para saberlo en casa. No querer ya volver a verlo, con un padre muerto, con una madre muerta.
Aquella caída de los meses deshizo el encanto de los alrededores. Evitaba entonces pasar junto el puente, temía su presencia, temblaba en la posibilidad de ver su ropa colgada en la ventana, o sus ojos mirando, desnudo en la vergüenza de ser descubierto. Pero el día de aquel aniversario, el luto de la madre muerta en una tumba sin lápida, aquel día fue el alcohol hasta el puente y estuvo de pronto mirando el río, recordando las tremendas riadas y traspasando el umbral que se prohibió a sí mismo. Cruzó tan trágico la curva hacia el puente con la mirada perdida. Gritó tan trágico en la curva hacia el puente con la mirada perdida. Gritó su nombre bajo la ventana, apedreó los cristales y un rostro de mujer desconocida apareció en el balcón mirando sereno al borracho. Supo entonces que el amor ya no vivía allí.
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