Avanzan botas entre las cañas. Ha dejado atrás el bosque pequeño y desnudo. El sendero de hojarasca lleva hasta el embarcadero. Puede reflexionar las sensaciones del otoño, la media tarde, cuando empieza el sudor a enfriarse y es necesario volver a la ropa de lana. La tradición asegura que el otoño es la estación de los muertos, la melancolía, la vida que deja caer su sentido. La experiencia asegura los muertos en cualquier estación, siempre pálidos y con los ojos empequeñecidos, y ese olor podrido que desprenden inconscientemente, momentos antes. El hombre se asegura en sus tradiciones y los muertos queridos: así avanza hacia la caseta. El viejo sigue en la mecedora, se duerme con la pipa, y tras el perfil de la gorra marinera se adivina esa tierra en marejada, ese oleaje de dentro, pero siempre azul. Los lugares se hacen comunes si aparecen en la memoria, sólo la memoria tiende el lazo, o la soga en su momento para estrangular el primer recuerdo en el embarcadero. Era la juventud y los dos juntos, unidos como siempre en la lealtad al destino truncado, al borbotón de traición en la infancia. Son esos amores, o llámalos tanto conocimiento, que crecen y se enredan y se confunden desde cuándo, cómo fue aquel beso primero, o sería como los grandes descubrimientos, poco a poco, esbozo a esbozo, prototipo a prototipo. Cada vez en mayor perfección. Aún así debió estar algún día el beso primero y profundo, el beso patente como un fantasma que se esconde en la memoria. El primer recuerdo de la juventud del embarcadero eran los cuerpos, desnudos los torsos, chillones los colores de la ropa, ajustado el bañador, aquélla época. Alquilaron al viejo el balandro y pasaron los día en el mar. Y espiaba el viejo qué hacían de noche en la cabaña los jóvenes del apellido común. Las mañanas eran la visita a la ciudad, visitaban el faro, conocían perfectamente el paseo marítimo, compraban el periódico y almorzaban en terrazas, mientras se iniciaba el desnudo del otoño como los cuerpos en la cabaña. Aquel septiembre amanece ahora, se da a conocer en las huellas sobre la hierba, sobre las cañas, así quedan las huellas de la primera visita.
El segundo recuerdo del embarcadero, no ha cumplido el año. Una visita rendida, fruto de la casualidad, cuando ambos creían que ya el tiempo hizo su trabajo, que estar cerca no despertaría la intención en su carne. Y aquella figurita menuda, aquella secretaria, invitada extraña al paseo en barco, un símbolo para decir ésta es la recuperación, he reiniciado mi vida, me he levantado de los escombros, ésta es ahora mi compañía. Quizá no sabías, hermano mío, el dolor de saber tu cuerpo en otras manos, otra mano en tu timón, en el timón mío y sólo mío, hermano. El segundo recuerdo se cierra en un portazo, en un dolor agudo y el tigre de los celos. Termina en la cara de sorpresa del viejo, en el grito histérico de la secretaria -casi no recuerda dónde tendría ella su lunar- termina en un camino de vuelta entre las cañas y los juramentos.
El hombre ha vuelto al embarcadero, habla con el testigo viejo y mudo, alquila aquel pequeño barco y parte al atardecer. Una maroma señala aquella soga. Las dos luces del faro, la guirnalda de luces del paseo marítimo es sólo el horizonte. O será también el horizonte los ojos del marino bajo la visera, uno el primer recuerdo dulce, otro el segundo recuerdo amargo. Ahora para nadie, piensa mientras clava el arpón en el fondo de la barca. Para nadie un tercer recuerdo, ahora, cuando desciende su cuerpo atado al ancla y ya sólo la quilla se señala en el oleaje.
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