En el tango los hombres, los malevos, usan navaja y con ella deambulan por el barrio como instrumento de la identidad, la supervivencia y la reafirmación viril. Véase sino El Tango de Jorge Luis Borges. Con ella podían marcar el rostro de la pebeta que les abandonó, desafiar al entrometido y probar su condición de macho arrabalero en una esquina rosada. Pero la presencia del metal, la ley de puñal y del coraje no reside sólo en el Mar de la Plata. Como figura de excepción en la copla aparece la irresistible Lola Puñales que en el nombre lleva el arma del crimen y de su perdición.
Lola llegará hasta el final sin arrepentimiento y sin intentar evitar un tormentoso destino. Como así lo ruega la protagonista de otra copla que se entregará a un tal Sargento Ramírez, hastiada ya del caso omiso de la Benemérita, que le lleva a cortar con un cuchillo de luna un te quiero cuando encuentra a su querido retozando entre los juncos. No será el único caso de celos mezclados con navaja. Antonio Vargas Heredia es el mítico asesino por antonomasia, por culpa una hembra gitana y yerro en mano.
A la raza calé pertenece también Lola Puñales, heroína de los acasos trágicos que el imaginario al uso une indisolublemente a la sangre gitana. Tras diversos amoríos donde se complace en maltratar y desdeñar a los personajes masculinos que siempre se llaman “de don”, caerá rendida ante unos ojos que le vaticinan que de tanto jugar con fuego llegará a quemarse. Los ojos morenos en cuestión incluso le quitarán la rosa de sus rosales y ante tamaña afrenta, Lola Puñales hará uso de su apellido. Lo sigue hasta la reja donde el perverso amante bebe de otros besos. El escarnio y la burla arrastran a Lola y en la calle dará muerte al enamorado que se atrevió a escarmentarla. Y no llegará el arrepentimiento de Lola, sino que muy al contrario reclamará la presencia de los jueces para confesar su crimen. Jura estar en sus cabales, que no quepan dudas y repetir el crimen si hubiera menester. Así ordena al escribano que recoja que no le faltó sangre fría, que no le tembló la mano para ejecutar la sentencia sobre aquel que le juró cariño en vano.
Otro juego de espejos, pero esta vez no desde el contagio irremediable de Tatuaje sino desde la máxima de quien a hierro mata a hierro muere y el pago con la misma moneda. Los ojos morenos del amante frívolo aprovechan la inusitada entrega de Lola para hacerle probar su propia medicina. Los ojos morenos encabezan una revuelta para vengar tantas afrentas de la Puñales hacia el género masculino. Pero Lola lo corta de cuajo cuando sube un escalón más aún y destroza así el espejo, el reflejo que la cantinera de Tatuaje se comprometía a seguir de por vida.
Lola Puñales prefiere la transgresión, el enfrentamiento cara a cara con la Ley, el Sistema y los jueces, a los que invita a pasar para que certifiquen el crimen y que así se haga público. Como si de mantener sus principios se tratase, o su honra, Lola no soporta la ignominia, el engaño, el oprobio causado por la pérdida de la virginidad con alguien que traicionó su entrega. Esta vena romántica, apasionada, contrasta con el navajazo tanguero. Tan caliente es aquel como éste es frío. Al fin y al cabo nos enfrentamos a la dicotomía entre el honor -la condición viril que resuelve defender el macho, demostración para la supervivencia arrabalera fruto del enfrentamiento a una superpoblación de gallos en el corral- y la honra –la que defiende Lola Puñales como categoría de supervivencia social como desagravio, para no ser una mujer manchada en su ámbito sociocultural. Honor y honra, reversos de una misma moneda, aquel con testosterona y orgullo, ésta con amenaza y vergüenza.
Mientras el navajazo tanguero no recurre a instancia policial o judicial alguna sino que la rehuye constantemente y pretende la impunidad del crimen -asumido con naturalidad como manera propia de las leyes del arrabal-, el navajazo de Lola Puñales y el de la mujer que se entrega al sargento de la Guardia Civil, reclaman el castigo como inevitable, como una manera de publicar y esclarecer los motivos que conducen al crimen. Y una purificación. La entrega por ello no es sólo imprescindible sino que se muestra como una obligación natural. En el caso antedicho de la mujer que se entrega al susodicho Sargento Ramírez es más patente: la protagonista avisa de sus intenciones, pretende ser detenida y guardada a buen recaudo, sea cual sea el motivo que para su encierro aduzcan, con tal de evitar cometer el asesinato irremediable.
La obligación moral, la consciencia de la trasgresión inexistente en el tango –donde la cárcel, la gayola, siempre está injustificada- es inapelable en los casos vistos. Incluso, previo a la comisión del delito. Así, incluso Antonio Vargas Heredia, querido y admirado en toda Sierra Morena, terminará sus días llorando y arrepentido en chirona.
Lola llegará hasta el final sin arrepentimiento y sin intentar evitar un tormentoso destino. Como así lo ruega la protagonista de otra copla que se entregará a un tal Sargento Ramírez, hastiada ya del caso omiso de la Benemérita, que le lleva a cortar con un cuchillo de luna un te quiero cuando encuentra a su querido retozando entre los juncos. No será el único caso de celos mezclados con navaja. Antonio Vargas Heredia es el mítico asesino por antonomasia, por culpa una hembra gitana y yerro en mano.
A la raza calé pertenece también Lola Puñales, heroína de los acasos trágicos que el imaginario al uso une indisolublemente a la sangre gitana. Tras diversos amoríos donde se complace en maltratar y desdeñar a los personajes masculinos que siempre se llaman “de don”, caerá rendida ante unos ojos que le vaticinan que de tanto jugar con fuego llegará a quemarse. Los ojos morenos en cuestión incluso le quitarán la rosa de sus rosales y ante tamaña afrenta, Lola Puñales hará uso de su apellido. Lo sigue hasta la reja donde el perverso amante bebe de otros besos. El escarnio y la burla arrastran a Lola y en la calle dará muerte al enamorado que se atrevió a escarmentarla. Y no llegará el arrepentimiento de Lola, sino que muy al contrario reclamará la presencia de los jueces para confesar su crimen. Jura estar en sus cabales, que no quepan dudas y repetir el crimen si hubiera menester. Así ordena al escribano que recoja que no le faltó sangre fría, que no le tembló la mano para ejecutar la sentencia sobre aquel que le juró cariño en vano.
Otro juego de espejos, pero esta vez no desde el contagio irremediable de Tatuaje sino desde la máxima de quien a hierro mata a hierro muere y el pago con la misma moneda. Los ojos morenos del amante frívolo aprovechan la inusitada entrega de Lola para hacerle probar su propia medicina. Los ojos morenos encabezan una revuelta para vengar tantas afrentas de la Puñales hacia el género masculino. Pero Lola lo corta de cuajo cuando sube un escalón más aún y destroza así el espejo, el reflejo que la cantinera de Tatuaje se comprometía a seguir de por vida.
Lola Puñales prefiere la transgresión, el enfrentamiento cara a cara con la Ley, el Sistema y los jueces, a los que invita a pasar para que certifiquen el crimen y que así se haga público. Como si de mantener sus principios se tratase, o su honra, Lola no soporta la ignominia, el engaño, el oprobio causado por la pérdida de la virginidad con alguien que traicionó su entrega. Esta vena romántica, apasionada, contrasta con el navajazo tanguero. Tan caliente es aquel como éste es frío. Al fin y al cabo nos enfrentamos a la dicotomía entre el honor -la condición viril que resuelve defender el macho, demostración para la supervivencia arrabalera fruto del enfrentamiento a una superpoblación de gallos en el corral- y la honra –la que defiende Lola Puñales como categoría de supervivencia social como desagravio, para no ser una mujer manchada en su ámbito sociocultural. Honor y honra, reversos de una misma moneda, aquel con testosterona y orgullo, ésta con amenaza y vergüenza.
Mientras el navajazo tanguero no recurre a instancia policial o judicial alguna sino que la rehuye constantemente y pretende la impunidad del crimen -asumido con naturalidad como manera propia de las leyes del arrabal-, el navajazo de Lola Puñales y el de la mujer que se entrega al sargento de la Guardia Civil, reclaman el castigo como inevitable, como una manera de publicar y esclarecer los motivos que conducen al crimen. Y una purificación. La entrega por ello no es sólo imprescindible sino que se muestra como una obligación natural. En el caso antedicho de la mujer que se entrega al susodicho Sargento Ramírez es más patente: la protagonista avisa de sus intenciones, pretende ser detenida y guardada a buen recaudo, sea cual sea el motivo que para su encierro aduzcan, con tal de evitar cometer el asesinato irremediable.
La obligación moral, la consciencia de la trasgresión inexistente en el tango –donde la cárcel, la gayola, siempre está injustificada- es inapelable en los casos vistos. Incluso, previo a la comisión del delito. Así, incluso Antonio Vargas Heredia, querido y admirado en toda Sierra Morena, terminará sus días llorando y arrepentido en chirona.
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