Él anotaba cuidadoso los números, afilaba el lápiz con el sacapuntas y me hacía estremecer. Se me pone la piel de gallina recordando el cuidado que ponía en las cosas, esa atención de la que no todos son capaces señor detective, creando un ambiente de delicadeza, retirando las virutas, poniéndolas en el cenicero, tomando la página siguiente entre sus manos, como yo las quería para mis caderas.
Yo buscaba entonces en los archivos, casi distraída, mirando de reojo cómo se movían sus labios repitiendo en voz baja palabras escritas, como yo los quería para mi boca. Y era atronador esos puede usted marcharse, es muy tarde, ya seguirá usted mañana, no es preciso que haga eso ahora. Yo resistía hasta el último momento: tardaba minutos en tapar con la funda la máquina de escribir, me demoraba en el cierre de los archivadores, ordenando papeles que ya tuviesen orden, recogiendo un sobre olvidado en la silla, bajando cuidadosamente las persianas, eterna me hacía recogiendo el paraguas, poniéndome el abrigo y los guantes aunque fuese mayo, y me atrevía a comentar que hacía frío, que las anginas estaban aún inflamadas.
Sería que la calle, en la luz de la avenida, tenía la ventisca de sentirse sola, saber que él, estaba allá arriba, tras la ventana y su sombra. Yo andaba despacio, esperando su voz cruzando de acera, recordándome a gritos que hubiese olvidado algo como siempre pretendí olvidar. Y hacerme la despistada, subir las escaleras con el corazón fuera ya y encontrar sus ojos tras la puerta perforándome.
Pero sucedió sin olvido y a última hora. Algún asunto nos retuvo hasta medianoche en la oficina. Yo miraba continua sus manos sobre el escritorio, y las mías accionaban las teclas como si estuviesen en su pecho, la “A” un pezón, la “M” otro pezón, había ojos, bocas, partes blandas en el teclado que acariciaba mirando la rigidez del nudo de corbata, aquel cuello que tiembla en el recuerdo. Me levanté hasta el archivador sin dejar de mirar la sombra de sus manos en los libros contables. Supe su mirada de soslayo en mis nalgas. Y las sucesivas que ascendían mi cuerpo, cada vez menos separadas en el tiempo y de mí. Quizá fue mi boca el paso siguiente, cuando sus ojos despertaron o vinieron del desierto de los últimos meses, desde que empecé a trabajar en la facultad y mi cuerpo soñaba con el suyo.
Sucedió el abrazo, la lengua profunda, la mano fuerte y desesperada en la carne, y todo se movía en la mesa de trabajo: el desnudo de los botones, la corbata desatada y su cuello para mí, los zapatos de tacón que caían, y la ropa descolocada en el suelo. Mis manos estaban sujetas al teléfono cuando nos dejamos ir, y me ardía el vientre, y él era una sombra que me dejó quieta y como muerta. Esto y los meses siguientes, las noches siguientes, una cabaña y un diván es lo único que sé.
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