lunes, 12 de enero de 2009

IRÉ A SANTIAGO

No sucedió que en la mañana reseca del 17 de agosto de 1936 un falangista abrió la puerta de la habitación en que el poeta Federico García Lorca dormía rodeado de fantasmas queridos y oscuridad húmeda.
Sobre la mesita descansaba entreabierta la fiambrera que la tarde anterior consiguió hacer llegar la familia García al detenido. Los restos de tortilla fermentaban azuzados por el calor nocturno de agosto y el olor del miedo, como en versos, se desparramaba por el suelo del antiguo edificio jesuita dedicado por aquellos días a Gobierno Civil. Cercano estaba el silencio roto en la noche de agosto por guardias civiles borrachos con los atavíos verdes travestidos en azules camisas y cartucheras más negras que la pena.
Una hora antes el falangista había bajado desde el Campo del Príncipe, primitivo camposanto judío, antes del alba. Por las calles del barrio, la noche anterior, le pareció escuchar gemidos como propuestas que bajaban por la cuesta del Caidero, desde la Antequeruela, donde el viejo maestro Falla consumía un poco más su cuerpo pequeño soñando con santos quemados y Atlántidas hundidas. El falangista cruzó la calle y miró hacia la casa de los Alonso prometiéndose dejar para siempre las piedras derruidas, las traiciones y contemplar la refundación y las revoluciones desde La Habana perdida para siempre.
Algunos coches ataviados con banderas bicolores en desuso no hace un mes se dirigían tan temprano al interior de las montañas. La gente sin miedo decía que por las veredas de la sierra caminaban los leales como cabras por el monte. Recogió al compañero de aventura en la puerta de su casa, como quedó acordado en la noche previa y se dirigieron a la farmacia municipal. El compañero extrajo sus llaves y violó el horario. Tomaron los frascos acordados. El reloj del Ayuntamiento marcó las siete de la mañana. Por encima del monte de la Alhambra aparecían desconcertados los rayos de sol y un piquete de pájaros destrozó la prudencia de la plaza. Los dos compadres cruzaron sobre el río embovedado y se miraron caniculares y distantes, con el son de las mulatas en la trastienda de las esperanzas y la poesía en una baranda.
No vamos a salir de aquí, dijo el compañero. Pues hay que atreverse, dijo el otro mientras miraba las torres de la Catedral inconclusa. Con el blindaje del miedo y el recuerdo de muertos cerca del río, tras los parapetos que los obreros levantaron en el paraje que llamaban Paseo de los Tristes, atravesaron la plaza del mercado. Nadie dijo que esto iba a ser así, o no has leído lo de Madrid? El falangista se desabrochaba el botón de la camisa y fingía un motivo para mantenerse firme. Las revoluciones no las hacen los militares, entiendes? Eso no es revolución, concluyó. ¿Y qué nos importa el maricón ése? dijo el otro. Calla, que el poeta es un salvoconducto. Los puestos del mercado abrían temprano y acertaron a ver acomodar las uvas doradas y los melones aromáticos. Una mujer con la muerte dibujada en la cara desde hacía un mes fríe churros en la esquina.
A las siete y cuarto avistaron la entrada del provisional Gobierno Civil. Había gente en la puerta. Saca el carné y pregunta por Alonso, que no está. El compañero se dirigió al guardia de traje azul y canana. Era un muchacho del barrio del matadero, de aquellos a los que amoratasen hace no tantos años con pedradas por un pretil dominado sobre el río. Que vengo a ver a Alonso, dijo el mancebo. El del matadero, con los ojos encandilados por el sueño se hizo a un lado del arco de piedra indicándole el quicio de la antigua portería. Entraron los dos con el carné en la mano. El falangista pasó de largo la portería y tiró del compañero hacia dentro. Ahora no podemos parar, especificó cómico. Los pasillos estaban casi vacíos. Se implantó la pistola en el cinto y buscaron donde Rosales les dijo.
Fue entonces cuando no sucedió que el falangista abrió la puerta de la habitación en que el poeta Federico García Lorca dormía rodeado de fantasmas queridos y oscuridad húmeda. El mancebo vistió su guardapolvo pulcro y se colocó un fonendo de mala manera. El falangista se acercó al poeta tembloroso que aún no había despertado. Esto deberías hacerlo tú, espetó al compañero, yo no soy quien sabe de medicinas, coño. El aprendiz de boticario se estremeció cuando volcó el cloroformo sobre los algodones. ¿No es eso mucho? susurró el otro. Yo no sé. Pues si no sabes, al menos, empieza. Le aplicaron al poeta adormecido una ración de anestesia. ¿Y ya está? dijo el compañero. Si estaba dormido, sigue dormido, sostuvo el falangista, mientras aguante. El poeta se zarandeó por dentro con tanto fantasma en la memoria.
Lo cargaron entre los dos echándole los brazos por la cintura. Sostuvieron su pequeña figura ennegrecida por los aires y salieron con sigilo de la habitación. Fíjate tú qué revolución ni hostia, ni un guarda para el poeta, farfulló el falangista. Caminaron por los pasillos de mármol gris y alcanzaron la puerta de atrás. Otro guardia azul, pero de ojos claros y mañaneros se les cruzó en el camino. ¿Y éste? preguntó. Un soponcio, dijo el falso médico. Pues, cuidado. En eso estamos, camarada. El falangista dejó ver el carné por el bolsillo de la camisa de campaña, la pistola en la cincha y se atusó el bigotito con la mano libre. ¿Qué? ¿nos dejas pasar? ¿o esperamos a que repita? La impaciencia del falangista hizo subir el sudor al compañero como el chorro de luz que se extendía por el empedrado. Pero sin permiso… dónde lo llevan… y quién es, titubeaba el guarda. Como no quieras que Alonso te dé de hostias más conviene que preguntes menos y eches una mano. El guarda dejó la escopeta de caza en el pilar y suplió al falangista. Una vez en la acera, con el falso enfermo arrastrando los pies por las escaleritas hacia la calle, el falangista silbó hacia la perpendicular. El coche se acercó lentamente. El guarda ayudó a meter al enfermo en el coche. Pues que se mejore, dijo retomando la carabina. Es un rojo de buena familia apuntó el falangista desde el asiento del conductor y bajando la cabeza para recordar con nitidez la cara del bobo. Tira, ordenó al conductor.
El automóvil se dirigió hacia el monte de la Alhambra. Pues sería más fácil cargárselo y punto, aquí en el bosque no lo encuentra ni dios. El falangista miró con ojos torcidos al conductor, Tú te callas que no tienes ni idea de negocios. Pararon frente a la verja, junto a la casa del maestro. Que salga la mujer y vea si es éste, y que acoquine, conminó el falangista al mancebo. La mujer apareció más pronto que tarde. Miró, se le escapó una lágrima y les dio el sobre. ¿Y esto? preguntó el conductor. Para mis gastos, dijo el falangista volviéndose a la mujer, y no se preocupe señora, dígale al maestro que a este lo dejamos a salvo, desde Almería seguro que embarca, y no ponga esa cara, mujer, que está dormido.
Antes de las seis de la tarde desembocaban en la ciudad y se dirigieron al puerto. Al día siguiente, por su propio pie, Federico García Lorca también embarcaba hacia Cuba

No hay comentarios:

Publicar un comentario