viernes, 9 de diciembre de 2016

LO QUE SIGNIFICA TU NOMBRE

Lo que significa tu nombre.
Víctor Miguel Gallardo
Esdrújula, 2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES



Hay una tendencia en la literatura que arrancó con Philip K. Dick y es cautelosa ante los avances tecnológicos. Frente a la ilusión de Asimov y, en cierta manera, Bradbury, la ciencia-ficción se acerca a un pesimismo antropológico que fue inaugurado por Huxley y Orwell. Muchos de los cuentos que encontramos en Lo que significa tu nombre, de Víctor Miguel Gallardo (Esdrújula Ediciones 2016) entroncan en esa tendencia, que como reciente corriente filosófica y artística se denomina en castellano “concernismo” (del inglés, “concern”, preocupación) y se acerca a los planteamientos de los futuros cercanos o los presentes inmediatos en tanto la relación de la sociedad y el ser humano con la tecnología puede ser desastrosa e incontrolada. Puede considerarse un subgénero de la ciencia-ficción, del futurismo, inserto en la distopía, o no. Depende del empeño. Ustedes lo reconocerán en la serie Black mirror, en Utopía o The Walking Dead, pero es sobre todo, y avant la lettre, el legado de relatos de K. Dick los que soportarían cualquier examen.

Víctor M. Gallardo fue presidente de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror, y el cargo, marca. Pero Lo que significa tu nombre no es solo un paseo por las variedades de la ciencia-ficción, ese oxímoron que tanto nos gusta. En este libro, el autor y editor, hace limpieza de los textos pasados, los fija, para abrir un nuevo ciclo, no sabemos si más o menos alejado del carácter de los relatos que componen este libro, ni siquiera nos atreveríamos a aventurar si persistirá en el mismo género o abrirá sus proyectos a la poesía, como ha hecho en un pasado cercano, o a la novela y el ensayo, lo que no sería una sorpresa.

Como Lo que significa tu nombre viene a empaquetar lo hecho, tiene tono de miscelánea y agrupa algunos textos publicados –prácticamente en la última década- y una buena cantidad de inéditos. Hice referencia al inicio a la preocupación tecnológica porque varios de los relatos se fijan en un probable cambio de paradigma en la sociedad humana, épocas de bonanza que son barridas por el dolor y la guerra. La condición de historiador del autor provoca una mirada realista, más que desalentada, hacia inexorables ciclos vitales. Más allá de esa preocupación tecnológica, en el libro destacan dos líneas de relato: unos sencillos, que tratan desde lo cotidiano, con una mirada pausada y extrañada. Otros, que abundan en hechos históricos, en la historia que pudo ser y no fue y en las guerras que pueden ser y no son. En algunos de ellos reluce una actualización de las relaciones sociales, a veces irremisiblemente dispuestas al fracaso, y en casi todos, una línea de amabilidad, incluso humorística, que viene a defender la necesidad de la validez del relato por sí mismo, más allá del cada vez más habitual final brillante y sorprendente que bordea el chiste, sobre todo cuando de microrrelato se trata. Si queremos la sonrisa, sáquela desde el principio.

Soldados por los barrancos de las sierras penibéticas, nazis que descansan en Donosti durante la II Guerra Mundial, amores tapiados, ciudades vacías, sexo en el bar, estaciones fantasmas, gente con suerte que se libra en el último momento de la matanza, fuerzas vivas del pueblo que se enamoran, navajeros, taxistas cleptómanos, camareros asesinos, coreanos en Hiroshima, asesinas por amor. Los personajes que pueblan Lo que significa tu nombre viven un mundo torcido que se empeña en derrotarlos. A veces triunfan. Pocas veces. El elemento de la distopía, a su pesar, pone su ojo sobre la especie humana. Lo que parece ser un amargado aviso es un esfuerzo por la esperanza. Algo llama la atención: no es necesario tramar el futurismo en las calles desoladas de un Nueva York abandonado o un París de steampunk. Lo que llegue también llegará a Pitres en la Alpujarra, a Tarazona o cualquier aldea de la Sierra de Gredos. El autor confiesa que fue el editor Luis G. Prado quien le abrió esa puerta hace unos años. Y lo manifiesta en una conclusión: no está tan lejos en el tiempo ni el espacio lo que puede ocurrir, seríamos nosotros quienes nos enfrentásemos, quienes tendríamos que luchar nuestro futuro. Si acaso llegase el armageddon, también lo haría, indefectiblemente, al desierto de los Monegros y a los barrancos granadinos. Por eso, muchos de los relatos se ubican en una Granada, a veces fantasmagórica, que puede estar a la vuelta de la esquina. Se trataría así de un concernismo cañí. Este recurso manifiesta una contundente apuesta por la glocalización traspuesta a la literatura. Lo global surge de lo local, y viceversa: New York puede ser el centro del mundo, pero la Alpujarra también existe.

Alfonso Salazar

GATO HABITANTE DEL DICCIONARIO, por Isabel


miércoles, 30 de noviembre de 2016

EL AUGE DE LOS ROBOTS

El auge de los robots.
Martin Ford
Paidós, 2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES


En tiempos lejanos el inventor del ajedrez mostró su invención a un rey. Satisfecho por tal creación el rey le ofreció que pidiera cualquier cosa que quisiese. El inventor pidió solamente un grano de trigo en la primera casilla del tablero, dos en la segunda, cuatro en la tercera, y así sucesivamente, doblando la cantidad de granos hasta cubrir el tablero. Al mandamás le pareció una petición idiota, más que absurda, y ordenó al tesorero del granero real que liquidase la cuenta. No había suficiente grano en el reino para cubrir aquella apuesta. En realidad solo se cubriría con 22 años de las cosechas mundiales actuales. En este problema matemático subyace una constante multiplicación, la misma que señala la Ley de Moore. Esta ley marca que cada dos años se duplica el número de transistores en un microprocesador, es decir, los ordenadores se hacen más poderosos y por extensión se abaratan en la misma proporción. Una computadora el año que viene costará la mitad y dentro de dos años será obsoleta. Este es uno de tantos fundamentos en los que se basa Martin Ford para analizar con experta visión cómo afecta a la vida presente ─ y afectará a la futura─ esta progresión robótica en El auge de los robots, publicado por Paidós.


El libro se introduce con conflictos económicos actuales: el que se da entre productividad y compensación salarial, la caída de las rentas del trabajo y el crecimiento del beneficio de las empresas en el PIB, el hundimiento de la clase media, el aumento de la desigualdad y el impacto asimétrico de la tecnología, ese que hace que se reduzcan los salarios en el sector económico que aplica los avances tecnológicos y en consecuencia encarece al sector que no los aplica ─o que no puede aplicarlos, como le sucede a gran parte del sector cultural y la artesanía, por ejemplo─. Ford, desde un discurso que no abandona los principios del capitalismo, habla de la recuperación fantasma estadounidense que ha procurado que la economía vuelva a respirar aunque mantenga unas tasas de desempleo semejantes a la época anterior a la crisis, un argumento también repetido en España: una recuperación sin empleo, lo que achaca el autor a un impacto cada vez mayor de la robotización que muchos economistas no tienen en cuenta.

No solo peligran empleos repetitivos cuyas funciones puede asumir un robot ─no pensemos solo en funciones físicas de carga y descarga, pensemos en recopilación de datos o los innovadores algoritmos que suspenden la necesidad de personal para el análisis y la interpretación─, sino casi cualquier empleo. Las novedades que conllevan experimentos de inteligencia artificial general como Watson de IBM, heredero de Deep Blue, el vencedor de Kasparov, son impresionantes. Watson ha pasado de ganar Jeopardy ─el famoso concurso de televisión que requiere un amplio conocimiento, cierta ironía, desparpajo, tratamiento de la ambigüedad en el lenguaje, uso de juegos de palabras y metáforas─ a estrenarse en el campo de la medicina y el diagnóstico clínico. Hay robots que redactan noticias sobre fútbol en Internet porque otros robots han recabado información de la realidad porque hay robots observando un partido de fútbol y anotan los goles, fueras de juego, dorsales de cambios, tiempo transcurrido, tarjetas, patadas, kilómetros recorridos... Hay algoritmos artistas que experimentan con la pintura, sin que el ojo humano pueda distinguir lo que fue obra del robot y lo que fue obra del humán programador. Muy pronto el mejor bróker de Wall Street será un robot. Hal 2000 está a la vuelta de la esquina.

Ford expone el riesgo del tecnofeudalismo ─que ilustró por ejemplo la película Elysium de Blomkamp─, la irrupción de la nanotecnología, la migración virtual y el servicio deslocalizado de trabajadores virtuales o el retorno de empresas totalmente robotizadas a sus lugares de origen, cercanas al consumidor final. La última frontera se encuentra en la educación y la sanidad, espacios reticentes a una robotización liberal: ¿Puede un robot juzgar a un doctorando? ¿Puede diagnosticar y tratar un cáncer tal y como analiza una tomografía? Pero sí pueden encargarse de nuestros ancianos ─otra referencia fílmica: Robot & Frank, de Schreier─ o, con mayor claridad: Conteste, lector, ¿no han robotizado aún la farmacia de la esquina de su calle?

En el horizonte muy cercano hay un nuevo paradigma económico: ¿Podremos continuamente enviar a formar (y re-formar) a los trabajadores que, cada vez, se encuentran con mayor rapidez desactualizados? ¿Podrán seguir el ritmo de la Ley de Moore? La robótica se expande, la trampa de la pobreza se establece, el trabajo escasea, los salarios menguan. En un medio plazo las clases medias consumirán el total de sus rentas, y una economía no se sostendrá vendiendo solo a los ricos: ningún rico comprará mil coches diarios ni cenará cien veces una noche. ¿Quién comprará cuando no haya quien trabaje ni cobre un salario? ¿Qué consumen los robots? Nosotros somos el cyborg. Además, la tragedia de los comunes amenaza el medio ambiente; la explotación racional pero desmedida agota los recursos; los liberales y los tibios relativizan el cambio climático.

Urge desplazar la carga de tributación del trabajo al capital, ya que las empresas tecnologizadas emplean muy pocos trabajadores. Al fin y al cabo, ¿por qué carga la Seguridad Social –sostenida por las rentas del trabajo─ en solitario con la merecida recompensa de los costes de jubilación y no lo hace el resto de la economía, la cual se ha beneficiado de los trabajadores que ya no lo son?

Pero Ford busca que la comba del capital siga subiendo y bajando, y como solución recurre a planteamientos de Friedrich Hayek ─sí el filósofo y economista neoliberal de la Escuela austríaca─ que propuso el concepto de la Renta Básica, pero por razones muy alejadas a las razones que la izquierda actual expone. Para Hayek, si todo ciudadano cuenta con una renta que gastar, que consumir, el ciclo económico sigue en su círculo virtuoso, la economía robotizada da tiempo libre y el consumo no para. Aquí, recordemos a Wall-E.

Otros conceptos acuden también en ayuda de la renta básica como el dividendo de ciudadanía que da un dinerillo extra a todos los habitantes de Alaska por la explotación del petróleo, o propuestas como la del economista Noah Smith: una “cartera diversificada de acciones” para que todo ciudadano que alcance la mayoría de edad reciba un completo pack de acciones de empresas para labrarse su futuro, ya no como trabajador, sino como inversor y consumidor.

El efecto Peltzman es aquel por el cual observamos que el aumento de la seguridad en los equipos de paracaidistas, por ejemplo, no disminuye radicalmente los accidentes de paracaidistas. Porque los paracaidistas arriesgan cada vez más, es decir, la seguridad se convierte en un instrumento de doble filo: la protección genera imprudencia. Este efecto aplicado a una sociedad de rentas básicas provocaría que los ciudadanos fuesen más arriesgados, y el riesgo es la adrenalina del capital. Con red de seguridad se podrían rechazar empleos seguros para embarcarse en buenas ideas de negocio, pero aventureras.

Martin Ford, del que no tenemos constancia que tenga algo ver con los creadores del FordT, cuenta una anécdota sucedida en los talleres de Ford, cuando comenzaron a aplicarse robots en las plantas de montaje. El ufano presidente de la compañía señaló al representante sindical: “¿Cómo harás para que los robots paguen tus cuotas sindicales”. A lo que contestó el obrero: “¿Cómo harás para que compren tus coches, Henry?”. Y en esas estamos, casi metidos en ese oxímoron que es la ciencia ficción.

Alfonso Salazar

martes, 25 de octubre de 2016

BALANCE GENERAL

Muy pocos meses antes de que Jesús Palomo nos dejase, trabajamos una letra sobre uno de mis poemas, como habíamos hecho, tantas veces, desde hace más de veinte años. Este fue el resultado. Ahora me atrevo a leerlo. Gracias por tanto buenos ratos, amigo.

Me he perdido en un manojo de rosas, ojos menudos miran desde el cristal.
Tiempos felices y amores no tantos, voy por el aire entre acordes de mar.
Caricias creciendo, fallo bajo canasta y siempre esta deuda cuelga de la pared.
En una esquina de los días que he olvidado se cuela el agua y no puede volver.


Debo y me deben más, buena gente al final.
Gracias, no hay de qué, agradezco y agradecen también.

Juego finito y salud en precario, sabor a gloria balance general.
Sigo perdido en las gracias del tiempo, buenaventura y sin dejar de fumar.

            Qué más da si no salen las cuentas
            los malos ratos se van a acabar.
            Salud contable hasta el nuevo balance,
            No se exige más de lo que te dan.

Me he perdido en un manojo de rosas, ojos menudos miran desde el cristal.
Tiempos felices y amores no tantos, voy por el aire entre acordes de mar.
Caricias creciendo, fallo bajo canasta y siempre esta deuda cuelga de la pared.
En una esquina de los días que he olvidado se cuela el agua y no puede volver.

Debo y me deben más, buena gente al final.

Gracias, no hay de qué, agradezco y agradecen también.

(Jesús Palomo/Alfonso Salazar)


sábado, 8 de octubre de 2016

GRANADA NOIR, 2

Con Clara Pelalver, Alejandro Pedregosa y Antonio Lozano, el día de apertura de Granada Noir, 2, en la Biblioteca de Las Palomas del Zaidín (Granada), de charla sobre el noir y la mala follá.


Foto de Laura Muñoz Hermida

FUERA DE LA LEY

Fuera de la Ley: Hampa, anarquistas, bandoleros y apaches.
Los bajos fondos en España (1900-1923)
La Felguera, 2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES


No es fácil seguir el rastro a La Felguera, al menos el rastro que el mundo de ahí afuera consideraría el real. Existe otro, el que ellos mismos cuentan: el de la sociedad secreta y sus comunicados, el fundamento de la resistencia cultural, el juego del secreto y la provocación, la historia de una revista que tuvo sus primeros números hace veinte años, y un puñado de agentes secretos, que son algo así como las bases en que se levanta su templo de conocimiento. El experimento pudo quedarse en uno de aquellos intentos de agitación en los tiempos de pre-internet y de deseo de colectivización social, cuando los sueños no se desparramaban por las redes sociales. Pero La Felguera, a diferencia de otros muchos cócteles que no soportaron el compromiso que exige el tiempo, persistió y se convirtió en una editorial rara, de esas que no viven en la búsqueda del mainstream, de esas que cualquier editor con dos dedos de frente llamará “romántica” en la peor de sus acepciones. La Felguera es la última esperanza indie. Se obcecaron para su catálogo en la larga fila de outsiders que caminaron entre nosotros, por eso se mueven entre revolucionarios, utópicos, fracasados, visionarios, pandilleros y asesinos.


Siempre es un buen momento para el lector inspirado visitar La Felguera donde puede encontrar raros libros de Burroughs, historias sospechosas de Valle Inclán o el affaire entre Conan Doyle y Houdini, por nombrar a vuelapluma tres pinceladas de su repertorio. Pero 2016 parece un año de consagración. Ha aparecido la imprescindible edición titulada Fuera de la Ley. En ella se trata del Hampa española, y de los anarquistas, bandoleros y apaches de principios del siglo XX. Entran a fondo en el forajido que sobrevivió en aquella España entre el Desastre de Cuba y el Desastre de Annual. Aquel país que existió entre ambos desastres era un país en convulsión: en tanto el resto del mundo se enfrentaba en una Guerra Mundial, Barcelona y Madrid se convertían en capitales del cabaré, el espionaje, el navajazo y la chulería.

Fuera de la Ley es una sucesión de reportajes entresacados de revistas y periódicos de la época elegidos con mimo y sentido de la oportunidad, estructurados a través de una serie de artículos de colaboradores de La Felguera –a buen seguro agentes secretos que quizá firmen con seudónimo- que a veces mantienen el tono reportero de hace un siglo. No hay equilibrio en el juicio -ni falta que hace- pues en muchos casos se trata de la opinión de aquellos que ya no están: los que salían a la calle lápiz en mano para relatar las miserias de las covachas, la alegría de la cocaína y el champán, el brillante reflejo de la navaja en el callejón. Ecos de Baroja, del mejor Eduardo Mendoza, incluso de Montero Glez o Luis Berenguer. El lector sacará sus propias conclusiones cuando se vea sumergido en la España apasionante de los años diez, aquella que supo sacar provecho del contrabando en unas u otras esferas; cuya clase obrera se organizó para librar a los obreros del yugo patronal –así se justificaban, así debe decirse- y sus patronos contrataron a pistoleros concienzudos para asesinar a líderes sindicales. En EEUU sucedería, pocas fechas después, una historia similar que Hollywood y la Ley Seca se encargarían de mostrar al mundo como una de las narrativas más apasionantes del siglo.

Como aquí no tuvimos Hollywood y cuarenta años silenciaron la realidad, aunque nos dieran a El Lute, era necesario recuperar la historia sórdida de los perdedores, de los ladrones y los asesinos. El libro se divide en diferenciadas partes: en primer lugar se nos muestra el hampa. Se nos presenta a nuestro Eliot Ness (o Sherlock, según se mire: Fernández-Luna) y a las tropas de golfos, chicos malos, ladrones y rateros organizados en categorías. Conocemos al mítico Fantomas, la Banda Negra y los lugares de querencia del hampa: cabarés, cafés cantantes, tabernas, cuevas… Aquí se incluye un estupendo archivo policial que señala la impresionante calidad de la documentación de la editorial. Cien hampones con sus fotos de frente y perfil, caracterizados antropométricamente y con cierto aire lombrosiano, con reproducción a mano de sus tatuajes más característicos, datos de delitos, arrestos, profesión y filiación entre otros. Lo más granado del hampa española al fin con rostro y datos.

Le sigue el enemigo número uno de la España oficial de los años diez y veinte. Los temidos anarquistas. Los que atentaban contra reyes y acababan con la vida de primeros ministros y emperatrices en balneario. Se comprendió como Sindicato –la CNT estaba recién nacida- que se organizaba en defensa de los trabajadores en huelga. Reseña importante la de La Canadiense y cómo el temor a la clase obrera organizada trajo la constitución del Sindicato Libre impulsado por la patronal. La star proletaria contra la browning burguesa, a tiros por el Raval o las Ramblas, era la real práctica de la lucha de clases. Aquí se añade una interesante lista negra de personas “asesinables” por las bandas promovidas por la patronal, con Pablo Iglesias -el de antes- a la cabeza (y Juan Peiró y Andreu Nin…) que bien pudo manejar el Barón König.

La cuarta parte se dedica a los bandoleros. No sin acierto se anuncia en la contraportada que en tanto en Barcelona se sucedían los acontecimientos de la Semana Trágica, en Andalucía resistían los bandoleros. Más de un intelectual anarquista buscó en el bandolerismo la legitimación de la acción directa. El bandolero como instrumento de redistribución de rentas, no con mucha suerte, sobrevivió en las sierras andaluzas hasta bien entrada la II República, como fue el excepcional caso de Pasos Largos. Pero los primeros años del siglo veinte fueron años de las partidas del Bizco Borge, el Melgares, la del Vivillo. Ver en el libro la foto del Pernales y el Niño del Arahal recién acribillados y considerar que es casi contemporánea a las de las protestas ciudadanas por la ejecución de Ferrer i Guardia aseguran que se trata este de un país que hace mucho tiempo ya vivía en dos velocidades.

Por último se rinde visita al espécimen importado: el temible apache parisino, émulo glamuroso del hampón nacional. A uno le queda la duda de si la movilización policial de la época fue motivada por la moda importada, la fascinación del tatuaje exótico, la peligrosidad callejera, o sencillamente por la inaceptable sustitución del chorizo nacional por unos gabachos malcarados. Imperdible la entrevista a la “reina de los apaches”.

Se cierra esta completísima documentación –no sé si he elogiado suficientemente la labor de recolección de fotografía- con un diccionario criminal preparado por un guardia civil en 1929, Pedro Serrano que nos muestra cómo el lenguaje sigue vivo entre nosotros, como el habla del hampa pervive en algún lugar de nuestro espíritu social.

Fuera de la Ley es ese tipo de libros al que uno siempre vuelve: adonde está la aventura.

Alfonso Salazar

martes, 27 de septiembre de 2016

HOMENAJE A ORWELL

Por qué es importante Orwell
Christopher Hitchens
Página Indómita, 2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES



En 2002, el rebelde izquierdista reconvertido en halcón neoliberal Christopher Hitchens, atento siempre a una buen combate dialéctico, rendía homenaje a George Orwell, fundadamente. Daba la sensación de que el ensayista británico, comparado repetidas veces por su brillantez con el autor de 1984, expiaba en la defensa de Orwell la deriva de su propia ideología.


En Por qué es importante Orwell, publicado recientemente en castellano, con traducción de Luis González Castro,por Página Indómita, Hitchens desguaza el constante ataque sufrido por el legado orwelliano tanto desde la derecha como desde la izquierda. Pareciese que Hitchens buscase en Orwell el sueño cercenado de una izquierda justa, equilibrada en los vicios y virtudes del autor como quien se mira en un espejo: honestidad y contradicción, la primera como un objetivo ansiado y reconocido en Orwell, la segunda como una consecuencia en el propio Hitchens, que ya había realizado su periplo del marxismo trotskista con ramalazos libertarios hasta la postura proyanki neoconservadora.

Para asaltar la figura de Orwell Hitchens organiza un desmontaje por piezas: la relación de Orwell con el Imperio británico, con la izquierda intelectual de la última mitad del siglo XX, con la derecha que reclamaba su legado, con América (o más bien la casi inexistente relación de Orwell con EEUU), con el entrecomillado “carácter inglés”, su turbulenta y poco edificante relación con el feminismo y la homosexualidad, y finalmente, tanto la imagen de Orwell como delator, como el efecto de su obra de ficción.

Orwell fue elevado a laica santidad tanto como fue defenestrado y ridiculizado. Vivió en el difícil equilibrio de la defensa de las convicciones socialistas en convivencia con una crítica demoledora al estalinismo. No era un concepto fácil de asumir en los años 30: quedó patidifuso ante el pacto de no agresión Hitler-Stalin, abrumado ante la limpieza ideológica realizada por el PC durante la guerra civil española entre los correligionarios de la izquierda y los libertarios, fue una voz que clamaba en el desierto ante el entusiasmo de la colaboración británico-soviética durante la Segunda Guerra Mundial y un traidor a la causa comunista cuando la guerra se congeló y hablar de Katyn o el gulag no estaba bien visto, o en todo caso, era inapropiado para un pensador de izquierdas occidental.

Orwell vivió en el equilibrio y murió con solo 46 años: pero el tiempo vino a darle la razón, que otra izquierda era posible, sin acatar los principios estalinistas, reivindicando a Marx, incluso a Lenin y Trotsky, y trufando el socialismo de valores pequeño burgueses aprovechables, a la vez que prevenía sobre el sufrimiento que conlleva el pensamiento único. Sus ensayos, y sus novelas 1984 y Rebelión en la granja -en ambos casos alegorías del estalinismo, del dominio del Partido, la asfixia de la objetividad histórica creada por intereses y de la corrupción ideológica del poder- derivan en una declaración que la izquierda temía y la derecha podía asumir, con el riesgo de aplaudir a un declarado socialista. De hecho, uno tiene la impresión de que, si ideólogos de la derecha podían vitorear esa alegoría de los animales, podrían asaltarles incómodas preguntas “¿lo hemos entendido correctamente? ¿quiénes son los cerdos?”. O quizá esa misma derecha miraría al Gran Hermano a los ojos y se preguntaría si se trataba realmente de un fantoche de Stalin, o lo sería del fascismo, de cualquier totalitarismo, si se trata del Partido o de una casta, de una secta, de una religión, de los biempensantes, de la gente de buena familia, del self made man... Al fin y al cabo, la misma cara de cualquier moneda, un mejunje de todos ellos, temible, conocido y que además, anida en el interior de cada uno de nosotros. En todo caso incómodo, muy incómodo, para derechas e izquierdas.

Es curioso cómo el lector tiene la sensación de que Hitchens quisiera ser Orwell (el subrayado es mío) o al menos, que Hitchens quisiera un juicio sobre su ideología y deriva como el que él hace a Orwell: un juicio de comprensión, de valor de la experiencia, de honestidad, de un demostrado amor a hablar en voz alta con todas las consecuencias. Hitchens no se guarda nombres. Desfilan Salman Rushdie, Edward Said, Raymond Williams, Noam Chomsky, por citar a los más conocidos, a quienes aplica una reprimenda por el trato dado a Orwell en el pasado, por lo que considera malas interpretaciones de su pensamiento –salva a Theodor Adorno de la quema-. Orwell tampoco tuvo miedo a dar nombres, así lo trata Hitchens en el capítulo titulado “La Lista” donde trata sobre el mito de la delación de Orwell. Quizá el paralelismo del pensamiento libertario, tan diferente en los EEUU actuales respecto a la concepción libertaria de los años 30, en ambos autores, quede sin tratar a fondo, desdibujado, sin nombrar apenas.

Pero sea quien sea quien homenajea, era necesario recuperar el pensamiento de Orwell y conseguir que el adjetivo “orwelliano” ya no signifique solo ese conjunto de situaciones concernistas y distópicas que están ya en cualquier esquina, y se reivindique como adjetivo de la elogiosa búsqueda de la objetividad, de la honestidad y la integridad, del compromiso intelectual sin alardes ni tibiezas. La Guerra Civil española (la Revolución) marcó tanto el pensamiento de Orwell como lo hizo su juventud en las cloacas coloniales del Imperio. Quien pasó por aquello no salió indemne. Aquel pensamiento de la izquierda, y también en la actualidad, navega en las contradicciones: cómo concordar el pacifismo con el enfrentamiento ineludible con el terrorismo islamofascista, la revolución con la violencia, el buenismo con la mano firme e incorruptible, la relatividad cultural con la Declaración Universal de Derechos, la libertad de comercio y el monopolio estatal, el internacionalismo con el derecho de autodeterminación, la globalización con la localización, la inmigración con la defensa de los ecosistemas culturales en destino y en origen, la libre circulación de seres humanos y los equilibrios económicos. Ahí está el reto. El camino del estalinismo fue fácil, el camino de la derecha también lo es, en ambos casos está claro en cuanto se toma el fusil.

Por eso Orwell es importante, porque navegó en estas contradicciones sin caer en el fácil discurso del estalinismo que aplanó y acalló conciencias, ni en la defensa de los principios euroamericanos desde el liberalismo que desembocaría en la derecha que sería refundada en los años ochenta: ese camino que terminó por tomar Hitchens tras el 11-S, cuando le falló la respuesta tibia de la izquierda y desenfundó su ideología para apoyar la invasión de Irak, la eliminación física de Al Qaeda, las mejoras realizadas en Abu Ghraib o el mito de las armas de destrucción masiva, en lo que llamó una alianza temporal con los neoconservadores.

Alfonso Salazar

domingo, 25 de septiembre de 2016

MAUTHAUSEN, Memorias de Alfonso Maeso

Mauthausen
Alfonso Maeso (Ignacio Mata Maeso)
Crítica, 2016


En la película alemana La ola (Die Welle, Dennis Gansel, 2008) se reproduce un experimento pedagógico que tuvo lugar en el año 1967 en Santa Mónica (California) conocido como “tercera ola”. Un profesor, para explicar a sus alumnos cómo se establecen los regímenes totalitarios, como sucedió en el nazismo, y a través de la asunción de normas que refuerzan el sentido de grupo y de superioridad (consignas, uniformes, exclusión), los alumnos reconocen que ninguna sociedad está libre de volver a cometer los mismos errores que conducen a la autocracia.  En la película francesa La profesora de historia (Les Héritiers, Marie-Castille Mention-Schaar, 2014) un grupo de alumnos de un difícil instituto es animado por su profesora para encontrar su lugar en el mundo reflexionando sobre qué significó ser adolescente en un campo de concentración nazi, y presentar ese trabajo al Concurso Nacional de la Resistencia y la Deportación que convoca desde 1961 el Ministerio de Educación francés. Si no han visto ninguna de estas películas, procuren buscarlas. En la francesa aparece un anciano que sufrió los campos, un hombre que insiste en la necesidad de seguir contando aquella historia, de recordar y recordar. Para que no vuelva a suceder, es el deseo.

En España no existe ningún concurso nacional que recuerde a las víctimas de la resistencia o la deportación. Aunque hubo resistencia y hubo deportados. Hubo resistentes al franquismo y hubo deportados, republicanos exiliados –familias, soldados, niños- que terminaron en campos de concentración cuando llegaron a Francia y no pudieron desde allí alcanzar México, EEUU, Argentina o África, destinos deseados pero que estaban preferentemente reservados a intelectuales, oficiales y políticos. Así lo cuenta Alfonso Maeso, un superviviente de Mauthausen, en la reciente reedición de sus memorias realizada por Crítica, editada por su sobrino Ignacio Mata.

La ambición de Alfonso Maeso es la misma que la del anciano superviviente de la película francesa: dar testimonio. Según los datos del Libro Memorial de los deportados españoles editado en 2006 por el Ministerio de Cultura (compuesto y documentado por Benito Bermejo y Sandra Checa) informa de casi 10.000 españoles que terminaron en campos de concentración nazis. Otros autores hablan de números muy superiores, números enfangados por la colaboración entre Hitler y Franco, por la falsificación de nombres y nacionalidades. Sin embargo sí es cierto que la mayoría de los españoles terminaron en Mauthausen, con una alta mortandad que alcanzó un 67% y que casi tres de cuatro recluidos en el subcampo de Gusen, murieron.

Las memorias de Alfonso Maeso son sencillas, directas. Cuenta el proceso que le llevó desde su casa en Manzanares (Ciudad Real) hasta el campo de concentración. El recorrido evoca hechos que cada cual mantiene en su memoria. Cuando cuenta su enrolamiento en el ejército republicano, a través de la CNT, recuerdo la epopeya que el cenetista Carlos Soriano me contaba, a través de una cinta magnetofónica y quince años de separación, de su presencia en el frente cordobés al principio de la guerra civil. La aparición de Maeso en el frente catalán formando parte de los carabineros, atravesando sucesivas veces el Segre, trae a la memoria el Homenaje a Cataluña de Orwell. El paso de la frontera y la reclusión en los campos de concentración franceses me recuerda al profesor García Rúa, cuando nos contaba de viva voz y con detalle su reclusión en el campo de Argelès-sur-mer. En el caso de Maeso serán el campo de Vernet d´Ariège, donde también estuvieron Max Aub y Quico Sabaté, y el de Septfonds, tras el cual terminará en el desastre de Dunkerque, que cuenta de manera espeluznante.

En Dunkerque la Operación Dinamo de las tropas aliadas consiguió rescatar a 300.000 soldados franceses, belgas y británicos, arrinconados por el ejército alemán. Pero el 4 de junio de 1940 aún quedaban miles de personas en la playa, que fueron capturadas por las tropas alemanas. Entre ellas las compañías de trabajadores españoles en las que se encuadraba Alfonso Maeso.

En la memoria, cuando se lee a Maeso, resuenan los ecos de Primo Levi, de Mariano Llorente, la precisa etnografía realizada por la profesora Moreno Feliú (En el corazón de la zona gris, Trotta, 2012) y, en mi caso, una visita al campo de Dachau que realicé hace un par de años. En la liberación del campo, cuando Maeso se convierte en un superviviente, podemos recordar la llegada de la Compañía E, 506 Regimiento de Infantería Paracaidista, 101 División Aerotransportada, del Ejército de Estados Unidos en la noche del 29 de abril de 1945 en Buchloe, cerca de Landsberg, a los pies de los Alpes, cuando se toparon con su primer campo de concentración y lo contaba Stephen E. Ambrose. Y podemos volver a mirar las fotografías de Francisco Boix. Son solo lugares de la propia memoria que despierta la lectura de la historia de Maeso. Faltan muchos otros nombres, desde Lanzmann a Hélêne Berr.

Todos los sucesos son narrados con sencillez por Alfonso Maeso, impelido por la necesidad de contar y contar, de conseguir que nada quede en el olvido. Son libros necesarios cuando los medios de comunicación –y la televisión pública- recuperan el término “alzamiento”, de una manera aparentemente inocente, para recordar el intento de golpe de estado del 18 de julio de 1936 (un término que la historiografía moderna había abandonado). Ahora que la deshumanización se establece en los campos de refugiados, cuando la eliminación del enemigo es sistemática, cuando la recuperación de la memoria de los demócratas de este país, son precisas historias que expliquen con el pasado mucho de nuestro presente.

Alfonso Salazar

viernes, 23 de septiembre de 2016

LOS HOMBRES DEL NORTE

Los hombres del Norte
John Haywood
Ariel, 2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES



En las aventuras juveniles que devorábamos hace unos lustros había ciertos personajes totémicos: piratas de Mompracem o de las Antillas, forajidos de Sonora, exploradores del Zambeze, cruzados en San Juan de Acre, proscritos ahorcados en York, y por supuesto, vikingos abriendo camino hacia Terranova. Estaban en los comics, las novelas, las películas… La fascinación por estos personajes impulsa al lector, en edad más madura, hacia el interés por discernir la realidad de la ficción, la crudeza histórica de la pasión aventurera. John Haywood ha añadido una muesca más al mapa que indaga en la historia vikinga, una cultura oscurecida por la ausencia de fuentes, por los mitos y falsedades que el ardor nacionalista y romántico dejó. Ni los vikingos llevaron cascos con cuernos ni tenían más profesión que el pillaje. Los hombres del Norte, editado por Ariel en traducción de Francisco García Lorenzana, es un análisis franco y llano, con cierto aire divulgativo, sobre la saga vikinga que comenzó para la historia a finales del siglo VIII de nuestro calendario y duró poco menos de cinco siglos.

La saga vikinga es el proceso de cristianización que convirtió a los territorios escandinavos, sujetos fuera de la historia en el 700, en reinos feudales totalmente integrados en la cultura europea hacia 1.200. Pero el camino fue largo, duro, sanguinario y apasionante. Haywood estructura el libro conforme a escenarios geográficos. Vikingos de los actuales estados de Dinamarca, Suecia y Noruega rodaron por todo el mundo conocido por los europeos medios de entonces, y algo más allá: rapiña en los reinos británicos, ocupación de las costas normandas, incursiones fluviales por las cuencas mediterráneas, fundación del reino ruso, colonización alrededor del círculo polar ártico, campañas bajo la égida de las cruzadas.

El libro recorre desde el oeste del Atlántico Norte hasta el Caspio. Cada uno de los pueblos vikingos, a los que vemos conformarse en reinos medievales siglo a siglo, con estirpes dinásticas entrelazadas, se embarcaban ya fuese bajo la capitanía de un jarl, de un incipiente conde o de un aventurero rey, para expandirse por las zonas que les eran favoritas para el saqueo y la colonización. Los daneses ocuparon parte de la Inglaterra actual, fundando el Danelaw y el reino de York, así como las costas normandas, donde su estirpe terminó por convertirse en germen de las dinastías europeas medievales.

Atacaron Frisia, combatieron en el Báltico, tomaron París y Ruán, remontaron el Guadalquivir, atacaron las Baleares, Sicilia y creyeron conquistar Roma cuando tomaron Luni, en Liguria. Los noruegos colonizaron Islandia, fundaron los asentamientos de Groenlandia, lucharon entre Escocia e Irlanda, se perpetuaron en las Islas de Man, las Shetland y las Orcadas. Los suecos atravesaron todo el continente europeo a través de las cuencas fluviales rusas y sus descendientes fundaron el reino de los rus, la ciudad de Kiev, alcanzaron Constantinopla y comerciaron en Samarcanda y Bagdad.

Son muchas las epopeyas que protagonizan vikingos históricos en Los hombres del Norte: Erik el Rojo, Harald Hadrada, Canuto el Grande, Svend Barba partida, Harald Diente azul, Magnus el Bueno, Rollo, Harald Piel gris, Olaf Tryggvason, Bjorn Brazo de hierro, y Hastein, Ivar Deshuesado y el legendario Ragnar Lodbrok, que la serie de televisión Vikings, producida por Michael Hirst ha puesto de moda. De todas las grandes aventuras, reseñamos en este artículo dos: las rutas comerciales varegas que atravesaron Rusia de norte a sur y la colonización de Groenlandia. Fueron empresas épicas que Haywood documenta con sencillez y narra con pasión. Los inquietos vikingos suecos, como se ha dicho, no solo se dedicaron al pillaje. Su intención también residía en la apertura de redes comerciales que cubrían en sus rápidos veleros y que dedicaban al intercambio de productos del Norte (ámbar, pieles, cuero, sogas de piel de foca) por codiciados dírhams, especias, sedas, espadas, vino de Crimea.

Las principales rutas de Europa Oriental fueron abiertas por el jaganato de los Rus, fundado por los suecos, donde gobernaron el famoso Rurik y sus hermanos a mediados del siglo IX. Estas rutas fluviales comenzaban en el Báltico, y atravesaban distintos ríos en dos rutas principales, una al oeste que utilizaba el Dvina Occidental hasta alcanzar el Dniéper, un largo y difícil viaje que podía incluir transporte de barcos y balsas a través de tierra, hasta el Mar negro. Desde allí se alcanzaba el Mar de Mármara por el Bósforo y la mítica Constantinopla. Era la ciudad deseada por los vikingos, cuyas murallas atacaron más de una vez y fueron derrotados. Pero los varegos, los vikingos suecos de Gotland, pudieron atravesar las puertas de Bizancio: desde el 988 se convirtió en costumbre que el emperador bizantino contase con una guardia compuesta por los feroces varegos, temidos guerreros, que progresaron en el control de la Corte durante al menos dos siglos. Sin embargo, había una ruta más delirante: de Staraja Ládoga, a poco más de 100 kilómetros del actual Leningrado, partía una ruta fluvial que recorría el río Vóljov hasta Nóvgorod y de ahí hasta el lago Ilmen y el río Lovat. Se porteaban los barcos hasta el nacimiento del Volga y tras más de tres mil kilómetros se alcanzaba el Mar Caspio, lo que posibilitaba comerciar con el califato abbasí, con capital en Bagdad.
La otra epopeya sucede a miles de kilómetros. Los noruegos habían colonizado Islandia, sobre todo su costa oeste, a partir de mediados del siglo IX y hacia el 930 la mayoría de la isla habitable había sido ocupada. Se gobernaba en mancomunidad, pero en constante relación con la corona noruega. Expulsado de la comunidad, Erik Thordvaldson, llamado el Rojo, arribó al sur de Groenlandia a finales del siglo X, con intención colonizadora. Fundó tres asentamientos costeros, y se estableció relación con las tribus paleoesquimales ubicadas al norte de la isla. La época climática bajo medieval o periodo cálido facilitó entre el siglo X y XIV una relación comercial de las colonias con Noruega e Islandia. Se supone que fue el hijo de Erik, Leif, quien alcanzó Vinlandia (Terranova). Estas colonias nórdicas en Groenlandia nunca alcanzaron un número de habitantes muy alto, quizá cinco mil personas, comerciantes de marfil de morsa, piel de foca, pero con una absoluta carencia de madera y hierro que les hacía depender de los reinos escandinavos. A mediados del siglo XIV las granjas y asentamientos coloniales comenzaron a desparecer. No se sabe si fue el enfriamiento climático o la presión de los pueblos inuit, el caso es que los últimos nórdicos desaparecieron lentamente.

Las últimas noticias sobre los colonos de Groenlandia se conocieron hacia 1418, cuando fueron saqueados por piratas que esclavizaron a gran parte de sus habitantes y llevaron a berbería. Ciertamente aquellos colonos, al contrario que las tribus inuits de Thule totalmente adaptadas al medio, persisitieron en sus modos de vida escandinavos, y cristianos, europeos. Cada invierno los glaciares avanzaban un poco más. Quizá los más jóvenes se enrolaron en los escasos barcos pesqueros que alcanzaban la costa y abandonaron sus viviendas. Los más viejos se quedaron en sus granjas, hasta que murieron. En 1492 el Papa Alejandro VI escribía sobre Groenlandia como una tierra perdida para la cristiandad. El mismo año en que Cristóbal Colón iniciaba sus viajes trasatlánticos que llevarían de nuevo a los europeos a Vinlandia. Otra historia, otra aventura.

Alfonso Salazar

viernes, 29 de julio de 2016

LÉVI-STRAUSS 100


En 2009, la muerte de Claude Lévi-Strauss me pilló leyendo una polémica que tuvo con Vladimir Propp allá por 1960-1964, con motivo de la publicación de la primera traducción del ruso al inglés del libro Morfología del cuento, editado en la URSS en 1928. Lévi-Strauss se sorprendió al descubrir que un folklorista (y antropólogo, y lingüista) treinta años antes, había ya desguazado el cuento y hallado un método científico, las funciones, que el propio Strauss ya hubiese querido para sí, para la interpretación ya no solo del Cuento, sino del Mito.

No voy a entrar en el fondo de la discusión que se trajeron entre estos dos pensadores, que andaban por la cincuentena (bien larga en el caso del petersburgués) y tenían la maquinaria mental a toda maquina. Pero sí quiero señalar cómo el bruxellois quiso a través del texto de Propp diferenciar el formalismo del estructuralismo, como si quisiera quitarse de en medio cierta herencia incómoda y vacua, y cómo Vladimir no se tomó nada bien el alegato de Claude de 1960, aunque este, en el fondo, lo que hace en su artículo es un elogio, tardío, pero agradecido a un antropólogo cuyos estudios no salieron de la Unión Soviética hasta muy tarde y que iban tres pasos por delante de los que, en ese campo concreto, se hacían al otro lado de la cortina de hierro.



Sin embargo, lo que era concienzudo trabajo en Propp podría ser hermoso lienzo de palabras y colores en Lévi-Strauss, con suertes aritméticas y metáforas cargadas de futuro. Es curioso contemplar, en esta edición de la discusión que editó Fundamentos en 1972 cómo el ego de ambos autores se sintió herido: el del franco-belga ante el hallazgo de un tipo que avant-la-lettre había utilizado el estructuralismo; el ego de Propp en lo que entendió como una ferrosa crítica, cuando subyacía el elogio inocente, casi celoso del francés. Por la respuesta de Propp de 1964 no queda claro, en el propio texto editado por Fundamentos, en qué idioma leyó el ruso el artículo de Strauss, ni por qué medio.
La cuestión es que la muerte de Lévi-Strauss me pilló leyendo esta trifulca y ahora lo he releído: no me sustraigo a publicar el breve apunte del post scriptum que dio al artículo defensivo de Propp, traducido por José Martín Arancibia.
"Indudablemente, cuantos han leído el estudio que dediqué en 1960 a la obra profética de Propp tienen que haberlo entendido como lo que pretendía ser: un acto de agradecimiento hacia un gran descubrimiento que precedió en un cuarto de siglo a los intentos de otras personas y míos, en la misma dirección.
Por eso he visto con sorpresa y amargura que el estudioso ruso, cuya merecida celebridad pensaba haber contribuido modestamente a granjeársela, ve en el escrito algo muy diferente: no la discusión, con el respeto debido, de ciertos aspectos teóricos metodológicos de su obra, sino una agresión llena de malicia.
Me abtendré de iniciar con él una polémica sobre este punto. Es evidente que motejándome de filósofo puro, demuestra ignorar mis trabajos etnológicos, y un útil intercambio de opiniones habría  debido basarse en nuestras respectivas contribuciones al estudio e interpretación de las tradiciones orales.
No obstante, cualquiera qye se ala conclusión que saquen de esta confrontación los lectores mejor informados, la obra de Propp conservará, ante sus ojos y los míos, el mérito imperecedero de haber sido la primera."
Elegancia, sin duda.

Alfonso Salazar

jueves, 21 de julio de 2016

CERVANTES Y SHAKESPEARE: ESCUCHAD LA MÚSICA

Sabemos que los dos genios no murieron ni el mismo día, ni en la misma fecha. A principios del siglo XVII Inglaterra y España no solo eran irreconciliables enemigos con religiones enfrentadas, ansias comerciales que colisionaban, cruzadas contra piratas en el Caribe, felicísimas armadas hundidas y apoyo y sustento de leyendas negras, sino que, además, no compartían el mismo calendario. La cosa venía de muy atrás, de cuando en Roma se tuvo en cuenta ese cuarto de día de más que cada giro de la tierra alrededor del sol sirve sobre los 365 días, cuestión que dio origen a los años bisiestos. Fueron unos once minutos anuales de más los que los astrólogos de Julio César pasaron por alto, y con el paso de los años y los siglos aquellos minutos se convirtieron en unos diez días. El papa Gregorio XIII decidió que ya era hora de ajustar cuentas, pues la Pascua perdía el paso litúrgico. España se puso al día, nunca mejor dicho, pero Gran Bretaña persistió en su propia medida del tiempo hasta 1752.

Aquel año de 1616, cuando en el imperio donde no se ponía el sol era 3 de mayo, en Stratford Upon Avon, cerca de Birmingham, era 23 de abril y William Shakespeare, febril, moría en casa. Miguel de Cervantes había muerto días antes, el 22 de abril de nuestro calendario actual. Así que la celebración del 23 de abril como Día del Libro en honor a estos escritores –y al Inca Garcilaso- instaurado en 1995 por la UNESCO -y que España celebraba desde 1930-, es solo una mala interpretación, intrascendente, que la leyenda en internet atribuye a Víctor Hugo, sin merecimiento posiblemente, pero que señala que ni William, ni Miguel, ni el Garcilaso peruano murieron aquel católico y gregoriano 23 de abril de 1616.



Cervantes y Shakespeare fueron dos gigantes de su tiempo que gozaron de la fama en vida, cosa que nos asombraría si miramos desde el ahora al pasado y contemplásemos cómo pasaron vidas oscuras tantos y tantos escritores a quienes la posteridad dio la fama, que no la contemporaneidad, pues en vida pasaron sin gloria, oscurecidos por otros triunfantes a los que la Historia dio solo sepultura y olvido. Ninguno de los dos disfrutó de grandes rendimientos económicos, pues anduvieron siempre enredados entre deudas -juego el uno y bebida el otro-, pero al menos sí disfrutaron de importantes reconocimientos literarios. Aunque las vías fueron bien diferentes. Cervantes, cuya pasión fue el teatro desde que en su infancia sevillana admirase los tablados de Lope de Rueda, no tuvo éxito en los corrales, donde arrasaba la comedia nueva de Lope de Vega, con quien tuvo sus más y sus menos. William, sin embargo, fue dueño de la gloria teatral de la ribera del Támesis, y triunfó en los teatros de la Rosa, el Telón, en el Globo… Si es que William, el actor, fue William el autor, el creador de drama y comedia que veneró Inglaterra. Por entonces se daba una profunda diferencia entre autor y creador, pues era el director de compañía el más relevante, quien en muchas ocasiones se apropiaba de la autoría, y quedaba el autor teatral como sencillo guionista. Pero el público adoraba a los autores. Lo supo Lope y lo supo Calderón. No lo conoció Miguel quien, avanzado a su tiempo, puso sus comedias y entremeses en imprenta, pues si el público no pudo disfrutar de su teatro en las tablas, pudo hacerlo en la lectura, abriendo el campo del teatro leído, que por entonces no era corriente. Al contrario, William publicó poco y desordenadamente en vida, y sería diez años después cuando dos de sus actores publican una recopilación de obras que es tan fundamental como generadora de dudas en sus atribuciones, el denominado First Folio.

Miguel triunfaba con El ingenioso hidalgo –luego “caballero”- don Quijote de la Mancha. Su Galatea fue años atrás un éxito en Francia, pero el Quijote arrasó en las listas de ventas de la época de media Europa. Se dice que William Shakespeare utilizó el pasaje de Cardenio para componer a medias con Fletcher una tragedia que se perdió en el incendio del Globe en 1658.



A principios del siglo XVII la obra de William desbordaba los círculos teatrales de Londres. Comenzaba el mito de Shakespeare, del actor testaferro de un autor oculto –Francis Bacon, Edward de Vere, Christopher Marlowe se han barajado como tales-, tesis que persiste hasta nuestros días, deudora posiblemente de un razonamiento clasista que impedía que el hijo de un comerciante venido a menos se convirtiese en ángel de las letras inglesas. Tal y como el hijo de un cirujano, nieto de un picapleitos, fue quien alumbró la novela española, y por extensión, la mundial. Ambos nacidos en pequeñas ciudades, de familias sin historia ni capital, sin poder ni gloria. Trabajadores de la palabra y su destino.

Nada fue igual tras las instauraciones de los legados de Cervantes y Shakespeare. No solo en uno u otro imperio –forjado el hispánico, en ciernes el británico-, sino en las letras europeas que alumbraron la literatura occidental. El influjo de uno y otro legado en la cultura planetaria ha sido formidable. Sus historias –versos, dramas, tragedias, comedias, novelas…- ocuparon y ocupan lienzos y carteles; copan escenarios pero también películas, series, dibujos animados…; sus personajes se hicieron escultura, sus rostros logos en camisetas, iconos; sus libros provocaron miles de libros que hablan a la vez sobre sus libros; se veneran edificios y tumbas, unas ciertas, otras falsarias donde reposan los autores o donde vivieron los personajes. Romeo, Quijote, Julieta, Sancho, Otelo, Dulcinea, Hamlet y tantos otros recorren la tierra entera, a través de museos, bibliotecas, colegios, universidades, televisores, cines, webs, carnavales, pequeñas salas y grandes teatros de ópera.

Desde esos primeros años del siglo XVII, cuando -en poco más de once días- las letras del mundo perdieron a sus dos capitanes, los músicos ávidos de historias recurrieron a las fuentes que William y Miguel ofrecían. Antes de editarse la segunda parte del Quijote, ya se había estrenado en París el ballet Don Quichot, dansé par Mrs Sautenir, en 1614, y desde entonces las versiones para ballet, teatro, zarzuela, ópera y musicales son material inagotable. Don Quijote se ha convertido a lo largo de los siglos en una referencia musical. Entre aquellos que se inspiraron en el Caballero de la Triste Figura destacamos: Henry Purcell, quien compone canciones para The comical history of Don Quixote de Thomas d´Urfey, un “musical” de la época compuesto solo setenta y ocho años después de la muerte de Cervantes; Georg Philipp Telemann con Burlesque de Quixotte y Don Quijote en las bodas de Camacho; una ópera buffa de Paisiello y un divertimiento teatral de Salieri; Félix Mendelssohn quien compone en pleno Romanticismo La boda de Camacho composición juvenil de la que no quedará del todo satisfecho; la poco representada ópera Il furioso all'isola di San Domingo de Gaetano Donizetti; y las canciones de Don Quijote y Dulcinea de Maurice Ravel. Hay tres obras que destacan sobre el resto: Don Quijote, la comedia-heroica de Jules Massenet, el poema sinfónico de Richard Strauss y El retablo de Maese Pedro de Manuel de Falla. Mucho después se encajaría en el tímpano de medio mundo las notas de El hombre de la Mancha de Mitch Leigh. Incluyan entre sus versiones más recordadas la francesa de Jacques Brel montada en 1968, tras cuyo estreno un inolvidable Darío Moreno en el papel de Sancho Panza, falleció.



La magnificente influencia mundial de don Quijote ocultó otras obras que pudieran basarse en comedias, entremeses y novelas ejemplares, pero rescatemos Das Wundertheater , basado en El retablo de las maravillas, de Hans Werner Henze. Muy pronto Cervantes y Quijote –y Sancho- se identificaron con España y lo español con una diversidad de estilos que demuestra la fantasía que promueve la inspiración quijotesca. Si nos referimos a los compositores españoles podemos remontarnos al Don Quijote de Manuel García de 1827,  El manco de Lepanto (1867) de Rafael Aceves, La venta de don Quijote (1902) de Ruperto Chapí o  El huésped del sevillano (1926) de Jacinto Guerrero. En el siglo XX constatamos la presencia de clásicos como Conrado del Campo con Evocación y nostalgia de los molinos de viento y Joaquín Rodrigo  con su Ausencias de Dulcinea. O la constante presencia del personaje en la obra de la Generación de la República: Ernesto Halffter entre otras obras nos dejó  la Canción de Dorotea, Don Quijote de la Mancha, la farsa heroica Dulcinea, y su hermano Rodolfo la ópera bufa Clavileño y Tres epitafios; Salvador Bacarisse legó Aventure de Don Quichotte y el Retablo de la libertad de Melisendra; Robert Gerhard, The Adventures of Don Quixote y versiones del ballet Don Quixot, entre otras. Persistió en el tema la generación de posguerra con Carmelo Bernaola (Don Quijote de la Mancha y Galatea, Rocinante y Preciosa), Antón García Abril (Canciones y danzas para Dulcinea y Monsignor Quixote), Ángel Arteaga (Andaduras de Don Quijote, Música para un festival cervantino), Ángel Oliver y Tomás Marco (El Caballero de la Triste Figura, Ensueño y resplandor de Don Quijote y Medianoche era por filo), hasta La resurrección de don Quijote de José García Román. Esta línea la culmina la ópera de Cristóbal Halffter, estrenada el año 2000. Son solo unas muestras de la influencia quijotesca  que confirman las palabras que dijo Sancho «donde hay música no puede haber cosa mala».
Ni danza mala. El Don Quijote coreográfico más importante es el que Marius Petipa, con música de Minkus, coreografió para el Bolshoi en 1869. En 1900 Gorky lo remodela y convierte en el que adoptan en su repertorio tanto el Kirov como el Bolshoi.  También habría que destacar la obra de grandes coreógrafos como Franz Hilverding, Jean-Georges Noverre, Auguste Bournonville, Ninette de Valois, Serge Lifar y George Balanchine.



Entre tanto, la obra de Shakespeare estaba destinada a forjar óperas, ese arte que en su tiempo aún no había nacido. Fue también Purcell quien abrió la veda cuando en 1692 se inspiró libremente en el texto de Sueño de una noche de verano para componer The fairy queen, a la que siguió después, en 1712, La Tempestad, junto a un Otelo  y un Romeo y Julieta. Otelo fue también el tema que retomó Gioacchino Rossini en 1816. En él insistiría Verdi, que también utilizó a Falstaff, ambas obras maestras, y Macbeth. Otelo y Falstaff son las dos últimas óperas de Verdi, ya octogenario, y la despedida es su única ópera cómica, un broche de comedia a una producción trágica. El siglo XX alumbró el brillante Sueño de una noche de verano de Britten.


Más allá de la ópera destacamos el ballet Romeo y Julieta de Prokofiev, un hito de la historia de la música. Resuena en la memoria la muerte de Tibaldo con vertiginosos violines y quince golpes de timbal: uno de los momentos más impactantes de toda la música. Shostakovich, el otro gran compositor ruso, escribió la banda sonora de la película Hamlet basada en Shakespeare. En la música orquestal, destaca el Macbeth de Richard Strauss, también Berlioz y Tchaikovski trataron el tema de los amantes veroneses. Bernstein escribió el musical convertido en famosa película West side Story, basado en el enfrentamiento entre capuletos y montescos pero trasladado a Nueva York. Stravinsky nos dejó Three Songs from William Shakespeare. Y Mendelssohn, escribió El sueño de una noche de verano cuya marcha nupcial, basta que sea tarareada, despierta el ansia de lanzar arroz y pétalos. La influencia de Shakespeare se ha dejado sentir hasta The Beatles, Elvis Costello, Bob Dylan y The Smiths. Ya lo dejó escrito en El mercader de Venecia: «el hombre que no tiene música en sí, ni se emociona con la armonía de los dulces sonidos es apto para las traiciones, las estratagemas, las malignidades… No os fiéis jamás de un hombre así. Escuchad la música».

Alfonso Salazar, junio 2016

domingo, 12 de junio de 2016

GOTAS DE SICILIA

Gotas de Sicilia
Andrea Camilleri
Gallo Nero, 2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES


Hay escritores conocidos por sus criaturas literarias. Vázquez Montalbán irá por siempre unido al nombre de Carvalho, como Miguel de Cervantes lo está a Quijote y Sancho o Conan Doyle a Sherlock. Apasionantes binomios, trinomios. También hay criaturas que devoraron a sus padres, como Pinoccio, Alicia o Frankenstein. En todo caso, el éxito de un personaje si no termina por oscurecer a su autor, pone en umbría el resto de su producción, y por extensión sus fuentes, sus trabajos experimentales, sus caminos menos conocidos. La poesía de Stevenson o de Nabokov caen bajo la sombra del Doctor Jekyll, John Silver y Lolita. Por eso, aunque Andrea Camilleri nos dio a Montalbano, hay más literatura, y mucha más Sicilia, más allá de Montalbano. Gotas de Sicilia es un librito publicado por Gallo Nero, en arriesgada y exitosa traducción de David Paradela, que ha sido recientemente publicado en la colección piccola.


Nacido en Porto Empedocle, 1925 (es decir, entrando en la décima década de vida), Camilleri forma parte de una maravillosa generación de escritores sicilianos. Con él forman una tríada asombrosa el enorme Leonardo Sciascia (1921-1989) y el sorprendente Gesualdo Bufalino (1920-1996). Camilleri practica una pasión casi prohibida, a la que muchos novelistas ponen mala cara: participar de la novela de género, practicar la saga continuada que fideliza lectores. Por eso no emplea el bisturí de Sciascia ni el vuelo majestuoso de Bufalino. Con ese fin creó a Montalbano -nombre de comisario que debe su nombre, valga su redundancia, al maestro Manuel Vázquez Montalbán-, un tipo que vive entre Vigàta y Montelusa, ficticias denominaciones del propio Porto Empedocle y Agrigento, quizá Ragusa. Estas novelas suceden en una cercana época, con móviles, ordenadores, televisiones locales; pero sí, y siempre, en amables trattorias con suculentos menús, personajes con reservado acento siciliano, cordiales cafés de media tarde y señores oscuros que dirigen el tejemaneje de la política y la realidad social.

Camilleri debe su fama a las aventuras de Montalbano y sobre todo desde que la RAI las llevó a la televisión, cosa que sucede casi anualmente desde 1999, pero tiene predilección por los ires y venires de un Sur que finalmente tomó el tren de la modernidad. Camilleri celebra Sicilia en varios libros memorables donde recoge el choque del progreso con la isla secularmente atrasada, sometida con toda naturalidad a la Mafia. En España se ha publicado parte de ese universo siciliano como La Pensión Eva o El Movimiento del Caballo, y su muy merecida, reconocida y deliciosa La concesión del teléfono.

Gotas de Sicilia fue publicado en Italia, originalmente, en 2001 como una breve colección de relatos que habían ido apareciendo en diversos medios en la década anterior. En ella Camilleri presenta cuentos y argumentos, concebidos algunos en los albores de la literatura camilleriana. Ahora, la publicación de Gallo Nero nos recobra al Camilleri brillante que cosecha Sicilia.

La colección es tan variada como deliciosa. Comienza con un discurso siciliano, sobre el que el traductor David Paradela trata en la nota final, inevitablemente. Ha afrontado el reto de traducir esa mixtura de dialecto e italiano que muestra el monólogo titulado El tío Cola, «pirsona limpia», donde el autor rememora, jura que es verídico, el discurso en confianza de un jefe mafioso (Nicola «Nick» Gentile), un tipo cuya vida recuerda a la de Lucky Luciano, pues como este volvió de EEUU a Italia para ayudar a las tropas norteamericanas en su desembarco siciliano y colaboró en la Operación Husky. Resaltamos la gran creación del traductor, el esfuerzo cristalizado en un parlamento vivaz y lustroso.

Le sigue un relato donde se rememora la infancia en Sicilia y el descubrimiento de la literatura en casa de uzz´Arfredo, un relato trabajado desde la sinceridad y donde se vive el homenaje a los grandes novelistas –Conrad, Maupassant, Melville, Flaubert, Dumas- que aguardaban a los adolescentes en las bibliotecas de sus mayores y que son la herencia recibida por el propio Camilleri.

El vino gusta a san Caló es una parte revisada de una novela de 1978 (El curso de la cosas) y un fresquísimo panorama de la devoción sureña y el difícil encaje de tradición y religiosidad, tan propio del Mediterráneo. Para muchas personas del norte esa convivencia entre costumbre pagana y religiosidad, plasmado sobre todo en las romerías, las procesiones de patrones, y por supuesto en la Semana Santa, es un hermético misterio o una chifladura. Pero quienes vivimos el Sur sabemos que es perfectamente compatible ser del Betis, concejal comunista y cofrade de la Macarena, en una suerte de conjunción ideológica que tiene mucho de alineación planetaria. Esta confluencia, muestra bien Camilleri, no solo puede generar una justificada extrañeza en el juicio del foráneo, sino que exige un continuo equilibrio y desequilibrio entre la religión formal y litúrgica, vertical y correcta, de la Iglesia Católica y el acervo pagano, callejero, social, colectivo y jaranero de la celebración popular. Uno lee el relato y puede sustituir a san Calogero por la virgen del Rocío o por cualquier cristo de la Andalucía subbética, interior y mítica.

Los primeros comicios es otra parábola sobre la fortaleza de las imágenes religiosas, y cómo un cristo hizo que la candidatura comunista ganase las elecciones en el pueblo de Camilleri en el año 1947. Un ejemplo más de la línea abierta por el anterior relato donde los aparentes choques culturales son balanceos armoniosos, muy alejados del mundo partido en dos y del tono anticomunista de los relatos de Guareschi que protagonizaron Don Camilo y el alcalde Peppone.

La tendencia de Borges a la falsa biografía, a la investigación de hechos fantásticos o irrelevantes con la aplicación de las más depuradas y científicas técnicas parecen apadrinar la Hipótesis sobre la desaparición de Antonio Patò, relato que fecundaría el libro La desaparición de Antonio Patò (Mondadori, 2000). Camilleri cita por segunda vez a Sciascia y trata un hecho intrascendente con la seriedad de un historiador para, cómicamente, deshacerse de las explicaciones más sencillas y dejar arrinconada la navaja de Ockam. De nuevo Viernes Santo, de nuevo la expresión popular preñada de afanes aparentemente religiosos deviene en asuntos más terrenales que divinos. Fascinante la explicación de la arquitectura teatral, su sagaz vinculación con Escher y la escalera de Penrose.

El sencillo microcuento El sombrero y la boina es de un nítido simbolismo que insiste en la resignación y entrega de los serviles hacia los poderosos, como sucede ante los bancos y la Mafia, y finalmente, Andanzas de un lunario presenta las vicisitudes de la prensa tradicionalista y antropológica de la época fascista, de cómo el Almanacco per il popolo siciliano derivó en el Lunario siciliano «periódico literario atento a los valores y las aportaciones isleñas». No exento de cierto humor y guasa Camilleri entrelaza el espíritu de toda la colección de relatos, de estas gotas sicilianas, en una frase que hace manifiesto el contraste norte-sur que ha inspirado la muestra: «Es hora de repudiar la mitología del Norte que redime al Sur», aforismo apuntado al hilo de la propuesta del periodista Telesio Interlandi (quien posteriormente «caería en la aberración antisemita») de que los italianos le den la vuelta al mapa, queden los Alpes en la base y tenga por cielo el Mediterráneo. Esto es, arriba Sicilia.

Alfonso Salazar