miércoles, 25 de diciembre de 2013

LOS ALEGRES SOVIETS

Una de mis última aportaciones a la aventura de El Erizo Abierto.


Aunque perteneciente a la edición del muy reciente octavo Erizo (Erizo20), el colorido de las ilustraciones nos obliga a colocarlo en este blog, ya que la edición en papel nos obligó a su reproducción en blanco y negro. Tropezamos en la web con esta pequeña joya soviética, y metimos las imágenes -no muy cuidadas- en nuestro taller para restaurarlas. Aquí tenéis LOS ALEGRES SOVIETS.



lunes, 23 de diciembre de 2013

ITALO CALVINO: SOBRE EL ABORTO

Carta del escritor italiano Italo Calvino sobre el aborto.



Cuando la segunda ola de feminismo se encontraba en su momento de plenitud, en 1975, el escritor Italo Calvino envió una carta al intelectual Claudio Magris, como respuesta a su artículo en contra del aborto llamado “The Deluded”, publicado en el periódico italiano Corriere della sera.

A continuación las palabras de Calvino:


Traer a un niño al mundo tiene sentido sólo si el niño es deseado consciente y libremente por sus padres. Si no, se trata simplemente de comportamiento animal y criminal. Un ser humano se convierte en humano no sólo por la convergencia causal de ciertas condiciones biológicas, sino a través del acto de voluntad y amor de otras personas. Si este no es el caso, la humanidad se vuelve —lo cual ya ocurre— no más que una madriguera de conejos. Una madriguera no libre sino constreñida a las condiciones de artificialidad en las que existe, con luz artificial y alimentos químicos.


Sólo aquellas personas que están 100% convencidas de poseer la capacidad moral y física no sólo de mantener a un hijo sino de acogerlo y amarlo, tienen derecho a procrear. Si no es el caso, deben primeramente hacer todo lo posible para no concebir y si conciben, el aborto no representa sólo una triste necesidad sino una decisión altamente moral que debe ser tomada con completa libertad de conciencia. No entiendo cómo puedes asociar la idea del aborto con el concepto de hedonismo o de la buena vida. El aborto es un hecho espeluznante.


En el aborto la persona que es vulnerada física y moralmente es la mujer. También para cualquier hombre con conciencia cada aborto es dilema moral que deja una marca, pero ciertamente aquí el destino de una mujer se encuentra en una situación desproporcionada de desigualdad con el hombre, que cada hombre debería morderse la lengua tres veces antes de hablar de estas cosas. Justo en el momento en que intentamos hacer menos bárbara una situación en la cual la mujer está verdaderamente aterrada, un intelectual usa su autoridad para que esa mujer permanezca en este infierno. Déjame decirte que eres verdaderamente responsable, por decir lo mínimo. Yo no me burlaría tanto de las “medidas de higiene profiláctica”, ciertamente nunca te has sometido a rasgarte el vientre. Pero me encantaría ver tu cara si te forzaran a una operación en la mugre y sin los recursos que hay en los hospitales.


Lamento que tal divergencia de opiniones en estas cuestiones éticas básicas haya interrumpido nuestra amistad.



(extraído de http://www.mamanatural.com.mx)

viernes, 6 de diciembre de 2013

CASTRADOS

Entonces Gea le entregó una hoz de acero muy afilada y cuando al llegar la noche, Urano se acercó a Gea y la envolvió por todas partes, Crono cortó de un solo golpe los testículos de su padre y los arrojó detrás de él.
Pierre Grimal

El noble Pedro Abelardo, tras dejar encinta a su bella discípula Eloísa, recibió la visita más lamentable. El tío de Eloísa, feroz canónigo llamado Fulberto, mandó a sus sicarios para que castraran al famoso teólogo. Ello hizo que no dudase Abelardo en tomar los hábitos y recibir la tonsura, para redimir así el nefando pecado cometido cuyo castigo divino tuvo en la espada de Fulberto su instrumento. Era en el París del siglo XII. Pero no era Pedro Abelardo el primer castrado insigne. Ya lo fueron, Narsete, general de Justiniano, el exégeta Orígenes y el mismísimo Urano, abuelo de los dioses.


La castración fue asumida desde tiempo inmemorial como uno de los más graves castigos ejercibles. No sólo utilizable sobre los prisioneros de guerra, sino como privilegio concedido al marido que sorprendiese a hombre ajeno en lecho propio y copulando con su esposa legítima. Así lo refiere Covarrubias:

Privadamente la hacía el hombre casado, satisfaciéndose del que le había puesto el cuerno con su mujer, si no lo quería matar.

Y de la misma manera amenaza Marcial a un jovenzuelo presto a gozar con casadas:

Serán gentes armadas por la esposa del tribuno, pequeño Hyle,
y el suplicio será tal, que debes temer como un niño.
Ay tú, que todavía juegas, de castrar me dices ahora
que no es lícito: ¿el qué? lo que tú haces, Hyle, ¿sí está permitido?

Pero la amputación de las glándulas genitales -ya sean testículos, clítoris, ovarios- causa distintos efectos según sea el momento de su ejercicio. La castración prepuberal frena generalmente el proceso hormonal. Así, en el hombre suelen quedar los caracteres sexuales fijos: el pene mengua su desarrollo, la pilosidad decrece, se tiende a la obesidad, el ensanchamiento de las caderas, la voluminosidad de las nalgas, la ausencia de caracteres secundarios, el timbre de voz se atipla, la esperanza de vida se establece alrededor de los cuarenta y cinco años y se posee un prematuro aspecto anciano. La castración realizada en adultos permite mantener una apariencia de virilidad. Vallejo-Nágera distingue al menos tres tipos de castrados masculinos: un tipo femenino y desproporcionado; otro alto y de grandes extremidades; y un tercero apenas deforme. Dependiendo de la gravedad de la castración, puede el capón mantener erecciones. En la mujer, era común en la época dorada musulmana la extirpación del clítoris (ablación) para evitar el placer, así se aseguraban los maridos desconfiados el goce unilateral y reprimían (o así lo creían) la posibilidad del adulterio. Algunos autores de la época justifican la ablación con fines terapeúticos, en aquellas mujeres afectadas de hipertrofia (así refiere un cirujano cordobés del siglo décimo que habla de mujeres dotadas de un clítoris descomunal que en erección semejaba un pene y eran capaces de copular con él). Aún se practica esta costumbre en algunos países musulmanes al cumplir la niña nueve años. En Europa era usual para sanar a las muchachas enfermas de hipermasturbación. Covarrubias refiere la introducción de la ablación a un tal Andrómito, rey de Lidia, para mayor vicio y continuo uso dellas.... Pero es a Semíramis, la reina asiria fundadora de Babilonia, a quien la leyenda atribuye esta práctica.


La castración ha sido fruto de distintas motivaciones. Desde el sacrificio (para acceder a altos cargos en la corte egipcia, sectas de sacerdotes, o para mantenerse en una castidad inevitable) y el castigo (los guerreros cristianos hechos prisioneros en al-Andalus terminaban como guardianes del harén especializados en servicios domésticos, felaciones y cunilingus), hasta cierta castración voluntaria relacionada con dos aspectos fundamentales: el cambio de sexo y la tradición afeminada en el teatro y el canto. Al-Andalus fue especialista en operaciones de cambio de sexo y mantenía verdaderas factorías de castrados en las cercanías de Almería, según refiere Eslava Galán. Éste toma de al Muqaddasi la narración de una operación:

Se le cortaba el pene de un tajo, sobre un madero. Después se le hendían las bolsas y se les sacaban los testículos (...). Pero a veces el testículo más pequeño escapaba hacia el vientre y no se extirpaba, por lo que éstos tenían después apetito sexual, les salía barba y eyaculaban (...). Para que cicatrizara la herida se les ponía durante unos días un tubo de plomo por el que evacuaban la orina.

En cuanto a la costumbre de conseguir voces atipladas, en aquellos niños que despuntaban en facultades para el canto, se realizaba la castración para lograr un timbre de voz agudo y potente. Se dio sobre todo en Italia y España, siendo sus finalidades los coros de la Capilla Sixtina del Vaticano y el de los Seises de la Catedral de Sevilla. Así conservaban voces de contralto y soprano capaces de registros portentosos que podían abarcar tres escalas y media. Ya en el año 325, el Primer Concilio de Nicea prohibió la castración, como lo había hecho la Lege Corneliae de Domiciano, al extenderse el negocio de los pueri delicati (niños castrados para su uso en gineceos). Sería León XIII (1877-1903) quien prohibiese la utilización de castrados en el Vaticano. Moreschi uno de los últimos castrati murió en 1922.

La castración ha tenido varias formas de ejecución. Desde la extirpación radical referida por al Muqaddasi, al maznamiento (estrujamiento o quemazón) que describe Covarrubias, el cual consistía en el desmenuzamiento manual de los testículos. O las castraciones accidentales que aparecen en las Partidas de Alfonso X, donde también es definida la castración: los que pierden por alguna ocasión que les aviene, aquellos miembros que son menester para engendrar: así como si alguno saltase algún seto de palos, que trabase en ellos, y que los rompiese; o que se los arrebatase algún oso, o puerco, o can, o que se los cortase algún hombre, o que se los sacase, o por otra manera cualquiera los perdiese. Para finalizar, la castración ha sido también uso propio del masoquismo, o la febrilidad religiosa extrema: los hijras hindúes se vestían con ropas de mujer y reclutaban niños para su correspondiente castra; la secta de los Skoptzys rusos se castraban para así no pecar contra el sexto mandamiento y hacer uso indebido de su cuerpo. Posiblemente ello se deduzca de un pasaje del Nuevo Testamento (Mateo, 19,12): Et sunt eunnuchi, qui se pisos castraverunt propter regnum coelorum. Hay eunucos que se castraron por el reino de los cielos.

Alfonso Salazar

BIBLIOGRAFIA
Historia secreta del sexo en España. Juan Eslava Galán. Ed. Temas de Hoy SA. Madrid,1991.
Enciclopedia del Erotismo. Camilo José Cela, Ed. Destino SA. Barcelona,1990.
Una de legislación comparada. Inocencio Albo Sañudo. Revista Noviembre nº 8. Oviedo,1992.
La Santa Biblia. AAVV. Ed. Paulinas. Madrid, 1979.
Pequeños epigramas latinos versionados. Ausonio de Oviedo. Ed. Vértigo, 1995.

viernes, 15 de noviembre de 2013

MIS IMPRESCINDIBLES

Aún siendo consciente de los difícil y arbitrario de una lista de preferencias, mis alumnos del Curso de Escritura Creativa, del módulo ESCRIBIR Y SENTIR, me piden que elabore una lista de aquellas obras literarias que considero imprescindibles. Se entiende que para la formación de un lector. Y como ese lector soy yo, aquí van mis preferencias. Uno con esto, queda retratado.

(solo 150 y no están todos)



¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick
13 barras y 48 estrellas, de Rafael Alberti
A sangre fría, de Truman Capote
Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll
Azul, de Rubén Darío
Bartleby, el escribiente, de Herman Melville
Canto a mí mismo, de Walt Whitman
Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu
Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
Cinco horas con  Mario, de Miguel Delibes
Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique
Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievsky
Crónicas marcianas, de Ray Bradbury
Cuaderno de Nueva York, de José Hierro
Cuentos completos, de Edgar Allan Poe
Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga
Cuentos, de Antón Chéjov
Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand
Diez negritos, de Agatha Christie
Don Juan Tenorio, de José de Zorrilla
Drácula, de Bram Stoker
El Aleph, de Jorge Luis Borges
El almuerzo desnudo, de William Burroughs
El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez
El baile, de Irène Némirovsky
El caballero y la muerte, de Leonardo Sciascia
El collar de la Paloma de Ibn Hazm
El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas
El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad
El crimen del cine Oriente, de Javier Tomeo
El decamerón, de Giovanni Bocaccio
El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce
El evangelio según Jesucristo, de José Saramago
El extranjero, de Albert Camus
El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa
El gran Gatsby, de Scout Fitzgerald
El guardián entre el centeno, de JD Sallinger
El hombre delgado, de Dashiell Hammet
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes
El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina
El lamento de Portnoy, de Philip Roth
El lector, de Bernhard Schlink
El libro de la selva, de Rudyard Kipling
El libro de las maravillas, de Marco polo
El mal poema, de Manuel Machado
El mundo de Juan Lobón, de Luis Berenguer
El nombre de la rosa, de Umberto Eco
El poema de la rosa als llavis, de Joan Salvat Papasseit
El policía que ríe, de Maj Sjöwall y Per Walhöö
El rayo que no cesa, de Miguel Hernández
El señor de los anillos, de JRR Tolkien
El tercer hombre, de Graham Green
El topo, de John Le Carré
El túnel, de Ernesto Sábato
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway
Epigramas, de Ernesto Cardenal
Epístolas morales a Lucilio, de Séneca
Ese dulce mal, de Patricia Highsmith
España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo
Expedición de catalanes y aragoneses contra turcos y griegos, de Francisco de Moncada
Ficciones, de Jorge Luis Borges
Follas novas, de Rosalía de Castro
Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós
Frankenstein, de Mary Shelley
Guerra y Paz, de Leon Tolstoi
Habitaciones, de Louis Aragon
Hamlet, de William Shakespeare
Historia Universal de la infamia, de Jorge Luis Borges
Historias de cronopios y famas, de Julio Cortázar
Huérfanos de Brooklyn, de Jonathan Lethem
Iluminaciones, de Arthur Rimbaud
Inventarios, de Mario Benedetti
La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender
La canción del verdugo, de Norman Mailer
La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca
La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza
La conciencia de Zeno, de Italo Svevo
La conjura de los necios, de John Kennedy Toole
La divina comedia, de Dante
La espuma de los días, de Boris Vian
La fuga, de Eduardo Mignogna
La hora estelar de los asesinos, de Pavel Kohout
La Ilíada, de Homero
La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson
La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler
La metamorfosis, de Franz Kafka
La Odisea, de Homero
La plaza del Diamante, de Mercé Rodoreda
La promesa, de Friedrich Dürrenmatt
La realidad y el deseo, Luis Cernuda
La vida es sueño, de Calderón de la Barca
Las aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle
Las cenizas de Ángela, de Frank McCourt
Las cenizas de Gramsci, de Pier Paolo Passolini
Las flores del mal, de Charles Baudelaire
Las mentiras de la noche, de Gesualdo Bufalino
Las personas del verbo, de Jaime Gil de Biedma
Libro del Buen Amor, de Arcipreste de Hita
Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa
Lolita, de Vladimir Nabokov
Los fantasmas del sombrero, de Georges Simenon
Los jinetes del alba, de Jesús Fernández Santos
Los mares del sur, de Manuel Vázquez Montalbán
Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift
Luces de Bohemia, de Ramón María del Valle-Inclán
Madame Bovary, de Gustave Flaubert
Miss Lonelyhearth, de Ntahanael West
Moby Dick, de Herman Melvilla
Mystic River, de Dennos Lehane
Niebla, de Miguel de Unamuno
Nuestros antepasados, de Italo Calvino
Obras incompletas, de Gloria Fuertes
Oliver Twist, de Charles Dickens
Otra vuelta de tuerca, de Henry James
Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa
Paroles, de Jacques Prevert
Paseo de los tristes, de Javier Egea
Persuasión de los días, de Oliverio Girondo
Peter Pan, de J. M. Barrie
Pisando los talones, de Henning Mankell
Plata quemada, de Ricardo Piglia
Poemas, de Heinrich Böll
Poemas, de Vladimir Maiakovsky
Poesía completa, Conde de Villamediana
Poesía completa, de San Juan de la Cruz
Poesía completa, Gabriel Bocángel
Poesía completa, Garcilaso de la Vega
Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca
Primavera en Eaton Hastings, de Pedro Garfias
Rayuela, de Julio Cortázar
Rebelión en la granja, de George Orwell
Rimas, de Gustavo Adolfo Bécquer
Robinson Crusoe, de Daniel Defoe
Rubayat, de Omar Kheyyam
Si esto es un hombre, de Primo Levi
Si te dicen que caí, de Juan Marsé
Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino
Soleá, de Jean-Claude Izzo
Soledades, de Antonio Machado
Sonetos del portugués, de Elizabeth Barret-Browning
Sonetos, de Francisco de Quevedo
Suite francesa, de Irène Némirovsky
Todos nosotros, de Raymond Carver
Un día volveré, de Juan Marsé
Un mundo feliz, de Aldous Huxley
Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain
Una investigación filosófica, de Philip Kerr
Veinte poemas de amor, de Pablo Neruda
Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne
Vida de este chico, de Tobias Wolf

miércoles, 6 de noviembre de 2013

RETRATO (s) de MANUEL y ANTONIO MACHADO




RETRATO
(Manuel Machado)

Esta es mi cara y ésta es mi alma: leed.
Unos ojos de hastío y una boca de sed...
Lo demás, nada... Vida... Cosas... Lo que se sabe...
Calaveradas, amoríos... Nada grave,
Un poco de locura, un algo de poesía,
una gota del vino de la melancolía...
¿Vicios? Todos. Ninguno... Jugador, no lo he sido;
ni gozo lo ganado, ni siento lo perdido.
Bebo, por no negar mi tierra de Sevilla,
media docena de cañas de manzanilla.
Las mujeres... -sin ser un tenorio, ¡eso no!-,
tengo una que me quiere y otra a quien quiero yo.

Me acuso de no amar sino muy vagamente
una porción de cosas que encantan a la gente...
La agilidad, el tino, la gracia, la destreza,
más que la voluntad, la fuerza, la grandeza...
Mi elegancia es buscada, rebuscada. Prefiero,
a olor helénico y puro, lo "chic" y lo torero.
Un destello de sol y una risa oportuna
amo más que las languideces de la luna.
Medio gitano y medio parisién -dice el vulgo-,
Con Montmartre y con la Macarena comulgo...
Y antes que un tal poeta, mi deseo primero
hubiera sido ser un buen banderillero.
Es tarde... Voy de prisa por la vida. Y mi risa
es alegre, aunque no niego que llevo prisa.


 RETRATO
(Antonio Machado)

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último vïaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

viernes, 1 de noviembre de 2013

EL NÚMERO PI de Wislawa Szymborska




Digno de admiración es el número Pi
tres coma catorce.
Todas sus siguientes cifras también son iniciales,
quince noventa y dos porque nunca termina.
No deja abarcar sesenta y cinco treinta y cinco con la mirada,
ochenta y nueve con los cálculos
sesenta y nueve con la imaginación,
y ni siquiera treinta y dos treinta y ocho con una broma o sea comparación
cuarenta y seis con nada
veintiséis cuarenta y tres en el mundo.
La serpiente más larga de la tierra después de muchos metros se acaba.
Lo mismo hacen aunque un poco después las serpientes de las fábulas.
La comparsa de cifras que forma el número Pi
no se detiene en el borde de la hoja,
es capaz de continuar por la mesa, el aire,
la pared, la hoja de un árbol, un nido, las nubes, y así hasta el cielo,
a través de toda esa hinchazón e inconmensurabilidad celestiales.
Oh, qué corto, francamente rabicorto es el cometa
¡En cualquier espacio se curva el débil rayo de una estrella!
Y aquí dos treinta y uno cincuenta y tres diecinueve
mi número de teléfono el número de tus zapatos
el año mil novecientos sesenta y tres sexto piso
el número de habitantes sesenta y cinco céntimos
centímetros de cadera dos dedos una charada y mensaje cifrado,
en la cual ruiseñor que vas a Francia
y se ruega mantener la calma,
y también pasarán la tierra y el cielo,
pero no el número Pi, de eso ni hablar,
seguirá sin cesar con un cinco en bastante buen estado,
y un ocho, pero nunca uno cualquiera,
y un siete que nunca será el último,
y metiéndole prisa, eso sí, metiéndole prisa a la perezosa eternidad
para que continúe.

domingo, 13 de octubre de 2013

12 DE OCTUBRE

«Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía señor, o don y tampoco usted; todos se trataban de «camarada» y «tú», y decían ¡salud! en lugar de buenos días.



Yo estaba integrando, más o menos por azar, la única comunidad de Europa occidental donde la conciencia revolucionaria y el rechazo del capitalismo eran más normales que su contrario. En Aragón se estaba entre decenas de miles de personas de origen proletario en su mayoría, todas ellas vivían y se trataban en términos de igualdad. En teoría, era una igualdad perfecta, y en la práctica no estaba muy lejos de serlo. En algunos aspectos, se experimentaba un pregusto de socialismo, por lo cual entiendo que la actitud mental prevaleciente fuera de índole socialista. Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada —ostentación, afán de lucro, temor a los patrones, etcétera— simplemente habían dejado de existir. La división de clases desapareció hasta un punto que resulta casi inconcebible en la atmósfera mercantil de Inglaterra; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era amo de nadie.»

George Orwell (Homenaje a Cataluña)

sábado, 12 de octubre de 2013

AQUELLOS OJOS MÍOS DE 1910, de Federico García Lorca

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos,
ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.


Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.


Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,
en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,
en un jardín donde los gatos se comían a las ranas.


Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos,
cajas que guardan silencio de cangrejos devorados
en el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.


Allí mis pequeños ojos.


No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo! 

viernes, 20 de septiembre de 2013

DIARIO DEL HORROR

En 1942, la joven parisina Hélène Berr inicia un diario. Pero es judía. Anagrama publicó en 2009 un sobrecogedor texto donde se narra en primera persona la persecución nazi en la capital de Francia.




Hélène Berr fue una joven parisina que disfrutaba de largos paseos por el Boulevard Saint-Germain, los Jardines de Luxemburgo, los Campos Elíseos, en el año 1942. Decidió en abril, con veintiún años, comenzar a escribir un inocente diario. En aquellas primeras entradas nos contaba sobre sus amistades, los domingos en la casa de Aubergenville que servía de solaz a la familia, sus clases en el Instituto Inglés de la Sorbona, donde prepara un estudio sobre Shakespeare, las reuniones de amigos para interpretar música romántica, sus escarceos amorosos correspondidos y no correspondidos con diversos chicos. Inocente, a pesar de que la Batalla de Francia había sucedido dos años atrás -a pesar de que por aquel tiempo Irène Némirovsky sería deportada y fallecería en Auschwitz-, la vida de Hélène Berr era la típica de una chica burguesa que disfruta el sol primaveral de París, sus clases de violín, donde el hecho de que dos de sus hermanos se encuentren en la zona libre (libre, pero sujeta al régimen de Vichy) parece solo una contrariedad. Sus preocupaciones, al principio, van de un doloroso panadizo en el dedo a los cambios de humor de Gérard Lyon-Caen, un chico con el que había algo más que una amistad.

Una joven volátil, entusiasmada y enamorada de todo lo que la vida podría depararle. Estancias bajo los frambuesos campestres, ilusiones que traen los títulos académicos conseguidos y alegría ante el verano que se anuncia en 1942, cuando conoce a un encantador joven, Jean Morawiecki, a quien le une la devoción por la música romántica rusa. Pero Hélène Berr era judía. Y París, 1942 y Judaísmo eran los ingredientes precisos para la barbarie nazi.

La barbarie empieza en el Diario como si nada: su madre avisa a Hélène de la obligación de llevar una estrella amarilla cosida a la ropa. Se rebela, pero acepta llevarla como un símbolo de valentía. Las miradas compasivas, las repugnantes, las indiferentes, de las gentes que habitan las elegantes calles de París, pasan por el diario. Como la humillación de viajar en el último vagón, impuesta a los judíos en junio de 1942, a petición de las autoridades alemanas, por el prefecto del Sena. Son dos avisos que comienzan a remover la conciencia de la joven Berr. El encarcelamiento de su padre en el campo de internamiento de Drancy, aquel mismo mes de junio –“siempre hace bueno en las catástrofes”, escribe con candidez-, terminan por dar al Diario un cariz distinto, que en aumento hará aflorar la figura de la perseguida, la víctima consciente y limitada en su rebelión. Se alista a la UGIF, la asociación israelita impulsada por el Estado Francés para que sirviera de enlace entre la población judía y las autoridades nazis. Había quien pensaba que era un salvoconducto. Pero allí ahonda en la tragedia que le rodea, en los efectos de las retenciones y las deportaciones, la destrucción de las familias, la situación de abandono de menores judíos a los que Hélène lleva a pasear a las afueras de París, a quienes acompaña al médico, para quienes intenta localizar a sus padres desaparecidos. Jean Morawicki parte hacia España para alcanzar el norte de África, donde piensa adherirse a las fuerzas de la Francia Libre. Todo está cambiando: “vivimos hora tras hora, ya no semana tras semana”.

Llega el silencio. De noviembre de 1942 a octubre de 1943 el diario queda abandonado prácticamente. Ha nacido la consciencia del horror. Hélène sabe que hay dos partes bien diferenciadas en su relato. Hay apuntes anteriores que avisan, como cuando el pequeño Bernard le confiesa, tras la deportación de su madre y su hermana: “estoy seguro de que no volverán vivas”. La redada del Velódromo de Invierno que dirige Eichmann, de julio de 1942, se extiende en desapariciones y confinamientos. A partir de octubre del 43, Berr asume su obligación de “escribir sobre la realidad”. Ya no se trata de un diario de jovencita acomodada, sino una reflexión sobre su tiempo. Introduce debates basados en el Evangelio, análisis y referencias de obras literarias (Los Thibault de Roger Martin de Grand, Los Hermanos Karamazov de Dostoievsky, La vida de los mártires de Duhamel, El inmoralista de André Gide), toma notas para un trabajo sobre Keats, que nunca terminará, y la poesía del inglés se cuela en sus páginas. El Diario pasa a ser una prueba de vida.

Todo ha cambiado definitivamente: “ahora el sentido del humor me parece un sacrilegio”, escribe. Los alemanes detienen a compañeras de la UGIF, institución que se pensaba estaría a salvo de las redadas. Llegan noticias, rumores, de gases en campos de concentración. Los temores de la detención se suceden. Berr deambula por un París que parece no querer saber nada. Los cristianos se asombran de las historias que cuenta: no dan crédito. Exageraciones de judíos.

Hasta aquella parada en la escritura el diario estaba escrito hacia ella. Ahora, toma como auditorio a todos los que la escucharán en el futuro, a Jean Morawieczi, a quien dedica sus anotaciones. “Descansaremos cuando estemos muertos” remedando una cita de Chéjov, de El Tío Vania, anota. Huir o quedarse. Arrepentirse en el futuro, de cualquier manera. Nunca se sabe cuando llegará el golpe definitivo. Reflexiona sobre la condición de judío, eso que ella nunca se consideró. Los otros marcan, se anuncian las consideraciones de Sartre: es el antisemita quien creó al judío.

Ante el aluvión de detenciones, los rumores, las duras anécdotas que desbroza, las dudas sobre la información que llega –incluso sobre Katyn-, los Berr se trasladan y dejan su casa en Elisée Reclus –a metros de la Torre Eiffel- para refugiarse en pisos de conocidos. El Diario calló el 15 de febrero de 1944. Faltaba medio año para la liberación de París. Un mes más tarde, lo que queda de la familia Berr es detenida en su casa, adonde han vuelto: quizá fuese el cansancio, quizá la valentía o la comodidad. Quizá simplemente una confianza excesiva en su estrella.

El día que cumple 23 años, Hélène Berr es deportada con sus padres. Antoinette muere a fines de abril en una cámara de gas. Raymond es asesinado a finales de septiembre del mismo año en Auschwitz III. Hélène es evacuada de Auschwitz y en noviembre está internada en Bergen-Belsen, donde muere Ana Frank en marzo del 45. La joven Berr sobrevive poco más un mes. Pocos días antes de la liberación del campo muere de tifus, como la pequeña holandesa, como Irène Némirovsky.

Se ha comparado el Diario con el homónimo de Ana Frank. Pero el Diario de Ana Frank nunca ha superado pruebas de veracidad. Ha sido un excelente caldo del que han bebido los negacionistas. La obra de la ucraniana Irène Némirovsky –su Suite Francesa- se acerca al punto de vista de la segunda parte del Diario de Berr, si bien es cierto que no solo la calidad literaria les separa, sino la intención. Némirovsky escribe una novela que se trufa de la realidad, de la tempestuosa huida de París de 1940, de la estancia en los campos de la Francia de Vichy, donde soldados alemanes conviven con los pueblerinos. Una novela inacabada, que tenía en su estructura, anotada por la autora, una última parte denominada La Paix. La historia contada por Berr está a pie de calle. Podemos pasear con ella del Barrio Latino a Neully, de La Concorde al Campo de Marte. Y podemos acompañarla en los últimos meses, donde la consciencia del horror asaltó las notas del Diario.

Referencias:

Diario Helene Berr , Anagrama, 2009




Mapa de París, con indicaciones de los lugares que refleja Berr en su novela 


(https://maps.google.es/maps/ms?msid=200433027945728965407.0004e3eb74ace1c2cbff1&msa=0&ll=48.858503,2.3176&spn=0.073298,0.132351)



viernes, 13 de septiembre de 2013

El Rapto de Europa

Con un breve de Matías Verdón: "Cachurro y los querubines"


MÁS VALE CARTA EN MANO


LA SEMAINE


El viajero de sí mismo, de Pablo Rokha

Voy pisando cadáveres de amantes
y viejas tumbas llenas de pasado,
cubierto con cabello horripilante
del gran sepulcro universal tragado.

Acumulo mi yo exorbitante
y mi ilusión de Dios ensangrentado,
pues soy un espectáculo clamante
y un macho-santo ya desorbitado.

Mi amor te muerde como un perro de oro,
pero te exhibe en sus ancas de oro.
Wínétt, como una flor de extranjería.

Porque sin ti no hubiera descubierto
como una jarra de agua en el desierto
la mina antigua de mi poesía.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Reconstrucción, poema de Alfonso Salazar en el Proyecto PoetiCAL

AUSCHWITZ VÍA TEREZÍN

Cuando la Compañía E, 506 Regimiento de Infantería Paracaidista, 101 División Aerotransportada, del Ejército de Estados Unidos pasó la noche del 28 de abril de 1945 en Buchloe, cerca de Landsberg am Lech, a los pies de los Alpes, se toparon con su primer campo de concentración. Dice Stephen E. Ambrose que no se trataba de un campo de exterminio, sino de trabajo, perteneciente al complejo de Dachau. Ante el desolador panorama de cuerpos enflaquecidos, rostros desencajados, el teniente Winters, de la Compañía Easy, intentó que unas ruedas de queso guardadas en un sótano del edificio fuesen entregadas a los prisioneros desnutridos. Los médicos del Regimiento se lo desaconsejaron: aquellas personas habían pasado tanto tiempo sin comer a penas que un atracón de queso podía acabar definitivamente con sus quebradizas vidas.




Winters comunicó al General Taylor lo que habían encontrado. Éste impuso la Ley Marcial y obligó, a todos los habitantes de la vecina ciudad de Landsberg entre los catorce y los ochenta años de edad, a que se armaran de rastrillos y escobas para enterrar los cadáveres que yacían a la intemperie en Kaufering. Fue en aquel momento cuando todos los rumores y sospechas acerca de qué pasaba tras las vallas metálicas de aquel campo se confirmaron. Los vencidos alemanes pudieron comprobar, escarbando con sus propias manos, qué había hecho el Estado Nacionalsocialista con todos aquellos que no comulgaban con su doctrina, o simplemente, con todos aquellos que podrían retrasar la consecución de la gran raza aria y el Reich de los mil años.

La Compañía E siguió su camino hacia el Pico del Águila, la lujosa residencia de Hitler, pero la escena descrita se repitió en multitud de ciudades de Alemania y de los países sometidos. “Mirad lo que habéis hecho”, decían los soldados a los aturdidos ciudadanos. Helen Vick, enfermera en Bergen Belsen, cuando vio las piscinas cubiertas de cadáveres, dejó su profesión para siempre. Lo primero que hicieron los alemanes tras la derrota, además de limpiar los campos de concentración, fue intentar borrar las huellas del pasado, dedicándose a la escueta tarea de tachar las pintadas nacionalsocialistas de las paredes en ruinas.

La población alemana había adquirido el comportamiento nazi con la sencillez que se adaptan los grupos humanos a las situaciones de terror. Los verdugos de los campos de concentración eran personas ordinarias, no aberraciones psicológicas, como señaló Browning. Pero como indica también la profesora Moreno Feliu en su espeluznante etnografía sobre Auschwitz, también las víctimas eran ordinary people, “ninguna de las cuáles eligió ser víctima, también eran ciudadanos ordinarios, en su mayor parte alejados de los sistemas penales, cumplidoras de las leyes y de las normas culturales de sus comunidades”. Feliu analiza Auschwitz desde el punto de vista de los ritos iniciáticos de Van Gennep. Todo rito se sucede en tres fases: una preliminar en que se abandona el antiguo estatus. Es el momento de la detención, del terror, de la indefensión. Una segunda es la transición, una fase de ambigüedad, de incertidumbre. Generalmente sucedía en los trenes que atravesaban el Reich de una a otra punta cargados de detenidos que no sabían a ciencia cierta a dónde iban, ni para qué. Al fin y al cabo los alemanes les obligaban a cargar con sus pertenencias, con lo cuál se vislumbraba un posible futuro. Nadie viaja con maleta si no es para pasar una temporada fuera, y sobre todo, para volver y poder deshacer la maleta en casa. Quien nunca va a volver, o fuese camino de la muerte, no lleva pertenencias, como bien se sabe en los pasillos de condenados a la pena capital. Ésta segunda fase era más terrible aún que la primera. Conocemos las descripciones de familias apiñadas en vagones de ganado, la asfixia, el agua de las mangueras entrando por las ranuras de las paredes cuando un samaritano decidía dar agua a los sedientos.

La tercera fase es la rampa. La rampa del campo de concentración, la fase de desvinculación definitiva, en la que los seres humanos que debían renacer -en la estructura de los ritos de paso-, terminaban muertos en vida unos y gaseados muchos. La rampa decidía la vida y la muerte de una manera instantánea, era el momento de la separación de familias, hombres de mujeres, mujeres de niños, ancianos de hombres. El comandante del campo de Auschwitz, Rudolf Höss relata qué sucedía en la rampa: “La ruptura de familias y la separación de los hombres de las mujeres y niños causaba mucha agitación y extendía la ansiedad a todo el transporte que se incrementaba por la posterior separación de los aptos para el trabajo. Las familias deseaban a toda costa permanecer juntas. Los seleccionados corrían para unirse a sus parientes. Las madres con niños intentaban ir con sus maridos o los ancianos intentaban ir con sus hijos que habían sido seleccionados como aptos para el trabajo. A menudo la confusión era tan enorme que la selección tenía que comenzar de nuevo”.

Esos “aptos para el trabajo” -para la explotación, en resumen- obtendrían la posibilidad de una reincorporación. Los mejor dotados, y los que tuvieron suerte, se integraron en el campo. Allí llegaban sin nada, pues sus pertenencias, al menos en el caso de Auschwitz, iban camino de Kanada, los barracones de almacenaje donde se separaban los bienes preciados de los personales, donde comenzaba el círculo de negocio del campo de concentración. Los bienes preciados irían directamente a manos de la SS para su distribución por Alemania. El resto de bienes era clasificado por unos ochocientos prisioneros. Los bienes de las víctimas provenían de la cámara de gas de Birkenau. Y parte de ellos pasaban de nuevo a los prisioneros, pues sisarlos era la manera poder sobrevivir en el campo.

Álvaro Lozano plantea que no tiene tanta importancia la cuestión de los supervivientes si es comparada con la cuestión de los desaparecidos. A su juicio la banalización que realiza del Holocausto Steven Spielberg en La lista de Schindler constituye una traición a los millones de víctimas del nazismo que no tuvieron la fortuna de ser salvadas. Hay una visión en la que coinciden muchos supervivientes: Auschwitz no se puede contar. Y esa es la conclusión que saca Claude Lanzmann en “Shoah”, esa visita fantasmagórica a los campos de Chelmno, Treblinka y otros en suelo polaco. Lanzmann no recreó los campos, sino que los visitó acompañado de supervivientes. Como dice Simone de Beauvoir: “una de las grandes habilidades de Claude Lanzmann, ha consistido, verdaderamente, en contarnos el Holocausto desde el punto de vista de las víctimas, y también de los “técnicos” que lo hicieron posible y que, no obstante, rechazan cualquier tipo de responsabilidad. Uno de los más característicos es el burócrata que organizaba los transportes (…) no niega que los convoyes que se dirigían a los campos fueran, también, trenes especiales. Pero tiene la pretensión de no haberse enterado de que los campos significaban exterminio. Aquellos eran, pensaba él, campos de trabajo donde los más débiles terminaban por morir.” Aquí reaparecen los “ordinary people” de Browning, gente normal que no se dio por enterada, hasta que tuvieron que coger rastrillo y pala para enterrar miles de cadáveres.

Por eso, dice Álvaro Lozano, Spielberg escogió a Amon Göth, el verdugo de Plaszow, que se dedicaba a disparar con su rifle a los prisioneros sin importarle qué fueran, “era un personaje muy alejado del hombre corriente por lo que se adaptaba de maravilla a las necesidades de un villano para la gran pantalla (…) Göth se convertía en el arquetipo del asesino del Holocausto por antonomasia en la iconografía contemporánea”. Una vez conseguido el verdugo -que no es una persona ordinaria, sino que retoma el axioma de la aberración psicológica-, toda el agua del odio vuelve a su cauce. Pero ya nos avisó Robert Proctor, cuando nos dijo que las teorías y política racial nazi no fue producto de una banda de psicóticos o marginales, sino de profesionales y científicos. La teoría racista nazi no se apoyó en charlatanes, sino en médicos y biólogos de alto nivel científico. Esto es: no eran máquinas de criminalidad, ni desviaciones malignas de la ciencia, sino seres humanos, sin vuelta de hoja.

Como dice Lozano en su artículo, la lectura desde Hollywood del Holocausto había pasado de la víctima Anna Frank, al superviviente Elie Wiesel, y de ahí al creador de la representación del Holocausto: Spielberg. Las películas de Hollywood se apoderan de la Historia, el Pensamiento Único re-interpreta para todos nosotros, y nosotros somos re-presentados a la Historia. Basta señalar la referencia que hace Lozano a cómo Hillary Clinton señaló en el Congreso el parecido entre la huida de los refugiados kosovares y La Lista de Schindler, a lo que un disidente serbio replicó sin ambages en The New York Times: “las personas que aprenden historia en las películas de Spielberg no deberían decirnos cómo tenemos que vivir”.

El uso de Schindler como icono, en palabras de Lozano, supone que, de todas las historias que pudo elegir Spielberg, “eligió la más marginal y exótica: un rescatador nazi-cristiano”. Pudieron ser otros: Wallenberg, Irene Sendler, Arístides de Souza, Sanz Briz o Tuvia Bielski. Otros rescatadores, con un mayor número de vidas salvadas a sus espaldas, aunque uno sueco, otra polaca, un portugués, un español, un partisano polaco judío... Pero el nazi-cristiano, era desde luego, una imagen más reconciliadora. Como si el Holocausto tuviese posibilidad alguna de conciliación.

Irène Némirovsky, escritora ucraniana asentada en Francia escribió Suite francesa, una novela que podemos llamar de proceso e inacabada. Ante la llegada de las fuerzas alemanas en 1940, miles de personas huyen de París a las provincias, pues como indica Eric Wolf, de un modo más general: “los hogares campesinos son como santuarios ante los estragos que afligen a la gente en las ciudades”. Hacia esos santuarios se dirige Némirovsky, con dos hijas de corta edad, hacia el sur, atravesando la línea de demarcación, intentando alcanzar una quimérica zona libre en la Borgoña, bajo el dominio perverso del Gobierno colaboracionista de Vichy. Se cruzaron con los despojos del ejército francés y con el paso triunfal de las columnas germanas. En el santuario campesino comenzó a escribir Suite Francesa, cuya primera parte Tempestad en Junio es un impresionante fresco de la atropellada marcha en fuga de las columnas de refugiados. La referencia inmediata era la Primera Guerra, donde se produjeron escenas que en aquel verano de 1940 ofrecían la sensación de déjà vu.

Irène Némirovsky no vería el final de aquello, el remate de la historia que conocemos: la derrota del ejército nazi y el desvelo de la barbarie. Sus notas, esas que reflexionan sobre el devenir de su novela y que intituló “Sobre la situación de Francia”, se interrumpen el 11 de julio de 1942. Comienza entonces la otra novela, esa que fue cruelmente real, la que le condujo a la gendarmería de Pithiviers y desde allí el largo viaje hasta Auschwitz-Birkenau. Su marido, Michel Epstein, movió todos sus precarios contactos para poder recuperarla, retornarla a Francia, e incluso propuso intercambiarse por ella. La respuesta del Gobierno francés fue entregarlo a él mismo a los alemanes. Irène moriría en agosto del mismo año 1942, posiblemente el asma crónico ayudó a hacer más difícil ese precario mes de vida última. Su esposo fue ejecutado en el mismo lugar tres meses más tarde. Sus dos hijas pequeñas fueron perseguidas en la propia Francia, siendo francesas pero judías, y salvaron la vida con fortuna y gracias a los desvelos de amigos cercanos a la familia.

Némirovsky no pudo tan siquiera imaginar Auschwitz, pero fue lo que vivió. Finalizada la guerra, sus hijas esperaron en vano la vuelta de sus padres en el andén de la estación. No pudo alcanzar la lista de los supervivientes, esos que en palabras de Primo Levi: “han experimentado remordimiento, vergüenza, dolor en resumen, por culpas que otros y no ellos habían cometido, y a los cuales se han sentido arrastrados, porque sentían que cuanto había sucedido a su alrededor en su presencia, y en ellos mismos, era irrevocable. No podría ser lavado jamás”. Levi terminó, aparentemente, suicidándose cuarenta años después, teniendo aún en su brazo un número -“nos quitarán hasta el nombre”, dijo-, inscrito con tinta Pelikan, el proveedor nazi.

Para Levi y otros muchos, las verdaderas víctimas no fueron los supervivientes, sino los muchísimos y muchísimas némirovskys, un listado que se nos antoja eterno. Que la población alemana –y la de sus aliados, y la de los neutrales, y la de sus enemigos- fuese o no consciente de la tremenda suspensión de moral que significaron los campos de concentración, es una cuestión que hizo sangre en la memoria de los alemanes durante la segunda mitad del siglo XX y que sigue haciéndola. Schlink reflexiona sobre ello en El lector. Sebald incluyó uno de los inquietantes reversos de la barbarie –el otro es la aniquilación atómica de Hiroshima y Nagasaki- en Sobre la historia natural de la destrucción, donde reflexiona sobre la destrucción de las ciudades alemanas y su exclusión de la memoria colectiva. En 1948 Marcuse y Heidegger se carteaban agriamente sobre la culpa. Casi cuarenta años después, en 1986, Habermas y Nolte discutían sobre el mismo asunto. Pero Jaspers en El problema de la culpa había dicho que “el terror produjo el sorprendente fenómeno de que el pueblo alemán participara en los crímenes del Führer. Los sometidos se convirtieron en cómplices. Desde luego, en una medida limitada pero, de forma tal, que personas de las cuales nunca uno lo hubiera esperado (…) asesinaron también concienzudamente y, siguiendo órdenes, cometieron los otros crímenes en los campos de concentración. (…) Nos robaron la libertad, primero la interna y luego la externa. Pero fueron posibles (los jefes nazis) porque tantas personas no querían ser libres, no querían ser autorresponsables. Hoy tenemos las consecuencias de esta renuncia”.

Como dijo Elliot, “el pasado está presente en el futuro”. Es la conclusión a la que llegan muchos de los historiadores, aunque su apuesta de cómo interpretar qué sucedió difiera tanto como lo hace la propuesta de Habermas de la de Nolte. Y es ésta la luz que guía Poemas a quemarropa.

Poemas a quemarropa vuelve la vista hacia Theriesenstadt, hoy Terezin, sesenta kilómetros al norte de Praga. Presentada como una ideal colonia judía, fue en realidad un campo de concentración, parada y maldita fonda camino de Auschwitz. La mascarada llegó hasta la grabación de un documental en 1944 con dirección de Kurt Gerron  que recogiese el bienestar que el Reich prestaba a los judíos. El director y su familia fueron asesinados en Auschwitz al finalizar el rodaje. Thesiesenstadt fue un campo extraño, quizá por la masiva presencia de judíos daneses –los que no pudieron huir a Suecia-, y el control que la Cruz Roja Internacional intentó mantener con una constante atención al Campo. La creación artística tuvo cabida en el campo, un fenómeno nada común en un espacio de tránsito hacia la suspensión del orden moral. Quizá su dimensión de estación intermedia hacia Auschwitz permitió que pudiera aflorar la más característica de las actividades humanas: la producción de cultura. Ahí está el estreno de Brundibar de Hans Krasa, que también morirá después en Auschwitz. Y las obras pictóricas infantiles que fueron posibles gracias a la implicación de la prisionera Federika Dicker Brandeis, una artista criada en la Bauhaus, que utilizó la enseñanza del Arte como terapia. Se recuperaron casi 4.500 obras, que fueron utilizadas como prueba en el Juicio de Nüremberg y expuestas en el Museo Judío de Praga y la Sinagoga Pinkas de la misma ciudad. Dicker Brandeis también fue asesinada en Auschwitz-Birkenau.

Quizá el dolor de las víctimas, la dimensión de la barbarie, tiene en las víctimas infantiles su manifestación más extrema. La maquinaria de muerte nunca hizo distingos. El orden moral estaba en suspenso en su concepción y la solidaridad humana no tenía lugar en el interior del campo, ni como humanidad, ni como mutuo apoyo, ni siquiera como el más sencillo respeto. Poemas a quemarropa recuerda a aquellos pequeños alumnos de Friedl Dicker Brandeis, discípulos-nietos de Paul Klee, que murieron en los campos de concentración. Los desaparecidos.

Alfonso Salazar, septiembre 2010.
Un epílogo a "Poemas a Quemarropa", de Juan Carlos Friebe

En este texto se citan frases de los libros En el corazón de la zona gris. Una lectura etnográfica de los campos de Auschwitz, de Paz Moreno Feliu, Trotta, 2010. Shoah de Claude Lanzmann, Tiempo al tiempo, 2003. El Holocausto y la cultura de masas de Álvaro Lozano, Melusina, 2010. El problema de la culpa de Karl Jaspers, Paidós, 1998. Y la trilogía de Primo Levi Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados, todas ellas editadas por Muchnik.