lunes, 29 de diciembre de 2014

LA NOCHE MÁS LARGA

Es sencillo imaginar cómo los habitantes del hemisferio norte, hace milenios, descubrirían que, en el curso de las estaciones, las noches se alargaban hasta que alcanzaban su máxima dimensión horaria en el inicio del duro invierno. Este fenómeno repetido estación tras estación parece poco trascendente en la actualidad, pero en unas sociedades cuya única energía lumínica era el fuego, el aumento de las horas de oscuridad marcaría con fiereza la vida cotidiana. Es el momento que los científicos posteriores llamarían solsticio de invierno, pero que en otros tiempos simplemente quedaba simbolizada por la victoria anual del sol frente a la oscuridad.




Es sencillo suponer que semejante fenómeno, condicionante del trabajo, la vida social y económica tuviese una interpretación religiosa, mítica, y de ahí que muchos dioses venerados en la Antigüedad en el hemisferio norte tengan su momento de nacimiento coincidente con el sol vencedor de las tinieblas. Cercano el 21 de diciembre de nuestro actual calendario, en el hemisferio norte el sol alcanza su posición de declinación sur máxima respecto al ecuador y alcanza el cenit al mediodía sobre el Trópico de Capricornio. Fueron posiblemente romanos y celtas los que comenzaron a festejar este triunfo, el simbólico renacer del Sol, denominado Sol Invictus, mezclado en Roma con tradiciones provenientes de Oriente que reunían a Helios con Mitra, a El Gabal con el fortalecimiento del Sol como principal divinidad del panteón romano, en tiempos de Aureliano.

Otro sencillo cálculo sobre los datos bíblicos propició una feliz coincidencia para la incipiente iglesia cristiana a principios del primer milenio. Ya que los profetas debían fallecer el mismo día en que fueron concebidos, como señalaba cierta tradición hebrea, calcularon que, si Jesús murió un 25 de abril, echando las cuentas del periodo de embarazo terrenal de una virgen –eso sí, sin que pudiesen tener como referencia la última fecha de menstruación- la fecha de alumbramiento debía ser el 25 de diciembre, que curiosamente coincidía con las fiestas romanas de las Saturnales –en honor a Saturno, proclamadas en los tiempos que Roma sufría el acoso de Aníbal- y las Brumales –instituidas por Rómulo en honor del Baco, características por el exceso en la bebida, la comida y la relajación de las costumbres. Sería en tiempos de Constantino, que hizo uso de la insignia del Sol triunfador, cuando tres siglos después del nacimiento en Belén, se impusiera la tradición de la Natividad. En Europa Oriental, en la iglesia ortodoxa, al uso del calendario juliano se debe añadir la celebración de la Epifanía, una fiesta posiblemente procedente de Egipto que tiene lugar el 6 de enero (curioso: nueve meses antes sería 6 de abril, fecha adoptada en las provincias orientales del Imperio romano para fijar la fecha de la muerte de Jesús).





Es cierto que las fuentes del Evangelio son parcas a la hora de establecer el nacimiento de Jesús. Solo Mateo y Lucas propician algunos detalles, que parecen muy contradictorios climáticamente con un invierno en Palestina. Pero el antioqueno Lucas es posible que extrajera las referencias de narraciones egipcias sobre el nacimiento milagroso de Horus. Hay otros dioses cuyo nacimiento parece ubicarse en ese arco del solsticio de invierno: Mitra, Atis, Buda, Krishna, Dionisio, Frey –dios escandinavo cuya celebración se realizaba con un árbol perenne adornado… Aunque existen tantas imprecisiones y contradicciones en las fechas y los días como siglos han pasado desde los inicios de sus adoraciones.

En la Roma imperial era costumbre adornar los habitáculos con luces, realizar regalos, así como profetizar qué traería el invierno en las fiestas del solsticio. Sería el papa Liberio, en 354, quien decretó que el nacimiento de Jesús fue el 25 de diciembre, a lo que se había adelantado en unos años la Iglesia alejandrina en el Concilio de Nicea de 325. Sucesivos concilios cristianos proscribieron las fiestas paganas, que fueron desplazadas de la celebración de la Natividad a la del Año Nuevo, coincidente con el undécimo mes del año, cuando los cónsules de Roma asumían el gobierno, pues en Roma, el año comenzaba en los primeros días de marzo. El calendario de César, denominado juliano, fue modificado por Gregorio XII en 1582, pasando a ser denominado gregoriano, y mantuvo el inicio del año en la fecha del 1 de enero.



El ahondamiento en el control del tiempo, característico de la Revolución Industrial -y luego expandido por el capitalismo, que llegará a medir no solo las estaciones, meses y días, sino también las horas, minutos y segundos- estableció para el mundo europeo las fiestas de Navidad y Año Nuevo, manteniendo una simbología propia del hemisferio norte. La colonización hizo el resto, propagando la celebración de unos pocos pueblos por todo el planeta.

Hay otros muchos “años nuevos” por el mundo que se suceden en distintas estaciones, aunque quizá el más apropiado para la vida diaria de la Europa actual sería la invención de la Revolución Francesa que instituyó el inicio del año el 22 de septiembre (primero de vendimiario en el calendario republicano francés) coincidente con el inicio de los actuales cursos escolares, las temporadas teatrales, el retorno de las vacaciones estivales y los periodos parlamentarios. Liberándose de esa manera no solo del dominio de las fases lunares, que por ejemplo señala aún los inicios de los años judíos e islámicos, sino de esa partición laboral que significan aún las modernas saturnalia.



Befanas, olentzeros, renos, Santa Claus, Reyes Magos, el tió de Nadal, belenes, pajes, alumbrados urbanos, pavos rellenos, langostinos, crismas, el milenario árbol de Yule convertido en sencillo árbol de navidad, el champán y el Niño Jesús, la misa del gallo, el Kris Kringle, villancicos, Grýla, invenciones literarias como el Grinch y Ebenezer Scrooge –la invención de Dickens que tanto hizo por recuperar el alicaído espíritu navideño en la Gran Bretaña de mediados el siglo XIX-, l´home dels nassos, l´Anguleru, el panettone y el turrón, San Nicolás y el Krampus, el caganer y los polvorones… como toda tradición cultural, según los territorios, así se forjan las celebraciones, con la mescolanza de innovaciones contemporáneas y el residuo de tipologías milenarias. Se incorporan elementos del pasado pagano a la religiosidad cristiana, se caracterizan personajes, se personifican cosas y animales, se preparan comidas y bebidas según la riqueza cultural de cada territorio. Se tienen en cuenta –en mayor o menor medida- las liturgias religiosas, se arrinconan las tradiciones para sustituirlas por las propuestas consumistas de la industria. Pero no dejan de pregonar por todo el hemisferio norte esa invitación de celebrar en grupos, clanes, fratrías, amistades y familias la victoria del sol, el reinicio de la cadencia de las estaciones, el fin de la noche más larga.


Alfonso Salazar

sábado, 20 de diciembre de 2014

EL TELÉFONO, 1877

Hace tiempo que se ensaya el sistema de transmitir el sonido por medio del teléfono: nuestros lectores saben que en la exposición de Filadelfia el Dr. Bell trasmitía a corta distancia despachos hablados en un aparato de su invención: recientemente ha hecho una prueba feliz limón extensión de 143 millas y Gray y otros físicos ensayan diversos sistemas para perfeccionarlo. Como el problema está resuelto en principio, contando con las aplicaciones y mejoras podemos ya imaginarnos lo que será dentro de algún tiempo una estación central de telégrafos, sobre poco más o menos, cuando los sonidos lleguen en todo su vigor por medio del teléfono.
En vez de martilleo monótono pero soportable, que hoy producen los aparatos que funcionan, entonces el extremo de cada cable será una boca abierta y habladora, voceando sin cesar; o un caño de armonía manando siempre óperas, conciertos y playeras; o la boca de un cañón que ensordece a quien acerca sus oídos; y ni la Bolsa, ni los mercados y la plaza de los toros en día de función, ni las sesiones más tumultuosas pueden dar idea del estruendo de aquella torre de Babel, donde se oirán a la vez discursos políticos, conversaciones particulares, arias cantadas por la Patti, los cañonazos de Oriente, el ruido de las cataratas del Niágara, los silbidos de un drama y la campana de Toledo. No habrá ausencia para los amantes porque podrán pelar la pava a través del Atlántico; se darán serenatas internacionales y el cazador que pierda un perro le silbará por todos los ámbitos del mundo. Los abonados a un teatro oirán la función desde la cama: ni la distancia impedirá que nos recite sus versos un poeta, ni evitará las reyertas conyugales. Los gobiernos introducirán alambres en todas las paredes, y los ministros harán gran consumo de algodón para los oídos. En aquel mundo estrepitoso hasta se oirá crecer la hierba y sólo podrán dormir los sordos.

La ilustración Española y Americano (22 de abril de 1877)


viernes, 12 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 1, PARA TAN LARGO VIAJE

FUENTE DEL HERVIDERO, JUNIO DE 1994

Cecilio es manco y lleva una pata de jamón colgada de su muñón derecho. Cada semana monta en su vieja Mobylette, bastante cascada, y se planta en los merenderos de los alrededores de la ciudad, tanto en la falda de la Sierra como en la Vega. A falta de playa y paseo marítimo, buenos son la Vega y el aire serrano en los bosquecillos. Porque aunque se trate de merenderos en vez de chiringuitos, sirven para lo mismo: beber y comer en compañía, charlar con los amigos, resolver o provocar disputas familiares, olvidar de dónde venimos y a dónde vamos, para disfrutar de dónde estamos.

Cecilio convoca una rifa. Vocifera por las mesas de las terrazas, entre las mesas cubiertas de platos de habas con huevo frito y solomillos de cerdo con patatas. Pasea durante un buen rato entre los comensales domingueros y les vende tiras de papel amarillas con diez números, grandes y en negrita, correlativos en cada una de ellas. Cuando ha vendido suficientes busca a algún niñito, una mano inocente, y entonces grita desde la terraza a los cuatro vientos que se va a dar cumplida cuenta del sorteo. La expectación nunca aparece: casi nadie atiende cuando el niño saca el número agraciado, rotulado con una desastrosa caligrafía en un naipe de baraja española.El niño sonríe con una carta mugrienta en la mano y sus padres lo felicitan. Cecilio pregona con su voz cazallera la cifra agraciada. Sabe perfectamente que el número ganador, borroso en un as de espadas, reside aún en su bolsillo, inmerso en las tiras no vendidas. Es el truco más sencillo que puede hacer un mago de tres al cuarto. Los comensales más ilusos miran su lista numerada y la reducen a una bolita de papel cuando comprueban que la inversión fue en vano. Cecilio se deja ver, menea el muñón, y el jamón balancea aromatizando el merendero como si fuese un monaguillo envejecido y apestoso que lleva un botafumeiro. Al rato, se marcha hacia otro ventorro cercano para seguir la farsa.

El niño rubio rubísimo que ha sacado el número sonríe a su padre. El sol de junio le ilumina el rostro y sus ojos marrones, muy oscuros, brillan casi negros, como incrustaciones de azabache. Padre e hijo, prendidos de la mano, se dirigen hacia el aseo. Un hombre les vigila desde el aparcamiento: disimula recogiendo unas bolsas de escombro, de ruda lona, sucias, descosidas, que introduce con lentitud en una furgoneta gris. Cuando vuelven a la mesa donde la familia ultima el postre, el niño lleva un brillante polo de fresa en la mano. La abuela le acaricia la cabecita casi blanca de rubia que es y mira de reojo a su nuera. «Ella no es feliz», piensa la anciana. El pequeño quiere jugar en el descampado que se abre generoso ante la terraza.


Un indicador de madera señala las veredas de la sierra, sus destinos: mucho más arriba, los caminos llevan a donde se supone que enterraron a algún rey granadino —pero musulmán—, a un monumento a la Virgen de las Nieves y, más veces de la cuenta, son caminos que conducen a excursiones imprudentes, que terminan en desapariciones y desgracias, desfallecidos de hambre, sepultados por rocas correosas. Incluso ahora, que se anuncia el verano en las camisetas de tirantes de las jóvenes, en los pantalones cortos de los muchachos, la Sierra es traicionera: los paisanos lo saben y la respetan.

La terraza está de bote en bote. Platos de morcilla y chorizo, de migas con ajos y tocino, de arroz recalentado con esqueletos de gambas casi vacías, jarras de cerveza fresca con abundante espuma, botellas de tinto de la casa pasan en bandejas portadas por camareros torpes —camareros puntuales, de fin de semana— por encima de las cabezas de los grupos en jolgorio. Las fiestas de la ciudad están cercanas, el mes de junio recién nacido y los bolsillos se permiten alegrías a pesar de las persistentes consecuencias de la crisis económica de 1993.

Son las tres y media de la tarde cuando el pequeño se dirige al descampado. Otros niños juegan al fútbol entre los terrones. Algunas niñas —y algún varón— recogen piñas resecas, piedras de pedernal, ramilletes de florecillas que no llegarán frescos a casa y quedarán olvidados en la parte trasera de cualquier coche. Con paso vacilante anda el niño por el irregular terreno. Se sienta sobre una piedra y mira cómo dan balonazos dirigidos a ningún sitio. Tiene tres años pero parece tener más. Una niña lo acoge como bebé. Se lo llevan a jugar un poco más allá.

El padre y la madre discuten con desgana y resentimiento en presencia de la abuela. Los cafés se han evaporado y él apura un güisqui que poco a poco se va aguando, como la fiesta.

—No quiero quedarme a vivir en Granada. Si vas a trabajar en Sevilla, nos vamos a Sevilla… Todo el día en la carretera. No lo soportaría —se queja ella.

—Tanto tiempo viviendo por ahí fuera y ahora os empeñáis en vivir en Sevilla… Pero vamos, que por mí no os preocupéis… Soy una vieja y las viejas no pintamos nada. Aunque un nietecito es una alegría para una abuela... y con lo poco que me queda… —la anciana intenta terciar sin éxito en una discusión que considera provocada por ella, y deja caer sus desazones.

—Nos quedaremos aquí. La abuela tiene que estar cerca del crío… Aunque a ti te queda mucho tiempo por delante, Mamá: nos enterrarás a todos. Y, además, Alejandro va a estudiar en el mismo colegio que yo —el padre, con duro semblante, no ceja en su empeño y pide otro güisqui.

—A mí eso me da igual. Pero esté donde esté quiero una mucama con el niño. Con abuela o sin abuela. Me agota, me abruma —protesta la mujer, que mueve la cabeza como en una moviola lánguida y abre la boca en un bostezo anestesiado.

—¿Y el niño? ¿Dónde está el niño? —pregunta la abuela, inquieta.

—Le permites demasiado. No debiste dejarlo ir al descampado solo —recrimina el padre a la madre mientras gira la cabeza en todas las direcciones—. O bien es que no te importa un pimiento la criatura.

—Me parece que estaba allí —dice la madre con voz desganada y señalando el descampado con un dedo índice que apenas se levanta.


El padre se pone en pie y se dirige resueltamente al descampado. Busca y busca. Grita en el páramo de piedras con los brazos en jarras. Una furgoneta gris abandona apresuradamente el merendero. Pasaron más de tres horas. Luego se hizo de noche. No avisaron a la Guardia Civil.


Foto de Manuel M. Mateo







miércoles, 10 de diciembre de 2014

ARTÍCULO EN GRANADAIMEDIA

ENLAZA


Foto de Jesús García Latorre. Alfonso Salazar y Salvador Perpiñá.

viernes, 5 de diciembre de 2014

PARA TAN LARGO VIAJE. SINOPSIS.

Año 1996. Recientemente el Partido Popular ha ganado las Elecciones Generales. Un crepuscular Matías Verdón, el detective del Zaidín, recibe el encargo de una anciana para hallar a su nieto desaparecido dos años atrás. Pero tras el escaparate de una familia recta, formal y célebre, se esconden misterios y secretos que el detective tendrá que desvelar con la ayuda de su inseparable Desastres. La historia de un largo viaje se cruza en la investigación de Matías Verdón, una historia que se hunde en la ciénaga de las guerras yugoslavas y que termina por tener unas implicaciones políticas que el detective no esperaba.

Foto de Joaquín Puga