FUENTE DEL HERVIDERO, JUNIO DE 1994
Cecilio es manco y lleva una pata de jamón colgada de su
muñón derecho. Cada semana monta en su vieja Mobylette, bastante cascada, y se
planta en los merenderos de los alrededores de la ciudad, tanto en la falda de
la Sierra como en la Vega. A falta de playa y paseo marítimo, buenos son la
Vega y el aire serrano en los bosquecillos. Porque aunque se trate de
merenderos en vez de chiringuitos, sirven para lo mismo: beber y comer en
compañía, charlar con los amigos, resolver o provocar disputas familiares,
olvidar de dónde venimos y a dónde vamos, para disfrutar de dónde estamos.
Cecilio convoca una rifa. Vocifera por las mesas de las terrazas,
entre las mesas cubiertas de platos de habas con huevo frito y solomillos de
cerdo con patatas. Pasea durante un buen rato entre los comensales domingueros
y les vende tiras de papel amarillas con diez números, grandes y en negrita, correlativos
en cada una de ellas. Cuando ha vendido suficientes busca a algún niñito, una
mano inocente, y entonces grita desde la terraza a los cuatro vientos que se va
a dar cumplida cuenta del sorteo. La expectación nunca aparece: casi nadie
atiende cuando el niño saca el número agraciado, rotulado con una desastrosa caligrafía en
un naipe de baraja española.El niño sonríe con una carta mugrienta en la
mano y sus padres lo felicitan. Cecilio pregona con su voz cazallera la cifra
agraciada. Sabe perfectamente que el número ganador, borroso en un as de
espadas, reside aún en su bolsillo, inmerso en las tiras no vendidas. Es el
truco más sencillo que puede hacer un mago de tres al cuarto. Los comensales
más ilusos miran su lista numerada y la reducen a una bolita de papel cuando
comprueban que la inversión fue en vano. Cecilio se deja ver, menea el muñón, y
el jamón balancea aromatizando el merendero como si fuese un monaguillo
envejecido y apestoso que lleva un botafumeiro. Al rato, se marcha hacia otro ventorro
cercano para seguir la farsa.
El niño rubio rubísimo que ha sacado el número sonríe a su padre. El sol de junio le ilumina el rostro y sus ojos marrones, muy oscuros, brillan casi negros, como incrustaciones de azabache. Padre e hijo, prendidos de la mano, se dirigen hacia el aseo. Un hombre les vigila desde el aparcamiento: disimula recogiendo unas bolsas de escombro, de ruda lona, sucias, descosidas, que introduce con lentitud en una furgoneta gris. Cuando vuelven a la mesa donde la familia ultima el postre, el niño lleva un brillante polo de fresa en la mano. La abuela le acaricia la cabecita casi blanca de rubia que es y mira de reojo a su nuera. «Ella no es feliz», piensa la anciana. El pequeño quiere jugar en el descampado que se abre generoso ante la terraza.
Un indicador de madera señala las veredas de la sierra, sus
destinos: mucho más arriba, los caminos llevan a donde se supone que enterraron
a algún rey granadino —pero musulmán—, a un monumento a la Virgen de las Nieves y, más
veces de la cuenta, son caminos que conducen a excursiones imprudentes, que
terminan en desapariciones y desgracias, desfallecidos de hambre, sepultados
por rocas correosas. Incluso ahora, que se anuncia el verano en las camisetas
de tirantes de las jóvenes, en los pantalones cortos de los muchachos, la Sierra es traicionera: los
paisanos lo saben y la respetan.
La terraza está de bote en bote. Platos de morcilla y
chorizo, de migas con ajos y tocino, de arroz recalentado con esqueletos de
gambas casi vacías, jarras de cerveza fresca con abundante espuma, botellas de
tinto de la casa pasan en bandejas portadas
por camareros torpes —camareros puntuales, de fin de semana— por encima de las
cabezas de los grupos en jolgorio. Las fiestas de la ciudad están cercanas, el
mes de junio recién nacido y los bolsillos se permiten alegrías a pesar de las persistentes
consecuencias de la crisis económica de 1993.
Son las tres y media de la tarde cuando el pequeño se dirige al descampado. Otros niños juegan al fútbol entre los terrones. Algunas niñas —y algún varón— recogen piñas resecas, piedras de pedernal, ramilletes de florecillas que no llegarán frescos a casa y quedarán olvidados en la parte trasera de cualquier coche. Con paso vacilante anda el niño por el irregular terreno. Se sienta sobre una piedra y mira cómo dan balonazos dirigidos a ningún sitio. Tiene tres años pero parece tener más. Una niña lo acoge como bebé. Se lo llevan a jugar un poco más allá.
El padre y la madre discuten con desgana y resentimiento en
presencia de la abuela. Los cafés se han evaporado y él apura un güisqui que
poco a poco se va aguando, como la fiesta.
—No quiero quedarme a vivir en Granada. Si vas a trabajar en
Sevilla, nos vamos a Sevilla… Todo el día en la carretera. No lo soportaría —se
queja ella.
—Tanto tiempo viviendo por ahí fuera y ahora os empeñáis en vivir en Sevilla… Pero vamos, que por mí no os preocupéis… Soy una vieja y las viejas no pintamos nada. Aunque un nietecito es una alegría para una abuela... y con lo poco que me queda… —la anciana intenta terciar sin éxito en una discusión que considera provocada por ella, y deja caer sus desazones.
—Nos quedaremos aquí. La abuela tiene que estar cerca del crío… Aunque a ti te queda mucho tiempo por delante, Mamá: nos enterrarás a todos. Y, además, Alejandro va a estudiar en el mismo colegio que yo —el padre, con duro semblante, no ceja en su empeño y pide otro güisqui.
—A mí eso me da igual. Pero esté donde esté quiero una mucama con el niño. Con abuela o sin abuela. Me agota, me abruma —protesta la mujer, que mueve la cabeza como en una moviola lánguida y abre la boca en un bostezo anestesiado.
—¿Y el niño? ¿Dónde está el niño? —pregunta la abuela, inquieta.
—Le permites demasiado. No debiste dejarlo ir al descampado solo —recrimina el padre a la madre mientras gira la cabeza en todas las direcciones—. O bien es que no te importa un pimiento la criatura.
—Me parece que estaba allí —dice la madre con voz desganada y señalando el descampado con un dedo índice que apenas se levanta.
El padre se pone en pie y se dirige resueltamente al
descampado. Busca y busca. Grita en el páramo de piedras con los brazos en
jarras. Una furgoneta gris abandona apresuradamente el merendero. Pasaron más
de tres horas. Luego se hizo de noche. No avisaron a la Guardia Civil.
Foto de Manuel M. Mateo
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