viernes, 12 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 1, PARA TAN LARGO VIAJE

FUENTE DEL HERVIDERO, JUNIO DE 1994

Cecilio es manco y lleva una pata de jamón colgada de su muñón derecho. Cada semana monta en su vieja Mobylette, bastante cascada, y se planta en los merenderos de los alrededores de la ciudad, tanto en la falda de la Sierra como en la Vega. A falta de playa y paseo marítimo, buenos son la Vega y el aire serrano en los bosquecillos. Porque aunque se trate de merenderos en vez de chiringuitos, sirven para lo mismo: beber y comer en compañía, charlar con los amigos, resolver o provocar disputas familiares, olvidar de dónde venimos y a dónde vamos, para disfrutar de dónde estamos.

Cecilio convoca una rifa. Vocifera por las mesas de las terrazas, entre las mesas cubiertas de platos de habas con huevo frito y solomillos de cerdo con patatas. Pasea durante un buen rato entre los comensales domingueros y les vende tiras de papel amarillas con diez números, grandes y en negrita, correlativos en cada una de ellas. Cuando ha vendido suficientes busca a algún niñito, una mano inocente, y entonces grita desde la terraza a los cuatro vientos que se va a dar cumplida cuenta del sorteo. La expectación nunca aparece: casi nadie atiende cuando el niño saca el número agraciado, rotulado con una desastrosa caligrafía en un naipe de baraja española.El niño sonríe con una carta mugrienta en la mano y sus padres lo felicitan. Cecilio pregona con su voz cazallera la cifra agraciada. Sabe perfectamente que el número ganador, borroso en un as de espadas, reside aún en su bolsillo, inmerso en las tiras no vendidas. Es el truco más sencillo que puede hacer un mago de tres al cuarto. Los comensales más ilusos miran su lista numerada y la reducen a una bolita de papel cuando comprueban que la inversión fue en vano. Cecilio se deja ver, menea el muñón, y el jamón balancea aromatizando el merendero como si fuese un monaguillo envejecido y apestoso que lleva un botafumeiro. Al rato, se marcha hacia otro ventorro cercano para seguir la farsa.

El niño rubio rubísimo que ha sacado el número sonríe a su padre. El sol de junio le ilumina el rostro y sus ojos marrones, muy oscuros, brillan casi negros, como incrustaciones de azabache. Padre e hijo, prendidos de la mano, se dirigen hacia el aseo. Un hombre les vigila desde el aparcamiento: disimula recogiendo unas bolsas de escombro, de ruda lona, sucias, descosidas, que introduce con lentitud en una furgoneta gris. Cuando vuelven a la mesa donde la familia ultima el postre, el niño lleva un brillante polo de fresa en la mano. La abuela le acaricia la cabecita casi blanca de rubia que es y mira de reojo a su nuera. «Ella no es feliz», piensa la anciana. El pequeño quiere jugar en el descampado que se abre generoso ante la terraza.


Un indicador de madera señala las veredas de la sierra, sus destinos: mucho más arriba, los caminos llevan a donde se supone que enterraron a algún rey granadino —pero musulmán—, a un monumento a la Virgen de las Nieves y, más veces de la cuenta, son caminos que conducen a excursiones imprudentes, que terminan en desapariciones y desgracias, desfallecidos de hambre, sepultados por rocas correosas. Incluso ahora, que se anuncia el verano en las camisetas de tirantes de las jóvenes, en los pantalones cortos de los muchachos, la Sierra es traicionera: los paisanos lo saben y la respetan.

La terraza está de bote en bote. Platos de morcilla y chorizo, de migas con ajos y tocino, de arroz recalentado con esqueletos de gambas casi vacías, jarras de cerveza fresca con abundante espuma, botellas de tinto de la casa pasan en bandejas portadas por camareros torpes —camareros puntuales, de fin de semana— por encima de las cabezas de los grupos en jolgorio. Las fiestas de la ciudad están cercanas, el mes de junio recién nacido y los bolsillos se permiten alegrías a pesar de las persistentes consecuencias de la crisis económica de 1993.

Son las tres y media de la tarde cuando el pequeño se dirige al descampado. Otros niños juegan al fútbol entre los terrones. Algunas niñas —y algún varón— recogen piñas resecas, piedras de pedernal, ramilletes de florecillas que no llegarán frescos a casa y quedarán olvidados en la parte trasera de cualquier coche. Con paso vacilante anda el niño por el irregular terreno. Se sienta sobre una piedra y mira cómo dan balonazos dirigidos a ningún sitio. Tiene tres años pero parece tener más. Una niña lo acoge como bebé. Se lo llevan a jugar un poco más allá.

El padre y la madre discuten con desgana y resentimiento en presencia de la abuela. Los cafés se han evaporado y él apura un güisqui que poco a poco se va aguando, como la fiesta.

—No quiero quedarme a vivir en Granada. Si vas a trabajar en Sevilla, nos vamos a Sevilla… Todo el día en la carretera. No lo soportaría —se queja ella.

—Tanto tiempo viviendo por ahí fuera y ahora os empeñáis en vivir en Sevilla… Pero vamos, que por mí no os preocupéis… Soy una vieja y las viejas no pintamos nada. Aunque un nietecito es una alegría para una abuela... y con lo poco que me queda… —la anciana intenta terciar sin éxito en una discusión que considera provocada por ella, y deja caer sus desazones.

—Nos quedaremos aquí. La abuela tiene que estar cerca del crío… Aunque a ti te queda mucho tiempo por delante, Mamá: nos enterrarás a todos. Y, además, Alejandro va a estudiar en el mismo colegio que yo —el padre, con duro semblante, no ceja en su empeño y pide otro güisqui.

—A mí eso me da igual. Pero esté donde esté quiero una mucama con el niño. Con abuela o sin abuela. Me agota, me abruma —protesta la mujer, que mueve la cabeza como en una moviola lánguida y abre la boca en un bostezo anestesiado.

—¿Y el niño? ¿Dónde está el niño? —pregunta la abuela, inquieta.

—Le permites demasiado. No debiste dejarlo ir al descampado solo —recrimina el padre a la madre mientras gira la cabeza en todas las direcciones—. O bien es que no te importa un pimiento la criatura.

—Me parece que estaba allí —dice la madre con voz desganada y señalando el descampado con un dedo índice que apenas se levanta.


El padre se pone en pie y se dirige resueltamente al descampado. Busca y busca. Grita en el páramo de piedras con los brazos en jarras. Una furgoneta gris abandona apresuradamente el merendero. Pasaron más de tres horas. Luego se hizo de noche. No avisaron a la Guardia Civil.


Foto de Manuel M. Mateo







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