sábado, 28 de junio de 2014

LÁGRIMAS NEGRAS, de MIGUEL MATAMOROS (1894-1971)

Aunque tú me has dejado en el abandono
Aunque tú has muerto todas mis ilusiones
En vez de maldecirte con justo encono
En mis sueños te colmo,
En mis sueños te colmo de bendiciones

Sufro la inmensa pena de tu extravío
Siento el dolor profundo de tu partida
Y lloro sin que sepas que el llanto mío
Tiene lágrimas negras,
Tiene lágrimas negras como mi vida

Tú me quieres dejar
Yo no quiero sufrir
Contigo me voy mi santa
Aunque me cueste morir
Tú me quieres dejar
Yo no quiero sufrir
Contigo me voy mi santa
Aunque me cueste morir



jueves, 19 de junio de 2014

LA ESPAÑA REAL

Las estructuras pueden desvanecerse, pero son símbolos mientras están en pie y en tanto se hunden y se pudren. Incluso siguen siendo símbolos cuando el tiempo ha pasado sobre ellas, como apisonadora.

Este territorio que ahora algún político trasnochado, borracho de consejos de administración, llama “espacio público compartido” se le conoce en el resto del mundo como España, y antes se llamó las Españas, Imperio Español, Hispania, “este país” y otros muchas otras denominaciones. Siempre desde la trampa, que un buen filósofo desvelaría, de que juzgamos desde aquí y ahora lo que fue en otro tiempo y otro lugar. Por eso el resultado actual ha tenido distribuciones varias, flexibles extensiones, anexos, colonias, islas, tierras donde no se ponía el sol… Por aquí hubo guerras, conquistas, revoluciones, dictaduras y dictablandas, explotación, golpes de estado, persecuciones, expolios, exilios, expulsiones -muchas palabras con “ex”. Este territorio, este resultado casual, se resume actualmente en su vertebración espacial en una parte de la península ibérica, dos archipiélagos y dos ciudades norteafricanas. Pero como no puede presumir de una historia de buen gobierno, sigue dando vueltas en el sideral espacio del entendimiento en la busca de un acuerdo, un consenso que entronque sus realidades, sus lenguas diversas, sus sentimientos y sus banderas.


La disposición del planeta en países trazados por fronteras, en administraciones y gobernanzas más o menos afortunadas, parece a veces un sueño con indigestión. En las fronteras todo se filtra y se confunde, y ni siquiera en los centros de los territorios puede identificarse algo tan incorpóreo como la esencia nacional. Son estructuras pretendidamente sólidas –los estados- que se empeñan en pervivir, en un mundo fluido y cambiante, que se parapetan tras la unión de la Cultura, la Historia, la Lengua o las costumbres, y tratan de mantenerse firmes desde la convicción y la convención de que existe una administración que gobierna. El tema, lo sé, es mucho más complejo y hay cientos de sesudas obras que intentan explicar la cuestión del Estado y la Nación.



Pero sea como sea, cuando se trata de estructuras que se apoyan en conceptos democráticos de convivencia, es la suma de las opiniones de los ciudadanos quienes sustentan, aparentemente, y legitiman, oportunamente, el establecimiento de los poderes, y su simbología.

España es una monarquía constitucional. Hasta la fecha. No es una contradicción: una constitución no es inevitablemente una garantía de democracia. Plantear que el modo en que los ciudadanos se organizan es inamovible, es luchar contra el avance fatal del tiempo. La Historia ha demostrado que todo cambia, muchas veces a conveniencia de las generaciones de humanos coincidentes en tiempo y territorio.


La bifurcación Monarquía-República es un asunto con el que España brega desde hace siglos. Hace doscientos años el ejemplo francés y norteamericano cundió por parte del mundo entonces conocido. España llegó con retraso al empeño, con un caldo de cultivo propio, que muchas veces se ha juzgado deshilachado por sus variantes culturales y otras veces ha sido elogiado en su diversidad: según cante el gallo, según sirva para mostrar la marca del país, identificar individuales genios de la cultura o modernos héroes del deporte. Como las estructuras son símbolos, desde antes que nazcan y hasta después que mueran, levantar una u otra bandera, significa mucho más que el aprecio a un color u otro. No es nada nuevo.


La Constitución de 1978 aprobó, con el voto favorable de la mayoría de los españoles de entonces, un modelo de Estado, y una bandera. Ponen puertas al campo quienes pretenden que todo es inamovible. Juegan a las comparaciones odiosas quienes defienden que en la tradición vive la virtud y que constituciones tiene el planeta que han sobrevivido cientos de años. Es cuestión de cintura, de oportunidad de nacimiento. La gran mayoría de las constituciones surgieron de la revolución, de la demanda, de la exigencia a los poderes constituidos. La española surgió de una concesión a la calma, del miedo y de una herencia envenenada.

Plantear si la una es más cara que la otra es comparar géneros que nada tienen que ver: hay repúblicas baratas y monarquías caras, hay repúblicas costosas y monarquías de saldo. Todo depende de cuánto se quiere gastar la ciudadanía.

Sustentar que un modelo u otro es el más consensual, es algo que solo demuestra la máxima expresión de acuerdo, que es la suma matemática de la opinión de todos sus ciudadanos y sacar conclusiones.

Defender que la república es un proyecto exclusivamente de izquierdas, y democrático, es desconocer la historia de las repúblicas: hay repúblicas que no son democráticas y hay repúblicas que son dictaduras, de izquierda o de derecha. Y presumir que en las monarquías no existen políticas sociales es dar a esa cristalización simbólica de poder unas características de las que no goza.

En más de un país europeo los reyes son floreros, más o menos caros. A veces los reyes, que son símbolos siempre, plasman el orgullo de la historia y la esencia de la nación. Pero es muy probable que no sea el caso de España. Los vaivenes que fundaron este estado moderno así lo atestiguan. En cuanto la monarquía es un sencillo asunto sentimental, de cariño popular, donde la identificación se soporta en vítores del pueblo, souvenirs, escudos, selección nacional y procesiones por la capital, solo pervive tras esas manifestaciones la devoción del besamanos. El único besamanos decente se hace, por ahora, en las urnas y, siempre, en la política ciudadana activa y comprometida.


Promover que solo existe esa alternativa bifurcada de Jefe de Estado y Presidente de Gobierno, es escasez de miras. Hay estados sin doble representación, donde el jefe del gobierno es quien gobierna y representa el Estado, y punto.

Mantener una familia primus inter pares es una cuestión de estética con poca ética, con un tufo medieval, o si se apura, de Antiguo Régimen. Las monarquías modernas, constitucionales y decorativas son estructuras débiles, carne de papel cuché, dinosaurios en el museo. La igualdad se trabaja desde abajo.

Pero el símbolo es el símbolo. Y la aristocracia, los títulos nobiliarios, las dotaciones presupuestarias, la corte de banqueros exitosos, aforamientos y arbitrariedades, cabezas agachadas, reverencias, símbolos religiosos y militares, panegíricos unánimes de prensa y palacios vacíos e inútiles, súbditos frente a ciudadanos, desasosiegan. La inestabilidad que supondría la caída de la Monarquía preocupa por su simbología, por el miedo que provoca que las cosas cambien irremediablemente. Por si acaso lo establecido no es lo estable, y tras el descabezamiento de una antigua institución venga la de tantísimas otras que viven y perviven de prebendas e impunidades.


Temer los procesos constituyentes y pacíficos, más próximos o más futuros, es el reverso de la misma moneda que temió la primera transición hacia la democracia. Temer que la ciudadanía opine sobre los temas que le afectan, sobre los símbolos y las estructuras que se tambalean es un importante carácter de inmadurez. No todo ha de ser consultado, pero hay cuestiones que bien merecen una consulta. Sin miedo.

domingo, 1 de junio de 2014

LA DIGNIDAD Y LA INDIGNACIÓN

Que en las últimas elecciones ha ganado el Partido Popular y que el sostén de votos de los dos grandes partidos ha menguado de manera ostensible, lo dicen los números. Es cierto que los resultados no son extrapolables a la composición futura del Parlamento nacional, que pasará por las estrechas miras de la circunscripción provincial, esa que ahora parece más que nunca una estructura añeja y trasnochada. Al descenso del bipartidismo –cuya pujanza va por autonomías-, se ha unido una bocanada extraña al sistema tradicional cristalizada en Podemos, y otros partidos minoritarios. Los pequeños partidos suben, los grandes bajan.



Pero es muy probable que no se trate tanto de qué y mucho del cómo. No sabemos con cierta exactitud cuánto tiene que ver la revolución digital que ha reconvertido las relaciones sociales, y su espectro de modos de comunicación y participación, así como la crisis económica y social. Pero sí es cierto que ante las posibles respuestas de la ciudadanía, entre las que se podía esperar la del voto ultraderechista a la francesa, el censo electoral español ha optado por apostar escorado a la izquierda, y sobre todo, con más de un millón de personas prefiriendo un modelo diferente de participación.

El bandazo ha llevado al PSOE a reconvertir su método de elección de liderazgo -aunque, como siempre, a medias- y a las ofertas de izquierda clásica a mirar con otros ojos la herencia del 15M. Ya no se trata de quitar de en medio a la Vieja Guardia, sino de quitar la Guardia en sí, el partido enrocado. El Partido Político como instrumento entró en crisis y el galope de la abstención hizo el resto. Los partidos se quedaron en un castillo alejado de la realidad, criando y reproduciendo sus generaciones futuras, con el censo electoral en el tendido mirando y callando. A falta de análisis más profundos, uno tiene la impresión de que la movilización del voto hacia formaciones de diferente modo de acción, como Podemos, ha reclamado a muchos desengañados, al ofrecer la tenue esperanza de un modo diferente de hacer las cosas.



Las acusaciones, hacia una formación tan reciente -que poco ha mostrado, demostrado y que ahora toca levemente el poder, un poder singular y de arraigado escaso eco en la ciudadanía-, van desde el populismo al bolivarianismo, desde el acercamiento a las posiciones lepenistas como a la utopía programática. Pero el movimiento se demuestra andando: si estamos ante el inicio de un cambio en el modo político es algo que todavía no sabemos. Pero sí se percibe una movilización callejera, donde la política ha vuelto a la barra de los bares y las charlas de cigarrillo.

El populismo y la utopía programática son habituales reproches que los partidos tradicionales han enarbolado (junto al voto útil) para desmarcar las tendencias que no siguen los dictados de la partitocracia. Pero la utopía programática se sustenta muchas veces en una lectura radical (desde la raíz) de algunos presupuestos constitucionales y tratados internacionales. La ciudadanía organizada en Podemos cita a menudo el texto constitucional, aquel articulado progresista que nunca ha sido puesto en práctica. Y cita artículos de tratados firmados por el Estado en los últimos cincuenta años. Su implantación ha sido rápida y lo bastante dispersa para no considerarla un fenómeno local, sino una muestra de ecos unánimes. En casi todas las autonomías, la opción figura como cuarta o quinta fuerza de voto, y parece que por inesperada es más temible y un sinfín de salidas de tono corre por las tertulias de los medios de comunicación.



Podemos está pidiendo una reconversión de las más afiladas y contradictorias aristas del sistema: y es cierto, puede llamarse populismo a lo que la gente quiere oír, pero eso, no lo hace menos válido. El arte de la política tradicionalista enarbola la bandera de que lo justo es complicado e imposible, que desde fuera las cosas se ven fáciles, que los resortes del poder son complicados. Quizá la condena populista solamente camufla el temor y manifiesta el cautiverio. Pero ha de demostrarse en la práctica que la utopía es imposible, para que siga siendo utopía.

Su mercadotecnia ha utilizado las redes sociales, los presupuestos de campaña más austeros de la historia, el soporte de televisión, la figura emergente de jóvenes de treinta y tantos, y términos generalizadores -e inexactos, ambiguos, a veces-, pero de los que calan, como “la casta política”. En el electorado de Podemos, es probable, se mezclan decepcionados votantes del PSOE, abstencionistas recalcitrantes, votos antisistema de la derecha o la izquierda y votantes a quienes las propuestas de Izquierda Plural o Equo se le quedan cortas. Por eso, lo importante reside en el cómo antes que en el qué. Porque la propuesta de reorganización ciudadana, de participación activa, es un cambio de paradigma político.


La asimilación con los fenómenos políticos chavistas o lepenistas es un atrevimiento, o una lectura apresurada en todo caso. Podemos tiene un programa que se redactó para unas elecciones, la europeas. Pero es un proceso en marcha, vivo. La coincidencia de algunos de sus miembros en proyectos que hayan tenido relación con Venezuela, o la de postulados políticos que utiliza también la ultraderecha francesa son accidentes en un panorama que aún no se ha desenvuelto en su totalidad, donde abundan los espejismos, y donde se desarrollan las técnicas de enganche y camuflaje que suele utilizar el nacionalismo y la extrema derecha. A buen seguro, entre un millón doscientos mil votos pueden darse esas coincidencias ideológicas en algunos casos –o en bastantes-, pero es arriesgado presuponer que esos modelos (tan alejados, pero a la vez coincidentes en algunos aspectos) sean los que rijan en el futuro. Tan heterogéneo como fue el fenómeno del 15M, que permitió reconocer muchos movimientos que llevaban años fraguándose, de distintas procedencias e ideologías, es el proceso de Podemos.



Poner los recursos al servicio del ciudadano a través de recuperaciones estatales de sectores económicos, lucha contra el fraude y delito fiscal de las grandes empresas y los paraísos fiscales, una tributación más justa y redistributiva, la renta básica, los presupuestos participativos, la limitación de la acción de los lobbies y los oligopolios, la no discriminación, la garantía de los derechos fundamentales, la eliminación de las desigualdades, garantizar la educación, la vivienda, la ayuda a las personas dependientes, librar a los servicios públicos de los principios de competencia y mercantilización, replantear los referendums vinculantes,  promover medidas anticorrupción, incompatibilidad de los cargos públicos, limitación salarial de los cargos electos, el acceso al agua, la alimentación saludable, el sector energético al servicio de la sociedad … son principios básicos ante los que hay que retratarse y sobre los que se puede discutir largamente. Pueden ser populistas, por lo genérico. Pueden coincidir limitadamente con aspectos restringidos de dictaduras y grupos de ultraderecha –incluso la más siniestra dictadura tiene coincidencias puntuales y limitadas con la más inocente de las democracias. Puede ser un planteamiento utópico, por las cortas miras que lo juzguen. Pero en todo caso, sugieren que parte de la ciudadanía  ha dado un paso y quiere hacer de sus objetivos, Política.


Alfonso Salazar