Las estructuras pueden desvanecerse, pero son símbolos mientras
están en pie y en tanto se hunden y se pudren. Incluso siguen siendo símbolos
cuando el tiempo ha pasado sobre ellas, como apisonadora.
Este territorio que ahora algún político trasnochado, borracho
de consejos de administración, llama “espacio público compartido” se le conoce
en el resto del mundo como España, y antes se llamó las Españas, Imperio
Español, Hispania, “este país” y otros muchas otras denominaciones. Siempre
desde la trampa, que un buen filósofo desvelaría, de que juzgamos desde aquí y
ahora lo que fue en otro tiempo y otro lugar. Por eso el resultado actual ha
tenido distribuciones varias, flexibles extensiones, anexos, colonias, islas,
tierras donde no se ponía el sol… Por aquí hubo guerras, conquistas,
revoluciones, dictaduras y dictablandas, explotación, golpes de estado,
persecuciones, expolios, exilios, expulsiones -muchas palabras con “ex”. Este territorio,
este resultado casual, se resume actualmente en su vertebración espacial en una
parte de la península ibérica, dos archipiélagos y dos ciudades norteafricanas.
Pero como no puede presumir de una historia de buen gobierno, sigue dando
vueltas en el sideral espacio del entendimiento en la busca de un acuerdo, un
consenso que entronque sus realidades, sus lenguas diversas, sus sentimientos y
sus banderas.
La disposición del planeta en países trazados por fronteras, en administraciones y gobernanzas más o menos afortunadas, parece a veces un sueño con indigestión. En las fronteras todo se filtra y se confunde, y ni siquiera en los centros de los territorios puede identificarse algo tan incorpóreo como la esencia nacional. Son estructuras pretendidamente sólidas –los estados- que se empeñan en pervivir, en un mundo fluido y cambiante, que se parapetan tras la unión de la Cultura, la Historia, la Lengua o las costumbres, y tratan de mantenerse firmes desde la convicción y la convención de que existe una administración que gobierna. El tema, lo sé, es mucho más complejo y hay cientos de sesudas obras que intentan explicar la cuestión del Estado y la Nación.
Pero sea como sea, cuando se trata de estructuras que se
apoyan en conceptos democráticos de convivencia, es la suma de las opiniones de
los ciudadanos quienes sustentan, aparentemente, y legitiman, oportunamente, el
establecimiento de los poderes, y su simbología.
España es una monarquía constitucional. Hasta la fecha. No
es una contradicción: una constitución no es inevitablemente una garantía de
democracia. Plantear que el modo en que los ciudadanos se organizan es
inamovible, es luchar contra el avance fatal del tiempo. La Historia ha
demostrado que todo cambia, muchas veces a conveniencia de las generaciones de
humanos coincidentes en tiempo y territorio.
La bifurcación Monarquía-República es un asunto con el que
España brega desde hace siglos. Hace doscientos años el ejemplo francés y
norteamericano cundió por parte del mundo entonces conocido. España llegó con
retraso al empeño, con un caldo de cultivo propio, que muchas veces se ha
juzgado deshilachado por sus variantes culturales y otras veces ha sido
elogiado en su diversidad: según cante el gallo, según sirva para mostrar la
marca del país, identificar individuales genios de la cultura o modernos héroes
del deporte. Como las estructuras son símbolos, desde antes que nazcan y hasta
después que mueran, levantar una u otra bandera, significa mucho más que el
aprecio a un color u otro. No es nada nuevo.
La Constitución de 1978 aprobó, con el voto favorable de la
mayoría de los españoles de entonces, un modelo de Estado, y una bandera. Ponen
puertas al campo quienes pretenden que todo es inamovible. Juegan a las
comparaciones odiosas quienes defienden que en la tradición vive la virtud y
que constituciones tiene el planeta que han sobrevivido cientos de años. Es
cuestión de cintura, de oportunidad de nacimiento. La gran mayoría de las
constituciones surgieron de la revolución, de la demanda, de la exigencia a los
poderes constituidos. La española surgió de una concesión a la calma, del miedo
y de una herencia envenenada.
Plantear si la una es más cara que la otra es comparar géneros
que nada tienen que ver: hay repúblicas baratas y monarquías caras, hay
repúblicas costosas y monarquías de saldo. Todo depende de cuánto se quiere
gastar la ciudadanía.
Sustentar que un modelo u otro es el más consensual, es algo
que solo demuestra la máxima expresión de acuerdo, que es la suma matemática de
la opinión de todos sus ciudadanos y sacar conclusiones.
Defender que la república es un proyecto exclusivamente de
izquierdas, y democrático, es desconocer la historia de las repúblicas: hay repúblicas que no son democráticas y hay repúblicas que son dictaduras, de izquierda o de derecha. Y presumir que en las
monarquías no existen políticas sociales es dar a esa cristalización simbólica
de poder unas características de las que no goza.
En más de un país europeo los reyes son floreros, más o
menos caros. A veces los reyes, que son símbolos siempre, plasman el orgullo de
la historia y la esencia de la nación. Pero es muy probable que no sea el caso
de España. Los vaivenes que fundaron este estado moderno así lo atestiguan. En
cuanto la monarquía es un sencillo asunto sentimental, de cariño popular, donde
la identificación se soporta en vítores del pueblo, souvenirs, escudos,
selección nacional y procesiones por la capital, solo pervive tras esas
manifestaciones la devoción del besamanos. El único besamanos decente se hace,
por ahora, en las urnas y, siempre, en la política ciudadana activa y comprometida.
Promover que solo existe esa alternativa bifurcada de Jefe de Estado y Presidente de Gobierno, es
escasez de miras. Hay estados sin doble representación, donde el jefe del
gobierno es quien gobierna y representa el Estado, y punto.
Mantener una familia primus inter pares es una cuestión de
estética con poca ética, con un tufo medieval, o si se apura, de Antiguo
Régimen. Las monarquías modernas, constitucionales y decorativas son
estructuras débiles, carne de papel cuché, dinosaurios en el museo. La igualdad
se trabaja desde abajo.
Pero el símbolo es el símbolo. Y la aristocracia, los
títulos nobiliarios, las dotaciones presupuestarias, la corte de banqueros
exitosos, aforamientos y arbitrariedades, cabezas agachadas, reverencias, símbolos religiosos y militares, panegíricos
unánimes de prensa y palacios vacíos e inútiles, súbditos frente a ciudadanos, desasosiegan. La inestabilidad
que supondría la caída de la Monarquía preocupa por su simbología, por el miedo
que provoca que las cosas cambien irremediablemente. Por si acaso lo
establecido no es lo estable, y tras el descabezamiento de una antigua
institución venga la de tantísimas otras que viven y perviven de prebendas e
impunidades.
Temer los procesos constituyentes y pacíficos, más próximos
o más futuros, es el reverso de la misma moneda que temió la primera transición
hacia la democracia. Temer que la ciudadanía opine sobre los temas que le afectan,
sobre los símbolos y las estructuras que se tambalean es un importante carácter
de inmadurez. No todo ha de ser consultado, pero hay cuestiones que bien
merecen una consulta. Sin miedo.
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