martes, 27 de septiembre de 2016

HOMENAJE A ORWELL

Por qué es importante Orwell
Christopher Hitchens
Página Indómita, 2016

LEER EN LOS DIABLOS AZULES



En 2002, el rebelde izquierdista reconvertido en halcón neoliberal Christopher Hitchens, atento siempre a una buen combate dialéctico, rendía homenaje a George Orwell, fundadamente. Daba la sensación de que el ensayista británico, comparado repetidas veces por su brillantez con el autor de 1984, expiaba en la defensa de Orwell la deriva de su propia ideología.


En Por qué es importante Orwell, publicado recientemente en castellano, con traducción de Luis González Castro,por Página Indómita, Hitchens desguaza el constante ataque sufrido por el legado orwelliano tanto desde la derecha como desde la izquierda. Pareciese que Hitchens buscase en Orwell el sueño cercenado de una izquierda justa, equilibrada en los vicios y virtudes del autor como quien se mira en un espejo: honestidad y contradicción, la primera como un objetivo ansiado y reconocido en Orwell, la segunda como una consecuencia en el propio Hitchens, que ya había realizado su periplo del marxismo trotskista con ramalazos libertarios hasta la postura proyanki neoconservadora.

Para asaltar la figura de Orwell Hitchens organiza un desmontaje por piezas: la relación de Orwell con el Imperio británico, con la izquierda intelectual de la última mitad del siglo XX, con la derecha que reclamaba su legado, con América (o más bien la casi inexistente relación de Orwell con EEUU), con el entrecomillado “carácter inglés”, su turbulenta y poco edificante relación con el feminismo y la homosexualidad, y finalmente, tanto la imagen de Orwell como delator, como el efecto de su obra de ficción.

Orwell fue elevado a laica santidad tanto como fue defenestrado y ridiculizado. Vivió en el difícil equilibrio de la defensa de las convicciones socialistas en convivencia con una crítica demoledora al estalinismo. No era un concepto fácil de asumir en los años 30: quedó patidifuso ante el pacto de no agresión Hitler-Stalin, abrumado ante la limpieza ideológica realizada por el PC durante la guerra civil española entre los correligionarios de la izquierda y los libertarios, fue una voz que clamaba en el desierto ante el entusiasmo de la colaboración británico-soviética durante la Segunda Guerra Mundial y un traidor a la causa comunista cuando la guerra se congeló y hablar de Katyn o el gulag no estaba bien visto, o en todo caso, era inapropiado para un pensador de izquierdas occidental.

Orwell vivió en el equilibrio y murió con solo 46 años: pero el tiempo vino a darle la razón, que otra izquierda era posible, sin acatar los principios estalinistas, reivindicando a Marx, incluso a Lenin y Trotsky, y trufando el socialismo de valores pequeño burgueses aprovechables, a la vez que prevenía sobre el sufrimiento que conlleva el pensamiento único. Sus ensayos, y sus novelas 1984 y Rebelión en la granja -en ambos casos alegorías del estalinismo, del dominio del Partido, la asfixia de la objetividad histórica creada por intereses y de la corrupción ideológica del poder- derivan en una declaración que la izquierda temía y la derecha podía asumir, con el riesgo de aplaudir a un declarado socialista. De hecho, uno tiene la impresión de que, si ideólogos de la derecha podían vitorear esa alegoría de los animales, podrían asaltarles incómodas preguntas “¿lo hemos entendido correctamente? ¿quiénes son los cerdos?”. O quizá esa misma derecha miraría al Gran Hermano a los ojos y se preguntaría si se trataba realmente de un fantoche de Stalin, o lo sería del fascismo, de cualquier totalitarismo, si se trata del Partido o de una casta, de una secta, de una religión, de los biempensantes, de la gente de buena familia, del self made man... Al fin y al cabo, la misma cara de cualquier moneda, un mejunje de todos ellos, temible, conocido y que además, anida en el interior de cada uno de nosotros. En todo caso incómodo, muy incómodo, para derechas e izquierdas.

Es curioso cómo el lector tiene la sensación de que Hitchens quisiera ser Orwell (el subrayado es mío) o al menos, que Hitchens quisiera un juicio sobre su ideología y deriva como el que él hace a Orwell: un juicio de comprensión, de valor de la experiencia, de honestidad, de un demostrado amor a hablar en voz alta con todas las consecuencias. Hitchens no se guarda nombres. Desfilan Salman Rushdie, Edward Said, Raymond Williams, Noam Chomsky, por citar a los más conocidos, a quienes aplica una reprimenda por el trato dado a Orwell en el pasado, por lo que considera malas interpretaciones de su pensamiento –salva a Theodor Adorno de la quema-. Orwell tampoco tuvo miedo a dar nombres, así lo trata Hitchens en el capítulo titulado “La Lista” donde trata sobre el mito de la delación de Orwell. Quizá el paralelismo del pensamiento libertario, tan diferente en los EEUU actuales respecto a la concepción libertaria de los años 30, en ambos autores, quede sin tratar a fondo, desdibujado, sin nombrar apenas.

Pero sea quien sea quien homenajea, era necesario recuperar el pensamiento de Orwell y conseguir que el adjetivo “orwelliano” ya no signifique solo ese conjunto de situaciones concernistas y distópicas que están ya en cualquier esquina, y se reivindique como adjetivo de la elogiosa búsqueda de la objetividad, de la honestidad y la integridad, del compromiso intelectual sin alardes ni tibiezas. La Guerra Civil española (la Revolución) marcó tanto el pensamiento de Orwell como lo hizo su juventud en las cloacas coloniales del Imperio. Quien pasó por aquello no salió indemne. Aquel pensamiento de la izquierda, y también en la actualidad, navega en las contradicciones: cómo concordar el pacifismo con el enfrentamiento ineludible con el terrorismo islamofascista, la revolución con la violencia, el buenismo con la mano firme e incorruptible, la relatividad cultural con la Declaración Universal de Derechos, la libertad de comercio y el monopolio estatal, el internacionalismo con el derecho de autodeterminación, la globalización con la localización, la inmigración con la defensa de los ecosistemas culturales en destino y en origen, la libre circulación de seres humanos y los equilibrios económicos. Ahí está el reto. El camino del estalinismo fue fácil, el camino de la derecha también lo es, en ambos casos está claro en cuanto se toma el fusil.

Por eso Orwell es importante, porque navegó en estas contradicciones sin caer en el fácil discurso del estalinismo que aplanó y acalló conciencias, ni en la defensa de los principios euroamericanos desde el liberalismo que desembocaría en la derecha que sería refundada en los años ochenta: ese camino que terminó por tomar Hitchens tras el 11-S, cuando le falló la respuesta tibia de la izquierda y desenfundó su ideología para apoyar la invasión de Irak, la eliminación física de Al Qaeda, las mejoras realizadas en Abu Ghraib o el mito de las armas de destrucción masiva, en lo que llamó una alianza temporal con los neoconservadores.

Alfonso Salazar

domingo, 25 de septiembre de 2016

MAUTHAUSEN, Memorias de Alfonso Maeso

Mauthausen
Alfonso Maeso (Ignacio Mata Maeso)
Crítica, 2016


En la película alemana La ola (Die Welle, Dennis Gansel, 2008) se reproduce un experimento pedagógico que tuvo lugar en el año 1967 en Santa Mónica (California) conocido como “tercera ola”. Un profesor, para explicar a sus alumnos cómo se establecen los regímenes totalitarios, como sucedió en el nazismo, y a través de la asunción de normas que refuerzan el sentido de grupo y de superioridad (consignas, uniformes, exclusión), los alumnos reconocen que ninguna sociedad está libre de volver a cometer los mismos errores que conducen a la autocracia.  En la película francesa La profesora de historia (Les Héritiers, Marie-Castille Mention-Schaar, 2014) un grupo de alumnos de un difícil instituto es animado por su profesora para encontrar su lugar en el mundo reflexionando sobre qué significó ser adolescente en un campo de concentración nazi, y presentar ese trabajo al Concurso Nacional de la Resistencia y la Deportación que convoca desde 1961 el Ministerio de Educación francés. Si no han visto ninguna de estas películas, procuren buscarlas. En la francesa aparece un anciano que sufrió los campos, un hombre que insiste en la necesidad de seguir contando aquella historia, de recordar y recordar. Para que no vuelva a suceder, es el deseo.

En España no existe ningún concurso nacional que recuerde a las víctimas de la resistencia o la deportación. Aunque hubo resistencia y hubo deportados. Hubo resistentes al franquismo y hubo deportados, republicanos exiliados –familias, soldados, niños- que terminaron en campos de concentración cuando llegaron a Francia y no pudieron desde allí alcanzar México, EEUU, Argentina o África, destinos deseados pero que estaban preferentemente reservados a intelectuales, oficiales y políticos. Así lo cuenta Alfonso Maeso, un superviviente de Mauthausen, en la reciente reedición de sus memorias realizada por Crítica, editada por su sobrino Ignacio Mata.

La ambición de Alfonso Maeso es la misma que la del anciano superviviente de la película francesa: dar testimonio. Según los datos del Libro Memorial de los deportados españoles editado en 2006 por el Ministerio de Cultura (compuesto y documentado por Benito Bermejo y Sandra Checa) informa de casi 10.000 españoles que terminaron en campos de concentración nazis. Otros autores hablan de números muy superiores, números enfangados por la colaboración entre Hitler y Franco, por la falsificación de nombres y nacionalidades. Sin embargo sí es cierto que la mayoría de los españoles terminaron en Mauthausen, con una alta mortandad que alcanzó un 67% y que casi tres de cuatro recluidos en el subcampo de Gusen, murieron.

Las memorias de Alfonso Maeso son sencillas, directas. Cuenta el proceso que le llevó desde su casa en Manzanares (Ciudad Real) hasta el campo de concentración. El recorrido evoca hechos que cada cual mantiene en su memoria. Cuando cuenta su enrolamiento en el ejército republicano, a través de la CNT, recuerdo la epopeya que el cenetista Carlos Soriano me contaba, a través de una cinta magnetofónica y quince años de separación, de su presencia en el frente cordobés al principio de la guerra civil. La aparición de Maeso en el frente catalán formando parte de los carabineros, atravesando sucesivas veces el Segre, trae a la memoria el Homenaje a Cataluña de Orwell. El paso de la frontera y la reclusión en los campos de concentración franceses me recuerda al profesor García Rúa, cuando nos contaba de viva voz y con detalle su reclusión en el campo de Argelès-sur-mer. En el caso de Maeso serán el campo de Vernet d´Ariège, donde también estuvieron Max Aub y Quico Sabaté, y el de Septfonds, tras el cual terminará en el desastre de Dunkerque, que cuenta de manera espeluznante.

En Dunkerque la Operación Dinamo de las tropas aliadas consiguió rescatar a 300.000 soldados franceses, belgas y británicos, arrinconados por el ejército alemán. Pero el 4 de junio de 1940 aún quedaban miles de personas en la playa, que fueron capturadas por las tropas alemanas. Entre ellas las compañías de trabajadores españoles en las que se encuadraba Alfonso Maeso.

En la memoria, cuando se lee a Maeso, resuenan los ecos de Primo Levi, de Mariano Llorente, la precisa etnografía realizada por la profesora Moreno Feliú (En el corazón de la zona gris, Trotta, 2012) y, en mi caso, una visita al campo de Dachau que realicé hace un par de años. En la liberación del campo, cuando Maeso se convierte en un superviviente, podemos recordar la llegada de la Compañía E, 506 Regimiento de Infantería Paracaidista, 101 División Aerotransportada, del Ejército de Estados Unidos en la noche del 29 de abril de 1945 en Buchloe, cerca de Landsberg, a los pies de los Alpes, cuando se toparon con su primer campo de concentración y lo contaba Stephen E. Ambrose. Y podemos volver a mirar las fotografías de Francisco Boix. Son solo lugares de la propia memoria que despierta la lectura de la historia de Maeso. Faltan muchos otros nombres, desde Lanzmann a Hélêne Berr.

Todos los sucesos son narrados con sencillez por Alfonso Maeso, impelido por la necesidad de contar y contar, de conseguir que nada quede en el olvido. Son libros necesarios cuando los medios de comunicación –y la televisión pública- recuperan el término “alzamiento”, de una manera aparentemente inocente, para recordar el intento de golpe de estado del 18 de julio de 1936 (un término que la historiografía moderna había abandonado). Ahora que la deshumanización se establece en los campos de refugiados, cuando la eliminación del enemigo es sistemática, cuando la recuperación de la memoria de los demócratas de este país, son precisas historias que expliquen con el pasado mucho de nuestro presente.

Alfonso Salazar

viernes, 23 de septiembre de 2016

LOS HOMBRES DEL NORTE

Los hombres del Norte
John Haywood
Ariel, 2016

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En las aventuras juveniles que devorábamos hace unos lustros había ciertos personajes totémicos: piratas de Mompracem o de las Antillas, forajidos de Sonora, exploradores del Zambeze, cruzados en San Juan de Acre, proscritos ahorcados en York, y por supuesto, vikingos abriendo camino hacia Terranova. Estaban en los comics, las novelas, las películas… La fascinación por estos personajes impulsa al lector, en edad más madura, hacia el interés por discernir la realidad de la ficción, la crudeza histórica de la pasión aventurera. John Haywood ha añadido una muesca más al mapa que indaga en la historia vikinga, una cultura oscurecida por la ausencia de fuentes, por los mitos y falsedades que el ardor nacionalista y romántico dejó. Ni los vikingos llevaron cascos con cuernos ni tenían más profesión que el pillaje. Los hombres del Norte, editado por Ariel en traducción de Francisco García Lorenzana, es un análisis franco y llano, con cierto aire divulgativo, sobre la saga vikinga que comenzó para la historia a finales del siglo VIII de nuestro calendario y duró poco menos de cinco siglos.

La saga vikinga es el proceso de cristianización que convirtió a los territorios escandinavos, sujetos fuera de la historia en el 700, en reinos feudales totalmente integrados en la cultura europea hacia 1.200. Pero el camino fue largo, duro, sanguinario y apasionante. Haywood estructura el libro conforme a escenarios geográficos. Vikingos de los actuales estados de Dinamarca, Suecia y Noruega rodaron por todo el mundo conocido por los europeos medios de entonces, y algo más allá: rapiña en los reinos británicos, ocupación de las costas normandas, incursiones fluviales por las cuencas mediterráneas, fundación del reino ruso, colonización alrededor del círculo polar ártico, campañas bajo la égida de las cruzadas.

El libro recorre desde el oeste del Atlántico Norte hasta el Caspio. Cada uno de los pueblos vikingos, a los que vemos conformarse en reinos medievales siglo a siglo, con estirpes dinásticas entrelazadas, se embarcaban ya fuese bajo la capitanía de un jarl, de un incipiente conde o de un aventurero rey, para expandirse por las zonas que les eran favoritas para el saqueo y la colonización. Los daneses ocuparon parte de la Inglaterra actual, fundando el Danelaw y el reino de York, así como las costas normandas, donde su estirpe terminó por convertirse en germen de las dinastías europeas medievales.

Atacaron Frisia, combatieron en el Báltico, tomaron París y Ruán, remontaron el Guadalquivir, atacaron las Baleares, Sicilia y creyeron conquistar Roma cuando tomaron Luni, en Liguria. Los noruegos colonizaron Islandia, fundaron los asentamientos de Groenlandia, lucharon entre Escocia e Irlanda, se perpetuaron en las Islas de Man, las Shetland y las Orcadas. Los suecos atravesaron todo el continente europeo a través de las cuencas fluviales rusas y sus descendientes fundaron el reino de los rus, la ciudad de Kiev, alcanzaron Constantinopla y comerciaron en Samarcanda y Bagdad.

Son muchas las epopeyas que protagonizan vikingos históricos en Los hombres del Norte: Erik el Rojo, Harald Hadrada, Canuto el Grande, Svend Barba partida, Harald Diente azul, Magnus el Bueno, Rollo, Harald Piel gris, Olaf Tryggvason, Bjorn Brazo de hierro, y Hastein, Ivar Deshuesado y el legendario Ragnar Lodbrok, que la serie de televisión Vikings, producida por Michael Hirst ha puesto de moda. De todas las grandes aventuras, reseñamos en este artículo dos: las rutas comerciales varegas que atravesaron Rusia de norte a sur y la colonización de Groenlandia. Fueron empresas épicas que Haywood documenta con sencillez y narra con pasión. Los inquietos vikingos suecos, como se ha dicho, no solo se dedicaron al pillaje. Su intención también residía en la apertura de redes comerciales que cubrían en sus rápidos veleros y que dedicaban al intercambio de productos del Norte (ámbar, pieles, cuero, sogas de piel de foca) por codiciados dírhams, especias, sedas, espadas, vino de Crimea.

Las principales rutas de Europa Oriental fueron abiertas por el jaganato de los Rus, fundado por los suecos, donde gobernaron el famoso Rurik y sus hermanos a mediados del siglo IX. Estas rutas fluviales comenzaban en el Báltico, y atravesaban distintos ríos en dos rutas principales, una al oeste que utilizaba el Dvina Occidental hasta alcanzar el Dniéper, un largo y difícil viaje que podía incluir transporte de barcos y balsas a través de tierra, hasta el Mar negro. Desde allí se alcanzaba el Mar de Mármara por el Bósforo y la mítica Constantinopla. Era la ciudad deseada por los vikingos, cuyas murallas atacaron más de una vez y fueron derrotados. Pero los varegos, los vikingos suecos de Gotland, pudieron atravesar las puertas de Bizancio: desde el 988 se convirtió en costumbre que el emperador bizantino contase con una guardia compuesta por los feroces varegos, temidos guerreros, que progresaron en el control de la Corte durante al menos dos siglos. Sin embargo, había una ruta más delirante: de Staraja Ládoga, a poco más de 100 kilómetros del actual Leningrado, partía una ruta fluvial que recorría el río Vóljov hasta Nóvgorod y de ahí hasta el lago Ilmen y el río Lovat. Se porteaban los barcos hasta el nacimiento del Volga y tras más de tres mil kilómetros se alcanzaba el Mar Caspio, lo que posibilitaba comerciar con el califato abbasí, con capital en Bagdad.
La otra epopeya sucede a miles de kilómetros. Los noruegos habían colonizado Islandia, sobre todo su costa oeste, a partir de mediados del siglo IX y hacia el 930 la mayoría de la isla habitable había sido ocupada. Se gobernaba en mancomunidad, pero en constante relación con la corona noruega. Expulsado de la comunidad, Erik Thordvaldson, llamado el Rojo, arribó al sur de Groenlandia a finales del siglo X, con intención colonizadora. Fundó tres asentamientos costeros, y se estableció relación con las tribus paleoesquimales ubicadas al norte de la isla. La época climática bajo medieval o periodo cálido facilitó entre el siglo X y XIV una relación comercial de las colonias con Noruega e Islandia. Se supone que fue el hijo de Erik, Leif, quien alcanzó Vinlandia (Terranova). Estas colonias nórdicas en Groenlandia nunca alcanzaron un número de habitantes muy alto, quizá cinco mil personas, comerciantes de marfil de morsa, piel de foca, pero con una absoluta carencia de madera y hierro que les hacía depender de los reinos escandinavos. A mediados del siglo XIV las granjas y asentamientos coloniales comenzaron a desparecer. No se sabe si fue el enfriamiento climático o la presión de los pueblos inuit, el caso es que los últimos nórdicos desaparecieron lentamente.

Las últimas noticias sobre los colonos de Groenlandia se conocieron hacia 1418, cuando fueron saqueados por piratas que esclavizaron a gran parte de sus habitantes y llevaron a berbería. Ciertamente aquellos colonos, al contrario que las tribus inuits de Thule totalmente adaptadas al medio, persisitieron en sus modos de vida escandinavos, y cristianos, europeos. Cada invierno los glaciares avanzaban un poco más. Quizá los más jóvenes se enrolaron en los escasos barcos pesqueros que alcanzaban la costa y abandonaron sus viviendas. Los más viejos se quedaron en sus granjas, hasta que murieron. En 1492 el Papa Alejandro VI escribía sobre Groenlandia como una tierra perdida para la cristiandad. El mismo año en que Cristóbal Colón iniciaba sus viajes trasatlánticos que llevarían de nuevo a los europeos a Vinlandia. Otra historia, otra aventura.

Alfonso Salazar