lunes, 3 de diciembre de 2018

CONTRADIÓS

Contradiós.
Salvador Perpiñá.
Cuadernos del vigía
Granada
2018


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Hace cuatro años el guionista Salvador Perpiñá (Pelotas, Periodistas, Isabel y otras muchas series) se lanzó al relato e hizo debut con Prácticas de tiro (Cuadernos del vigía 2014), libro al que calificar como prometedor fue un adjetivo que se le quedó muy corto. Nos topamos en aquella ocasión con una voz narrativa característica y formada, poderosa, lapidaria y emocional. Ahora llega de mano de la misma editorial Contradiós —así todo seguido—, nueva colección de relatos que viene a ser clara confirmación, pues amplifica aquella voz y nos obsequia una serie de relatos que difícilmente olvidaremos. Contradiós es una sucesión de hechos que sufren personajes contrariados por la realidad, seres siempre en pendiente y mirando hacia abajo, desatentos a la brusca caída a la que se enfrentan.

La voz de Salvador Perpiñá es reconocible por dos aspectos: una madurez solemne y una ironía finísima. Hay ecos coloquiales junto a vigorosas descripciones, potentes adjetivos con composiciones castizas. Pero si algo destaca es la fuerza de los sentidos, que como torrentera cruza la obra del autor: las sensaciones es una piedra angular de la narración, sojuzga al lector en párrafos muy  espléndidos y lo deja rodeado por una explosión de sensualidad. Se adjetiva y describe, sobre todo, el paisaje; aunque también el personaje tierno, ingrato y sentimental. Los paisajes son reconocibles en nuestras latitudes, hay un eco mediterráneo: urbanizaciones abandonadas en invierno, merenderos, cañaverales, playas al amanecer, el mar al fondo en más de una narración, calles comerciales de ciudad mediana cuyos escaparates devuelven la infortunada figura de los viandantes solitarios en la noche. Para los habitantes de la ciudad mediana habrá más claves: pastelerías con dobles apellidos, barrios con todos los nombres de sus calles conformando familia léxica, casas de ricos a donde los pobres solo acuden para arreglar tuberías o entretener con cuatro trucos rancios de mago o triste clown, saloncitos con vino español, consultas anticuadas de un padre médico que huelen a metal o a legajo de notaría provincial de un padre muerto. Para los lectores que conocen Granada hay una tercera capa de comprensión, que no es imprescindible, pero a veces sonroja y otras veces inquieta.

En Contradiós, aparentemente, los sucesos no son trascendentes, solo son pequeños hechos de la cotidianeidad, fiestas de cumpleaños, encuentros fortuitos de desconocidos o de viejos conocidos, tardes pegajosas de verano, decisiones erróneas en momentos inadecuados. Como los personajes de Contradiós todos demandamos misericordia alguna vez: también le ha ocurrido a usted lector. A usted, si es alma triste y neutra como Cecilio Catena; a usted, si es ahora algo muy diferente a lo que se barruntaba a los 18 años, como Mercedes; a usted, si es un Hyde en redes sociales como Jacinto abofeteado; a usted, si quiso hacer una buena obra y se topó con la plomiza presencia del artista fracasado, como le ocurre a Marcos, amigo del autor; a usted, que contó lo que no debía, que se chivó (¿quién no se ha chivado alguna vez?), como Rodolfo, carne de reality; a usted que aguantó la vergüenza –diga bullying— en el patio de colegio o en unas vacaciones de verano que alguien se empeña en recordar como maravillosas. De la miseria del elenco de personajes de Contradiós ninguno nos salvamos, porque en alguno de ellos, obligadamente, hay un leve reflejo de nosotros mismos. Sin remedio.

En los últimos relatos del libro, queremos apreciar –por empeño y devoción— que se vislumbra una luz al fondo, una lucecita en el mar nocturno, un adelanto de lo que está por llegar: más cuentos, más espejos donde mirarnos y compadecernos, cuentos que nos salvan.

Alfonso Salazar

domingo, 20 de mayo de 2018

DIÁLOGO INTERRUMPIDO

Generación líquida. Transformaciones en la era 3.0
Zygmunt Bauman y Thomas Leoncini
Paidós
Barcelona
2018


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Thomas Leoncini trae la voz de Zygmunt Bauman. El filósofo dejó este mundo licuado hace algo más de un año, mientras estaba trabajando en un interesante diálogo intergeneracional que tenía por corresponsal a Thomas Leoncini, sesenta años más joven que él. Este diálogo -inacabado, como todos los diálogos que no terminan mal- se estructura en tres temas traídos a la mesa del mayor por el joven: las transformaciones en la piel, transformaciones en la agresividad y transformaciones en el sexo y el amor. Es decir, temas de actual reflexión como la cirugía plástica, los tatuajes, el acoso escolar o las relaciones amorosas y sexuales a través de la vivencia virtual y electrónica.

A todas ellas, el viejo da respuesta muy joven, pero con conocimiento del pasado y entronque en las culturas de otros y en la propia, pero olvidada. El diálogo, que pretendía trazar ese puente entre generaciones queda suspendido ante la irresistible juventud del filósofo polaco, porque Leoncini asume el papel del joven, del representante de la juventud, sin caer en la cuenta de que hay jóvenes y jóvenes como hay viejos y viejos, y si no queremos caer en el tópico de que la edad está en el espíritu sí debemos apreciar que hay comportamientos muy viejos en la juventud y comportamientos muy jóvenes entre los ancianos. Eso, Bauman lo sabe. La generación líquida somos todos, o casi todos.

El primer tema incide en tatuajes y cirugía estética con el trasfondo de la moda. Leoncini se explaya en el planteamiento al maestro, se fundamenta en la moda juvenil soportada en datos sobre tatuados, segmentos de población y edad. Bauman, con alta comprensión, remite al sentido ritual del tatuaje y abre al discípulo las puertas del campo de la reflexión entre la comunidad y la identidad. Este diálogo culmina con la aparición en la sala de conversación de la sociedad de consumo, el estatus y la riqueza.

El segundo tema trata en torno al acoso escolar donde Leoncini apuesta por plantear testimonios al maestro, y aún más, casos particulares. Bauman afronta el tema desde la tensión entre agresividad y proceso civilizatorio de Elías y el concepto de la decadencia occidental, sacando la reflexión del campo personal, individualizado, del acosado y las motivaciones del acosador. Bauman no lo entiende como caso a caso sino como una manifestación extensa en tiempo y espacio. Cuando se ve obligado a personalizar, incluso en su propio ejemplo, acosado como niño judío en un colegio polaco, no hace más que volver a la identidad del nosotros frente a ellos, como reverso de una moneda y al sempiterno malestar existencial. A partir de ahí, Bauman reflexiona sobre el mal.

El tercer tema se adentra en “la decadencia de los tabúes en la era del comercio electrónico sentimental”, es decir, cómo la tecnología ha influido y modificado las relaciones sexuales y amorosas en la actual sociedad líquida. El discípulo Leoncini aquí deja a un lado datos y testimonios para abundar en sus recuerdos personales. La introducción del joven es amplia y aunque el viejo Bauman la elogie como breve y sintética deambula preguntándose qué es internet o cómo influye el anonimato en el comportamiento. Para Bauman la red prometió algo que no ha hecho, una segunda vida “en un hábitat ideal, político u democrático”, pero mundo online y mundo offline coexisten y si bien viven en ámbitos normativos y normalizados distintos y distantes, transfieren comportamientos de uno a otro, se mimetizan y se confunden. “Los seres humanos del siglo XXI son de dos mundos” dice el viejo maestro. En el mundo online se siente el poderío, el dominio, el ajuste del mundo a la medida que uno quiere. Pero todo es amarga desilusión: internet no es un mundo de acceso a la información, al conocimiento, sino de salida y evasión, un lugar de refugio ante el mundo offline, desordenado y caótico, donde leer solo que queremos leer y escuchar solo lo que queremos escuchar. A la vez, sirve como mundo de la calumnia y la difamación, el cotilleo y la mentira.

Leoncini conduce el asunto hacia nuevas formas de matriarcado, las relaciones sexuales virtuales, el tabú del incesto. Bauman persiste en la incertidumbre, en el mal casamiento dialéctico de libertad y seguridad. El discípulo lanza una pregunta: ¿es el amor líquido un retorno a los orígenes de la sexualidad humana? Y esta ya, queda sin respuesta.

Alfonso Salazar

domingo, 8 de abril de 2018

NOLAN LÍQUIDO

Christopher Nolan
José Abad
Cátedra
Madrid
2018


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Pudiese parecer que diez películas dirigidas y menos de cincuenta años no es suficiente equipaje para que un director sea objeto de estudio. Es cierto que hubo directores de carrera más corta, pero fue el tiempo el que puso las obras en su lugar it los estudios en las bibliotecas. Sin embargo, como bien ha apreciado José Abad en su último libro publicado por Cátedra, Christopher Nolan bien merece este miramiento.

No sólo porque la obra cinematográfica de Nolan haya puesto patas arriba el arte de contar historias, a través de la luz, en las últimas dos décadas sino porque la lectura que hace el autor de la obra nolaniana parte de una premisa fundamental: todo arte ha de entenderse en su contexto histórico, pues son testimonio de su época. La obra del londinense lo es, trate sobre superhéroes, sobre enfrentamientos entre ilusionistas a finales del siglo XIX o futuros cercanos y apocalípticos. Abad toma como línea argumental el descubrimiento del rastro de las reflexiones de Zygmunt Bauman en la obra de Nolan, o mejor explicado: hace una interpretación de la obra de Nolan conforme a los postulados del filósofo polaco. Lo hace a partir de la metáfora de la modernidad líquida (la sociedad líquida, el amor liquido) por la cual las sociedades occidentales contemporáneas se fundan en el capitalismo extendido y globalizado, la privatización del servicio público, la extraordinaria revolución de la información, la tecnología y la comunicación, y en definitiva el profundo cambio en las relaciones sociales que arrumban al ser humano fuera de la colectividad e inserto en su yo mismo. Otros dirán posmodernidad, aquí diremos liquidez. El hallazgo da visión formal y profunda al repaso histórico de la obra cinematográfica del cineasta londinense que hace Abad. Nolan es un autor que nunca tuvo propensión al cine independiente y siempre tuvo claro que era en el mainstream donde conseguiría llegar a una mayoría de público. Es una opción que conlleva establecerse en los grandes presupuestos, en el huracán y desprecio crítico, en la difícil convivencia con las estrellas cinematográficas y en un entusiasmo contenido por las historias que pueden chirriar en las mentes biempensantes de las grandes compañías cinematográficas.

Nolan ha conseguido sobrevivir en ese mundo con una asombrosa naturalidad. No ha necesitado una formación indie, una concesión de sus principios ni una escalada hacia el éxito agarrado a las mamas de otros directores triunfantes. Prácticamente el éxito le llegó solo y sin eximirse de la experimentación narrativa y temática. Quizá la claridad de ideas y sobre el lugar que el cine ocupa en la cultura popular, quizá la crianza en el imaginario del cine de los ochenta (Spielberg, Lucas) sin desprenderse de los grandes clásicos y del cine más intelectual, hacen de Nolan el primer director absolutamente líquido del panorama cinematográfico. El libro de Abad es más que oportuno y a estas alturas se hace necesario. Es un buen momento para reflexionar sobre las realidades artísticas actuales en muchos más caracteres que el titular y el artículo periodístico o crítico sobre la obra en marcha de un autor trascendental.

Su trabajo (hasta el momento presente) se puede dividir en cuatro grandes bloques, con uno de ellos recientemente inaugurado. En su primera serie de películas abunda la experimentación con el thriller, fase representada sobre todo por Memento (2000) y su estructura descoyuntada, e Insomnia (2002) paradigma del extrañamiento (y extrañeidad adiciona Abad conforme a Augé). Posteriormente, y para sorpresa de muchos críticos que tenían la esperanza en que la carrera de Nolan se dejaría llevar por una poética al borde, el director de Londres –conocedor ya de las trampas de Hollywood- aceptará embarcarse en la aventura de restituir a Batman con su poderosa trilogía del caballero oscuro (Batman Begins en 2002; The Dark Knight en 2008; y The Dark Knight Rises en 2012). José Abad, en el capítulo que dedica al hombre murciélago, repasa a conciencia la historia cinematográfica de los adalides de DC Cómics, devenida casi siempre al rebufo del impulso de Marvel, a pesar de que Superman y Batman fuesen pioneros en la extensión de la historieta al audiovisual. Pero esta opción de Nolan, atreverse con una visión de Batman que hiciese compatible un discurso propio, humano y a la vez espectacular, no se trata de una sencilla opción alimenticia. Hay mucho más detrás del caballero oscuro, como nos hace descubrir Abad, tal y como lo hay –y habrá con mayor o menor suerte- detrás de la saga que coloca a Superman como el hombre de acero, en esta misma década nuestra, y que el trabajo de productor de Nolan puso en manos de Zack Snyder (el atrevido reintérprete del cómic en 300 y Watchmen) con Man of Steel (2013) y Batman v Superman (2016).

Entre medias, mientras Nolan se embarcaba en la restitución de Bruce Wayne –y del Joker-, no descuidó en absoluto sus otras preocupaciones: películas a las que las productoras no podían negar su financiación, aunque sus argumentos fuesen arriesgados (a veces menos de lo que podría exprimirse de ellos) y en cualquier otro momento, o a propuesta de cualquier otro director habrían dormido para siempre en los cajones de las mesas de los despachos de los grandes productores. Intercaladas con las obras sobre Batman, Nolan nos ofreció The Prestige (2006), Inception (2010) y Interstellar (2014), obras que se acercan a la maestría y donde el director muestra tanto su interés por el simulacro de la realidad, la ficción, el sueño y la interpretación del mundo como por la flaqueza humana, el tesón colectivo y el desempeño individualista.

La historia continúa y, con seguridad, Abad deberá revisitar su monografía dentro de diez años si Nolan persiste en su ritmo creativo. La última aventura del cineasta (Dunkirk, estrenada hace un año) abunda en la interpretación de los anhelos humanos a través de la guerra estableciendo en su narrativa un interesante puzle de tiempo y espacio que toma como motivo uno de los orgullosos momentos heroicos de la historia de su país. Aunque no sea tanto patriotismo como reflexión ante la violencia, muerte y destrucción puede abrir la puerta de un nuevo cine histórico británico. Última entrega para una sólida carrera que explora lo líquido. Vean a Nolan y lean a Abad.

Alfonso Salazar

viernes, 9 de febrero de 2018

HISTORIOGRAFÍA PARA LA NUEVA DERECHA

En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras
Stanley G. Payne
Espasa
Madrid
2017


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El último premio Ensayo Espasa ha optado por el don de la oportunidad. El libro ganador, En defensa de España, de Stanley G. Payne, es un catecismo de buenas prácticas historiográficas para la nueva derecha española. Con el argumento de desmontar leyendas negras y mitos, el hispanista se monta un recorrido por la historia de parte de la península ibérica que insiste en volver a levantar los mitos que terminan por enaltecer el espíritu de lo español, lo castellano, lo monárquico y lo católico. Así que, con la que cae de antiespañolismo, rebeldía periférica, republicanismo y lucha de bandera, ocasión que ni pintada: tres carabelas en su portada no tienen por qué ser presagio de buena singladura.

Por partes. Vuelve Payne a enarbolar el concepto de Reconquista, a envolverse en el pendón y la defensa de Castilla, la reserva espiritual de España, y en tanto mantiene para los godos pretéritos el espíritu de españolidad, se lo niega a los musulmanes asimilados, descendientes de norteafricanos —como los sojuzgados por la minoría goda—, que vivieron siete siglos en una misma tierra. Por eso el autor, porque el medievo musulmán no servirá a su propósito, pasa de puntillas. Sigue el previsible elogio de la monarquía hispánica de sus católicas majestades; se levanta en el segundo tercio y pasa imperial por el siglo y medio de Austrias, esos que gobernaban con total consciencia una adición de territorios y sabían que lo que hoy está bajo misma corona, mañana quizá no lo esté; se encuentra augusto en el florecimiento del Imperio, recio honor a los tercios y conquistadores, con debido silencio sobre las rebeldías territoriales; remate de época con salpicón de dos siglos y tanto de borbones salteados con repúblicas y dictaduras.

Se siente más seguro en el análisis del siglo XX. En la II República se dedica a dar estopa a los presidentes elegidos democráticamente –como si sus decisiones no fuesen mucho más legítimas que las que hubiese tomado cualquier Borbón en años anteriores, y posteriores— y a poner en solfa los resultados electorales de 1936 conforme a peregrinos argumentarios del primer franquismo; en la Guerra Civil da por sentado que fue mejor solución la dictadura que la revolución, que Durango y Guernica fueron meros accidentes del frente y que los números de muertos son exagerados; y en la dictadura, si bien creemos que Franco no merece un juicio histórico, ni es necesario que lo tenga, sí se le debe al franquismo (al que Payne se empeña en llamarlo pseudofascismo, semifascismo y otros eufemismos), un juicio que no llega y que libros como este vienen a demorar. No por equidistancia, sino por prevalencia. No hay la más leve alusión a la España que se fue al exilio. Ni una España, ni dos Españas, al menos tres. Debe ser que no forma parte de la leyenda negra.

En la Transición, su momento estelar, Payne se viene arriba, se mete en el libro y protagoniza reuniones históricas en EE.UU. donde se decidirá el futuro de España. Como lo leen. Sigue la deriva con defensa del rey, elogio y lamento de Torcuato Fernández-Miranda y lanzamiento de Suárez por el centro izquierda y el pozo de la ambición; sobreviene leñazo a la izquierda, revisión de la Transición como un momento de desmovilización política y modelo para el mundo. Por supuesto, todo es culpa del posmodernismo, el igualitarismo, el “buenismo” (cuando pasa Rodríguez Zapatero, le da un capón) y este sindiós de corrección política y relativismo de izquierda que define Trillo Figueroa como “ideología invisible” (ojo, Trillo el hermano, no el ex ministro). Y para rematar un buen rapapolvo a la memoria histórica (democrática), como si fuese el leviatán que nos conduce al desastre.

En fin, a buen entendedor y aunque lo disfrace de otra cosa, parece panorama de una eterna Guerra Civil, posiblemente iniciada en la Navas de Tolosa, por la que desfilan las sombras de abencerrajes, beltranejos, comuneros, moriscos, catalanes, afrancesados, carlistas, anarquistas, requetés y etarras. No es de extrañar que el escudo heráldico español esté cuarteado, dividido en tantos símbolos (compárenlo con el recio emblema de Francia, con la poderosa cruz griega de plata, con el águila federal alemán que a veces recuerda al de San Juan pasado por el cómic…). Este escudo solo lo cimenta una dinastía con una flor en su centro. Cosas que seguimos viendo en el siglo XXI.

Libros como este establecen la nueva propaganda, la adecuada revisión que espera la derecha (la nueva y la vieja derecha demócrata y democratable) para poder enfrentarse a su pasado y justificar sus ancestros ideológicos sin dolor. Es un libro de opinión, muy versada, muy documentada, que bebe de donde conviene, pero no defiende más que una opinión vieja, muy vieja, disfrazada de nueva. La Historia no obliga más que, como en el adagio, aprender del error pasado (cosa que el autor evoca), porque la Historia nos ha demostrado que no hay organización ni estructura que aguante para siempre, ni el Reich, ni la Catalunya triomfant, ni el París de la Comuna, ni la España de Franco —aunque algunas universidades y organizaciones religiosas se empeñen en los contrario—. Tampoco la Historia es llevada por la voluntad de un ser humano, como Payne quiere hacernos creer, ya sea por el designio en lo universal de los Reyes Católicos, por la ciclotimia del primer Felipe de Borbón, la ambición de Godoy, el calentón de un Primo de Rivera, los excesos de don Niceto Alcalá-Zamora o la fingida imprevisibilidad del dictador, que en este libro parece un pobre hombre obligado y abúlico, soñador del imperio africano, que tuvo que hacer lo que tuvo que hacer porque no había más remedio y bien justificado queda.

Todos ellos no son más que monigotes de las circunstancias sociales, económicas y culturales, del contexto internacional, dando igual el nombre del ser humano e importando mucho más su época, donde el apellido fue un accidente. Si a un estudiante de la Alta Austria le hubiesen elogiado su pobre obra pictórica y hubiese accedido a la Academia de Bellas Artes de Viena, quizá nos hubiéramos evitado un dictador llamado Adolf Hitler y hubiésemos ganado un mediocre pintor, pero ello no aseguraría que hubiésemos evitado el ascenso del nacionalsocialismo y su traca mortal. Tampoco es plan de echarle la culpa al jurado de acceso a la academia vienesa. Creo que esto me lo contaba un viejo músico francés. Este prurito alérgico de anti materialismo histórico de Payne le lleva a perder el rumbo, centrarse en los nombres de los hombres (y pocas mujeres) que presiden las paredes de los salones de pasos perdidos de la Historia, serios y pétreos en sus retratos de plano medio, y además, dedicarse a la historia ficción del qué hubiera pasado si… si Franco se hubiese levantado el 18 de julio con migraña, si don Niceto hubiese dejado gobernar a Gil-Robles, si Pepe Botella hubiese caído en gracia, si, si, si, Sisí emperatriz.

Para enjaretar este país, donde muchos de sus ciudadanos han superado desde hace años el rapto y muerte de la madre patria (a manos de la derecha y con ahogo de naftalina, práctica que se llevó por delante los símbolos, las tradiciones y más de medio orgullo histórico) hace falta más que reinventar la Historia, reinterpretarla y empezar a contarnos un cuento nuevo de dónde venimos y adónde vamos. Será un libro de gran éxito (como los de Pío Moa) para poder discutir en la mesa del gran cuñado, pero insiste en el empeño de la revisión, y sin entrar en el fondo de las cuestiones: veamos nuestra historia, relacionada con todos los pueblos que nos rodean, dejémonos de la visión etnicista (incluso la que proviene de los godos, se sustenta en la Iglesia católica y lo empuja una oligarquía imperial sin sentido del ridículo). Quizá lleguemos a la conclusión de que frente a la leyenda negra nos queda levantar la tortilla de patatas y el gazpacho. No es un mal inicio.

Alfonso Salazar

jueves, 11 de enero de 2018