Cuando la Compañía
E , 506 Regimiento de Infantería Paracaidista, 101 División
Aerotransportada, del Ejército de Estados Unidos pasó la noche del 28 de abril
de 1945 en Buchloe, cerca de Landsberg am Lech, a los pies de los Alpes, se toparon con
su primer campo de concentración. Dice Stephen E. Ambrose que no se trataba de
un campo de exterminio, sino de trabajo,
perteneciente al complejo de Dachau. Ante el desolador panorama de cuerpos
enflaquecidos, rostros desencajados, el teniente Winters, de la Compañía Easy , intentó que unas
ruedas de queso guardadas en un sótano del edificio fuesen entregadas a los
prisioneros desnutridos. Los médicos del Regimiento se lo desaconsejaron: aquellas
personas habían pasado tanto tiempo sin comer a penas que un atracón de queso
podía acabar definitivamente con sus quebradizas vidas.
Winters comunicó al General Taylor lo que habían
encontrado. Éste impuso la Ley Marcial
y obligó, a todos los habitantes de la vecina ciudad de Landsberg entre los
catorce y los ochenta años de edad, a que se armaran de rastrillos y escobas
para enterrar los cadáveres que yacían a la intemperie en Kaufering. Fue en aquel
momento cuando todos los rumores y sospechas acerca de qué pasaba tras las
vallas metálicas de aquel campo se confirmaron. Los vencidos alemanes pudieron
comprobar, escarbando con sus propias manos, qué había hecho el Estado Nacionalsocialista
con todos aquellos que no comulgaban con su doctrina, o simplemente, con todos
aquellos que podrían retrasar la consecución de la gran raza aria y el Reich de
los mil años.
La población alemana había adquirido el
comportamiento nazi con la sencillez que se adaptan los grupos humanos a las
situaciones de terror. Los verdugos de los campos de concentración eran
personas ordinarias, no aberraciones psicológicas, como señaló Browning. Pero
como indica también la profesora Moreno Feliu en su espeluznante etnografía
sobre Auschwitz, también las víctimas eran ordinary
people, “ninguna de las cuáles eligió ser víctima, también eran ciudadanos
ordinarios, en su mayor parte alejados de los sistemas penales, cumplidoras de
las leyes y de las normas culturales de sus comunidades”. Feliu analiza
Auschwitz desde el punto de vista de los ritos iniciáticos de Van Gennep. Todo
rito se sucede en tres fases: una preliminar en que se abandona el antiguo
estatus. Es el momento de la detención, del terror, de la indefensión. Una
segunda es la transición, una fase de ambigüedad, de incertidumbre.
Generalmente sucedía en los trenes que atravesaban el Reich de una a otra punta
cargados de detenidos que no sabían a ciencia cierta a dónde iban, ni para qué.
Al fin y al cabo los alemanes les obligaban a cargar con sus pertenencias, con
lo cuál se vislumbraba un posible futuro. Nadie viaja con maleta si no es para
pasar una temporada fuera, y sobre todo, para volver y poder deshacer la maleta
en casa. Quien nunca va a volver, o fuese camino de la muerte, no lleva
pertenencias, como bien se sabe en los pasillos de condenados a la pena
capital. Ésta segunda fase era más terrible aún que la primera. Conocemos las
descripciones de familias apiñadas en vagones de ganado, la asfixia, el agua de
las mangueras entrando por las ranuras de las paredes cuando un samaritano decidía dar agua a los
sedientos.
La tercera fase es la rampa. La rampa del campo de
concentración, la fase de desvinculación definitiva, en la que los seres humanos que debían renacer -en la estructura de
los ritos de paso-, terminaban muertos en vida unos y gaseados muchos. La rampa
decidía la vida y la muerte de una manera instantánea, era el momento de la
separación de familias, hombres de mujeres, mujeres de niños, ancianos de
hombres. El comandante del campo de Auschwitz, Rudolf Höss relata qué sucedía
en la rampa: “La ruptura de familias y la separación de los hombres de las mujeres
y niños causaba mucha agitación y extendía la ansiedad a todo el transporte que
se incrementaba por la posterior separación de los aptos para el trabajo. Las
familias deseaban a toda costa permanecer juntas. Los seleccionados corrían
para unirse a sus parientes. Las madres con niños intentaban ir con sus maridos
o los ancianos intentaban ir con sus hijos que habían sido seleccionados como
aptos para el trabajo. A menudo la confusión era tan enorme que la selección
tenía que comenzar de nuevo”.
Esos “aptos para el trabajo” -para la explotación, en
resumen- obtendrían la posibilidad de una reincorporación. Los mejor dotados, y los que tuvieron
suerte, se integraron en el campo. Allí llegaban sin nada, pues sus
pertenencias, al menos en el caso de Auschwitz, iban camino de Kanada, los
barracones de almacenaje donde se separaban los bienes preciados de los
personales, donde comenzaba el círculo de negocio del campo de concentración.
Los bienes preciados irían directamente a manos de la SS para su distribución por
Alemania. El resto de bienes era clasificado por unos ochocientos prisioneros.
Los bienes de las víctimas provenían de la cámara de gas de Birkenau. Y parte
de ellos pasaban de nuevo a los prisioneros, pues sisarlos era la manera poder
sobrevivir en el campo.
Álvaro Lozano plantea que no tiene tanta importancia
la cuestión de los supervivientes si es comparada con la cuestión de los
desaparecidos. A su juicio la banalización que realiza del Holocausto Steven
Spielberg en La lista de Schindler
constituye una traición a los millones de víctimas del nazismo que no tuvieron
la fortuna de ser salvadas. Hay una visión en la que coinciden muchos
supervivientes: Auschwitz no se puede contar. Y esa es la conclusión que saca
Claude Lanzmann en “Shoah”, esa visita fantasmagórica a los campos de Chelmno,
Treblinka y otros en suelo polaco. Lanzmann no recreó los campos, sino que los
visitó acompañado de supervivientes. Como dice Simone de Beauvoir: “una de las
grandes habilidades de Claude Lanzmann, ha consistido, verdaderamente, en
contarnos el Holocausto desde el punto de vista de las víctimas, y también de
los “técnicos” que lo hicieron posible y que, no obstante, rechazan cualquier
tipo de responsabilidad. Uno de los más característicos es el burócrata que
organizaba los transportes (…) no niega que los convoyes que se dirigían a los
campos fueran, también, trenes especiales. Pero tiene la pretensión de no
haberse enterado de que los campos significaban exterminio. Aquellos eran,
pensaba él, campos de trabajo donde los más débiles terminaban por morir.” Aquí
reaparecen los “ordinary people” de Browning, gente normal que no se dio por
enterada, hasta que tuvieron que coger rastrillo y pala para enterrar miles de
cadáveres.
Por eso, dice Álvaro Lozano, Spielberg escogió a Amon
Göth, el verdugo de Plaszow, que se dedicaba a disparar con su rifle a los
prisioneros sin importarle qué fueran, “era un personaje muy alejado del hombre
corriente por lo que se adaptaba de
maravilla a las necesidades de un villano para la gran pantalla (…) Göth se
convertía en el arquetipo del asesino del Holocausto por antonomasia en la
iconografía contemporánea”. Una vez conseguido el verdugo -que no es una
persona ordinaria, sino que retoma el axioma de la aberración psicológica-,
toda el agua del odio vuelve a su cauce. Pero ya nos avisó Robert Proctor,
cuando nos dijo que las teorías y
política racial nazi no fue producto de una banda de psicóticos o marginales,
sino de profesionales y científicos. La teoría racista nazi no se apoyó en
charlatanes, sino en médicos y biólogos de alto nivel científico. Esto es: no
eran máquinas de criminalidad, ni desviaciones malignas de la ciencia, sino
seres humanos, sin vuelta de hoja.
Como dice Lozano en su artículo, la lectura desde
Hollywood del Holocausto había pasado de la víctima Anna Frank, al
superviviente Elie Wiesel, y de ahí al creador de la representación del
Holocausto: Spielberg. Las películas de Hollywood se apoderan de la Historia , el Pensamiento
Único re-interpreta para todos nosotros, y nosotros somos re-presentados a la Historia. Basta
señalar la referencia que hace Lozano a cómo Hillary Clinton señaló en el
Congreso el parecido entre la huida de los refugiados kosovares y La Lista de Schindler, a lo que un disidente
serbio replicó sin ambages en The New York Times: “las personas que aprenden
historia en las películas de Spielberg no deberían decirnos cómo tenemos que
vivir”.
El uso de Schindler como icono, en palabras de
Lozano, supone que, de todas las historias que pudo elegir Spielberg, “eligió
la más marginal y exótica: un rescatador nazi-cristiano”. Pudieron ser otros: Wallenberg,
Irene Sendler, Arístides de Souza, Sanz Briz o Tuvia Bielski. Otros
rescatadores, con un mayor número de vidas salvadas a sus espaldas, aunque uno
sueco, otra polaca, un portugués, un español, un partisano polaco judío... Pero
el nazi-cristiano, era desde luego, una imagen más reconciliadora. Como si el Holocausto tuviese posibilidad alguna de
conciliación.
Irène Némirovsky, escritora ucraniana asentada en
Francia escribió Suite francesa, una
novela que podemos llamar de proceso e inacabada. Ante la llegada de las fuerzas
alemanas en 1940, miles
de personas huyen de París a las provincias, pues como indica Eric Wolf, de un modo
más general: “los hogares campesinos son como santuarios ante los estragos que
afligen a la gente en las ciudades”. Hacia esos santuarios se dirige Némirovsky, con dos hijas de corta edad, hacia el sur,
atravesando la línea de demarcación, intentando alcanzar una quimérica zona
libre en la Borgoña ,
bajo el dominio perverso del Gobierno colaboracionista de Vichy. Se cruzaron
con los despojos del ejército francés y con el paso triunfal de las columnas
germanas. En el santuario campesino comenzó a escribir Suite Francesa, cuya primera parte Tempestad en Junio es un impresionante fresco de la atropellada
marcha en fuga de las columnas de refugiados. La referencia inmediata era la Primera Guerra ,
donde se produjeron escenas que en aquel verano de 1940 ofrecían la sensación
de déjà vu.
Irène Némirovsky no vería el final de
aquello, el remate de la historia que conocemos: la derrota del ejército nazi y
el desvelo de la barbarie. Sus notas, esas que reflexionan sobre el devenir de
su novela y que intituló “Sobre la situación de Francia”, se interrumpen el 11
de julio de 1942. Comienza entonces la otra novela,
esa que fue cruelmente real, la que le condujo a la gendarmería de Pithiviers y
desde allí el largo viaje hasta Auschwitz-Birkenau. Su marido, Michel Epstein,
movió todos sus precarios contactos para poder recuperarla, retornarla a
Francia, e incluso propuso intercambiarse por ella. La respuesta del Gobierno
francés fue entregarlo a él mismo a los alemanes. Irène moriría en agosto del
mismo año 1942, posiblemente el asma crónico ayudó a hacer más difícil ese
precario mes de vida última. Su esposo fue ejecutado en el mismo lugar tres
meses más tarde. Sus dos hijas pequeñas fueron perseguidas en la propia
Francia, siendo francesas pero judías, y salvaron la vida con fortuna y gracias
a los desvelos de amigos cercanos a la familia.
Némirovsky no pudo tan siquiera imaginar
Auschwitz, pero fue lo que vivió. Finalizada la guerra, sus hijas esperaron en
vano la vuelta de sus padres en el andén de la estación. No pudo alcanzar la
lista de los supervivientes, esos que en palabras de Primo Levi: “han
experimentado remordimiento, vergüenza, dolor en resumen, por culpas que otros
y no ellos habían cometido, y a los cuales se han sentido arrastrados, porque
sentían que cuanto había sucedido a su alrededor en su presencia, y en ellos
mismos, era irrevocable. No podría ser lavado jamás”. Levi terminó,
aparentemente, suicidándose cuarenta años después, teniendo aún en su brazo un
número -“nos quitarán hasta el nombre”, dijo-, inscrito con tinta Pelikan, el
proveedor nazi.
Para Levi y otros muchos, las verdaderas
víctimas no fueron los supervivientes, sino los muchísimos y muchísimas némirovskys, un listado que se nos
antoja eterno. Que la población alemana –y la de sus aliados, y la de los neutrales, y la de sus enemigos- fuese o
no consciente de la tremenda suspensión de moral que significaron los campos de
concentración, es una cuestión que hizo sangre en la memoria de los alemanes
durante la segunda mitad del siglo XX y que sigue haciéndola. Schlink
reflexiona sobre ello en El lector. Sebald
incluyó uno de los inquietantes reversos de la barbarie –el otro es la aniquilación
atómica de Hiroshima y Nagasaki- en Sobre
la historia natural de la destrucción, donde reflexiona sobre la
destrucción de las ciudades alemanas y su exclusión de la memoria colectiva. En
1948 Marcuse y Heidegger se carteaban agriamente sobre la culpa. Casi cuarenta
años después, en 1986, Habermas y Nolte discutían sobre el mismo asunto. Pero Jaspers
en El problema de la culpa había
dicho que “el terror produjo el
sorprendente fenómeno de que el pueblo alemán participara en los crímenes del
Führer. Los sometidos se convirtieron en cómplices. Desde luego, en una medida
limitada pero, de forma tal, que personas de las cuales nunca uno lo hubiera
esperado (…) asesinaron también concienzudamente y, siguiendo órdenes,
cometieron los otros crímenes en los campos de concentración. (…) Nos robaron
la libertad, primero la interna y luego la externa. Pero fueron posibles (los
jefes nazis) porque tantas personas no querían ser libres, no querían ser
autorresponsables. Hoy tenemos las consecuencias de esta renuncia”.
Como dijo Elliot, “el pasado está
presente en el futuro”. Es la conclusión a la que llegan muchos de los
historiadores, aunque su apuesta de cómo interpretar qué sucedió difiera tanto
como lo hace la propuesta de Habermas de la de Nolte. Y es ésta la luz que guía
Poemas a quemarropa.
Poemas
a quemarropa vuelve la
vista hacia Theriesenstadt, hoy Terezin, sesenta kilómetros al norte de Praga. Presentada como una ideal colonia
judía, fue en realidad un campo de concentración, parada y maldita fonda camino
de Auschwitz. La mascarada llegó hasta la grabación de un documental en 1944
con dirección de Kurt Gerron que
recogiese el bienestar que el Reich prestaba a los judíos. El director y su
familia fueron asesinados en Auschwitz al finalizar el rodaje. Thesiesenstadt
fue un campo extraño, quizá por la
masiva presencia de judíos daneses –los que no pudieron huir a Suecia-, y el
control que la Cruz Roja
Internacional intentó mantener con una constante atención al Campo. La creación
artística tuvo cabida en el campo, un fenómeno nada común en un espacio de
tránsito hacia la suspensión del orden moral. Quizá su dimensión de estación
intermedia hacia Auschwitz permitió que pudiera aflorar la más característica
de las actividades humanas: la producción de cultura. Ahí está el estreno de Brundibar de Hans Krasa, que también morirá
después en Auschwitz. Y las obras pictóricas infantiles que fueron posibles
gracias a la implicación de la prisionera Federika Dicker Brandeis, una artista
criada en la Bauhaus ,
que utilizó la enseñanza del Arte como terapia. Se recuperaron casi 4.500 obras,
que fueron utilizadas como prueba en el Juicio de Nüremberg y expuestas en el
Museo Judío de Praga y la Sinagoga Pinkas
de la misma ciudad. Dicker Brandeis también fue asesinada en Auschwitz-Birkenau.
Quizá el dolor de las víctimas, la
dimensión de la barbarie, tiene en las víctimas infantiles su manifestación más
extrema. La maquinaria de muerte nunca hizo distingos. El orden moral estaba en
suspenso en su concepción y la solidaridad humana no tenía lugar en el interior
del campo, ni como humanidad, ni como mutuo apoyo, ni siquiera como el más
sencillo respeto. Poemas a quemarropa recuerda
a aquellos pequeños alumnos de Friedl Dicker Brandeis, discípulos-nietos de
Paul Klee, que murieron en los campos de concentración. Los desaparecidos.
Alfonso Salazar, septiembre 2010.
Un epílogo a "Poemas a Quemarropa", de Juan
Carlos Friebe
En este
texto se citan frases de los libros En el
corazón de la zona gris. Una lectura etnográfica de los campos de Auschwitz,
de Paz Moreno Feliu, Trotta, 2010. Shoah
de Claude Lanzmann, Tiempo al tiempo, 2003. El
Holocausto y la cultura de masas de Álvaro Lozano, Melusina, 2010. El problema de la culpa de Karl Jaspers,
Paidós, 1998. Y la trilogía de Primo Levi Si
esto es un hombre, La tregua y Los
hundidos y los salvados, todas ellas editadas por Muchnik.
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