Una joven volátil, entusiasmada y enamorada de todo lo que la vida podría depararle. Estancias bajo los frambuesos campestres, ilusiones que traen los títulos académicos conseguidos y alegría ante el verano que se anuncia en 1942, cuando conoce a un encantador joven, Jean Morawiecki, a quien le une la devoción por la música romántica rusa. Pero Hélène Berr era judía. Y París, 1942 y Judaísmo eran los ingredientes precisos para la barbarie nazi.
La barbarie empieza en el Diario como si nada: su madre avisa a Hélène de la obligación de
llevar una estrella amarilla cosida a la ropa. Se rebela, pero acepta llevarla
como un símbolo de valentía. Las miradas compasivas, las repugnantes, las
indiferentes, de las gentes que habitan las elegantes calles de París, pasan
por el diario. Como la humillación de viajar en el último vagón, impuesta a los
judíos en junio de
Llega el silencio. De noviembre de
Todo ha cambiado definitivamente: “ahora el sentido del humor me parece un sacrilegio”, escribe. Los alemanes detienen a compañeras de la UGIF, institución que se pensaba estaría a salvo de las redadas. Llegan noticias, rumores, de gases en campos de concentración. Los temores de la detención se suceden. Berr deambula por un París que parece no querer saber nada. Los cristianos se asombran de las historias que cuenta: no dan crédito. Exageraciones de judíos.
Hasta aquella parada en la escritura el diario estaba escrito hacia ella. Ahora, toma como auditorio a todos los que la escucharán en el futuro, a Jean Morawieczi, a quien dedica sus anotaciones. “Descansaremos cuando estemos muertos” remedando una cita de Chéjov, de El Tío Vania, anota. Huir o quedarse. Arrepentirse en el futuro, de cualquier manera. Nunca se sabe cuando llegará el golpe definitivo. Reflexiona sobre la condición de judío, eso que ella nunca se consideró. Los otros marcan, se anuncian las consideraciones de Sartre: es el antisemita quien creó al judío.
Ante el aluvión de detenciones, los rumores, las duras anécdotas que desbroza, las dudas sobre la información que llega –incluso sobre Katyn-, los Berr se trasladan y dejan su casa en Elisée Reclus –a metros de la Torre Eiffel- para refugiarse en pisos de conocidos. El Diario calló el 15 de febrero de 1944. Faltaba medio año para la liberación de París. Un mes más tarde, lo que queda de la familia Berr es detenida en su casa, adonde han vuelto: quizá fuese el cansancio, quizá la valentía o la comodidad. Quizá simplemente una confianza excesiva en su estrella.
El día que cumple 23 años, Hélène Berr es deportada con sus padres. Antoinette muere a fines de abril en una cámara de gas. Raymond es asesinado a finales de septiembre del mismo año en Auschwitz III. Hélène es evacuada de Auschwitz y en noviembre está internada en Bergen-Belsen, donde muere Ana Frank en marzo del 45. La joven Berr sobrevive poco más un mes. Pocos días antes de la liberación del campo muere de tifus, como la pequeña holandesa, como Irène Némirovsky.
Se ha comparado el Diario con el homónimo de Ana Frank. Pero el Diario de Ana Frank nunca ha superado pruebas de veracidad. Ha sido un excelente caldo del que han bebido los negacionistas. La obra de la ucraniana Irène Némirovsky –su Suite Francesa- se acerca al punto de vista de la segunda parte del Diario de Berr, si bien es cierto que no solo la calidad literaria les separa, sino la intención. Némirovsky escribe una novela que se trufa de la realidad, de la tempestuosa huida de París de 1940, de la estancia en los campos de la Francia de Vichy, donde soldados alemanes conviven con los pueblerinos. Una novela inacabada, que tenía en su estructura, anotada por la autora, una última parte denominada La Paix. La historia contada por Berr está a pie de calle. Podemos pasear con ella del Barrio Latino a Neully, de La Concorde al Campo de Marte. Y podemos acompañarla en los últimos meses, donde la consciencia del horror asaltó las notas del Diario.
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