En 1994 se inició un curioso
experimento sociológico, sin pretenderlo. Joe Berlinger y Bruce Sinofsky, dos
documentalistas estadounidenses con escasa experiencia y una recién estrenada
pequeña productora (Maysles Films), prestaron atención al juicio que se
iniciaría en West Memphis (Arkansas) donde serían procesados tres adolescentes.
La acusación acusaba a Damien Echols, Jason
Baldwin, y Jessie Misskelley de ejecutar un ritual satánico con resultado de
muerte en las personas de Christopher Byers, Michael Moore y Stevie Branch,
tres niños de ocho años de edad.
Berlinger y Sinofsky se trasladaron con su equipo a una ciudad sureña del medio oeste americano que no supera los veinticinco mil habitantes. Es una pequeña población al otro lado del río Misisipi, frente a Memphis (en el vecino estado de Tennessee). La ciudad fundada por Hernando Soto en territorio chickasaw y afamada por su densidad musical en la historia reciente: fue el criadero de Elvis, BB King, John Lee Hooker, Alex Chilton, Roy Orbison… West Memphis es en la práctica un suburbio del gran centro de transportes que es su vecina homónima. Una localidad con un tanto por ciento de población negra superior al 50 % que progresó con la industria maderera y sobre todo con la estratégica situación en la red de tránsito rodado estadounidense, lo que le procura un importante papel en las operaciones de distribución y montaje. Sin embargo, West Memphis mantiene tasas de delincuencia por encima de la media nacional, con una cuarta parte de la población por debajo del umbral de la pobreza. Se encuentra en la zona que en EEUU es denominada el “cinturón de la Biblia”, que engloba el sureste y centro-sur del país, donde predomina socialmente el conservadurismo evangélico.
Los tres adolescentes -conocidos como “los tres de West Memphis“ (WM3) para la historia-, fueron acusados del asesinato y la mutilación sexual de tres niños en una frondosa zona alrededor de la ciudad, conocida como Robin Hood Hills. Los chicos habían desaparecido a principios de mayo de 1993 y fueron hallados sus cadáveres al día siguiente, en una zanja, casi desnudos y atadas sus extremidades por la espalda, como los cerdos. El diagnóstico del forense determinó que Moore y Branch habían muerto por ahogamiento y a Byers, además, le habían seccionado el pene y el escroto.
Tras algunos indicios que fueron desechados, Jessie Miskelley fue interrogado a principios del mes de junio durante doce horas y sin la obtención por parte de la policía de un permiso paterno. Miskelley tenía diecisiete años, un coeficiente intelectual de 72 y había abandonado la escolarización. Solo se grabó un amínima parte, una hora y media, de aquel interrogatorio. Tras la confesión, la policía decidió detener a Damian Echols, un joven de dieciocho años, con un historial donde figuraban una estancia en una institución mental, diagnósticos de depresión y tendencias suicidas. Echols, cuya familia era asidua usuaria de los servicios sociales, esperaba por entonces un hijo de su novia y había sido detenido anteriormente por vandalismo y hurto. Solía llevar camisetas de heavy, vestía con estética “gótica”, practicaba la wicca –una religión neopagana- y leía novelas de Stephen King. Tales argumentos fueron utilizados en el juicio. También fue detenido su amigo Jason Baldwin, dos años menor que Damian, un chico que destacaba en la escuela por su afición al diseño gráfico y coincidía con Echols en sus aficiones y en la aversión por el asfixiante clima social de la ciudad.
En cuanto los tres fueron acusados de la matanza, los ciudadanos de West Memphis se sintieron aliviados. Existían unos monstruos que habían cometido los atroces crímenes y se haría justicia. Se dirigió la ira de la comunidad hacia estos tres adolescentes, aparentemente involucrados en cultos satánicos. Los rumores sobre las actividades de grupos satánicos abundaban en esta comunidad predominantemente baptista desde décadas atrás. Los periódicos locales alimentaron la sed de sangre de la comunidad ,desde el momento en que se realizaron las detenciones hasta que los chicos fueron juzgados. Corrían por las tiendas de comestibles, bares y gasolineras historias de abominaciones satánicas, rumores, conclusiones de demostrada culpabilidad.
Fue en ese momento cuando Berlinger y Sinofsky se presentaron en West Memphis. Primero sería juzgado Misskelley de manera separada, y posteriormente Echols y Baldwin. Los cineastas recogieron en sus grabaciones el esperpento que supusieron ambos juicios: Misskelley fue condenado a cadena perpetua en el primer proceso. Baldwin obtuvo la misma pena en el segundo, mientras Damian Echols fue condenado a pena de muerte por inyección letal. Era abril de 1994. No había pasado ni un año del hallazgo de los cuerpos mutilados de los niños.
Lo que recogieron en su primer documental (Paradise Lost 1: The child murder in Robin Hood Hills, con música de Metallica) recoge un despropósito tras otro. Sinofsky y Berlinger solo mostraron respuestas de los implicados, sin preguntas: de los padres de los niños asesinados, de la policía, de periodistas locales, abogados y fiscales, de sencillos ciudadanos. Algunos de los protagonistas del documental tomaron un papel fundamental. En tanto filmaban el documental los directores recibieron, a través del cameraman Doug Cooper, una navaja entregada por John Mark Byers, padrastro de una de las víctimas. Examinaron la navaja y encontraron rastros de sangre, así que la entregaron a la policía.
La película tuvo éxito, y provocó acusaciones de una instrucción policial nefasta, de conclusiones extraídas sin fundamento, de interrogatorios ilegales y obtenidos bajo amenaza, de filtraciones, registros desastrosos, retractos, hipótesis alternativas que fueron desechadas despreocupadamente…
Los documentalistas volvieron en el año 2000 para grabar Paradise Lost 2: Revelations. La gran resonancia y buenas críticas de la primera entrega, la publicación de libros, había provocado una movilización en el resto del país cristalizada en grupos que consideraban que el juicio no había sido justo. Sinofsky y Berlinger, es cierto, no encontraron para su segunda entrega las mismas facilidades, por parte de las autoridades, que habían encontrado en la primera visita. Pero ciertos personajes, como John Mark Byers asumieron un papel inesperado, pues se rumoreaba sobre su posible implicación en el crimen. Byers, como inmerso en un reality show, asumió el rol protagonista, elucubraba hipótesis, teatralizaba, cantaba salmos religiosos, hacía prácticas de tiro sobre calabazas, como si fueran las cabezas de los condenados, a quienes condenaba con un cuidado y vengativo discurso bíblico. Bruce Sinofsky lo denominó "una de las figuras más interesantes de la historia del cine."
En la segunda entrega, conocemos que Echols ha recurrido su sentencia a muerte y es apoyado por grupos llegados de todo el país. Se toman en cuenta nuevas pruebas y queda patente la chapucera gestión que una policía, sobrepasada, había llevado a cabo siete años atrás. Se publican libros, conocidas figuras del cine y la música toman partido, las redes sociales hierven en posturas encontradas, aquellos que apoyan a los WM3 contra quienes los consideran psicópatas culpables: los “suporters”, contra los “nons”.
Hubo una secuela más, Paradise Lost, 3: Purgatory, en 2011. Aquellos jóvenes han pasado dieciocho años encarcelados. El efecto propagandístico de la trilogía de los documentalistas ha procurado que Echols pueda recurrir a reconocidos forenses para realizar pruebas de ADN, que no se pudieron realizar en su momento, y espera poder obtener la celebración de un nuevo juicio. El equipo de abogados de los tres de West Memphis, que nada tiene que ver con la actitud del original, plantea las contradicciones y graves errores procesales cometidos en el año 1994. Entra en escena otro de los padrastros, Terry Hobbs, sobre quien también se centran sospechas. Testigos, familiares, implicados en la investigación comienzan a manifestar serias dudas sobre la comisión del delito. El propio John Mark –que ha perdido el halo de iluminado que exhibió- manifiesta sus incertidumbres.
Con la oposición de los juzgados menores, la Corte Suprema de Arkansas admite a trámite la apelación para decidir si debe celebrarse un nuevo juicio. Cuatro meses después se aplica una complicada argucia legal denominada Doctrina Alford, por el cual el acusado afirma su inocencia, pero admite que existen suficientes pruebas para condenarlo por el delito. De esta manera se alcanzó un acuerdo con la fiscalía, eso sí, sin poder iniciar una acción civil contra el Estado por encarcelamiento injusto. Fueron condenados por el juez a dieciocho años y setenta y ocho días, justo el tiempo que habían pasado en la cárcel, y a un incremento de diez años en libertad condicional.
Este último documental fue nominado en la entrega de los premios Oscar de 2012, tras recibir el Nacional Borrad of Review. Pero ganó otro documental (Undefeated), que sucedía en la vecina Memphis, en torno a un entrenador de fútbol americano que conseguía que una escuela del centro de la ciudad jugase por primera vez en 110 años un partido de playoff. Curiosa competición en Hollywood.
La triología de Berlinger y Sinofsky, iniciada en la era predigital, antes de la efervescencia de información a través de las redes, es un notable ejemplo de impacto del cine documental en la opinión pública. Si los cineastas no hubiesen tomado sus pertrechos y se hubiesen plantado en la puerta de los juzgados de West Memphis, la historia podría haber sido otra, muy distinta. Y es un documento impagable que muestra la fina línea que divide la verdad de los hechos del deseo comunitario, que mezcla las convicciones religiosas y el fanatismo con los procesos policiales y judiciales. Un experimento casual que, en definitiva, enseña cuánto de espectáculo tiene nuestra sociedad y la pervivencia de la caza de brujas en el umbral del siglo XXI.
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