La propuesta de reforma del Partido Popular de la Ley Electoral tiene
como principal objetivo una coletilla sencilla que se añadiría al artículo 180
de la Ley Orgánica
5/1985, que aún no está redactada, pero podría dejar
al artículo diciendo algo tal que así: “La atribución de los puestos de
Concejales en cada Ayuntamiento se realiza siguiendo el mismo procedimiento
previsto en el artículo 163.1 de esta Ley, con la única salvedad de que no son
tenidas en cuenta aquellas candidaturas que no obtengan, por lo menos, el 5 por
100 de los votos válidos emitidos en la circunscripción. La candidatura
que haya
superado el 40% de los votos válidos emitidos en la circunscripción y supere, al menos en cinco puntos porcentuales a la siguiente candidatura, obtendrá
automáticamente la mitad más uno de los puestos de concejal en el Ayuntamiento”. El subrayado pertenece a la aportación que se quiere
hacer al artículo. La práctica ya fue estudiada por el PSOE a fines del siglo
pasado, con variantes importantes, como la contemplación de la segunda vuelta.
La intención de reformar el sistema de representatividad en los Ayuntamientos no
es nueva.
El objetivo de esta
reforma, que iba en el programa electoral, se justifica en facilitar la gobernabilidad y la estabilidad de la corporación.
Pero estamos ante un cambio trascendental de las reglas de juego.
Hasta el
momento, en las más importantes elecciones, una persona valía un voto, si bien
los sistema electorales y la determinación de las circunscripciones (como
sucede en las Elecciones Generales en España) hayan relativizado estos valores,
y como bien sabemos, el voto de una persona de provincias con grandes urbes “vale”
mucho menos que el de una provincia de escasa población. Basta comparar cuántos votos
sostienen a un parlamentario de Guadalajara y a otro barcelonés, por poner dos
ejemplos extremos (unos 25.000 en la primera frente a unos 130.000 en la
segunda). Esta representación
infravalorada de las zonas urbanas más pobladas frente a una representación sobrevalorada
de las zonas rurales despobladas es una fuente discriminatoria que hace que la
calidad de equidad del voto quede en entredicho. Nada se ha hecho para solventarlo
en los últimos 40 años. La igualdad es un camelo cuando el voto que realiza una
persona cualquiera no tiene el mismo valor que el de cualquier otro ciudadano de la misma comunidad.
Además, perviven
instituciones en este país nuestro que no se rigen por la elección directa -como
sucede en Elecciones Generales, Autonómicas o Municipales-, es el caso de las Diputaciones
Provinciales, que mantienen unas estructuras de representación basadas en los
Partidos Judiciales (ambas instituciones datan del siglo XIX y fueron fruto de
la ordenación provincial del motrileño Javier de Burgos) y completan la formación
de sus gobiernos a través de voto indirecto. Pero incluso en estas instituciones ajadas, el voto del ciudadano
tiene un valor único.
Indirecto, pero único, igual, aunque con una proporcionalidad tamizada en la
distribución de los partidos judiciales, que como en el caso anterior desequilibra el igual valor de votos que precisa el representante.
Sin embargo, en
este cambio legislativo, lo que cambiará será el valor del voto ciudadano. Se primará la mayoría simple, de manera que sin ser ducho en
matemáticas, el voto del ciudadano proclive a la mayoría, ese que vota con el
40,01 % mayoritario, tendrá un valor superior al del ciudadano que vota con el 59,99 % que disiente.
El galimatías
del voto es complejo y este no es el lugar para analizar su historia, sus características
(universal, libre, directo, secreto, etc) ni su estructura. Nos interesa en
todo caso una de las características del voto en democracia: que será igual, dice el articulado constitucional. Este
concepto sí queda reservado y observado por la Constitución Española en el
artículo 68.1, con poco margen interpretativo. Así aparece también en el
artículo 140, referente a los Ayuntamientos. Que
el voto sea igual significa que cada voto, cuantitativamente, no varía de uno a
otro ciudadano. Es decir, que no vale el voto doble.
Pero la proporcionalidad,
que es lo que está en juego, solo está garantizada para el Congreso (art. 68.3).
Sin ser experto constitucionalista, uno puede sospechar que la valoración se
hará a posteriori, que el voto seguirá siendo igual, pero la aplicación de la fórmula magistral electoral, esto es, la
interpretación y traducción matemática del voto, no lo será.
En esta
propuesta de reforma se puede deducir que se enmascara un voto desigual pero, que
en tal caso, se presentará como un voto con plusvalía. El voto de la mayoría no obtendrá un plus cuantitativamente,
sino cualitativamente y
conforme a la interpretación posterior que haga el sistema electoral. Así, no
se trata de que cuantitativamente un voto “valga más” en el momento de ser
depositado en una urna, sino en su valoración posterior, cuestión que queda al
albur de las Leyes Orgánicas (aquí pueden entrar muchas de las correcciones que
los expertos en constitucionalismo del 78 podrían aportar), que no están
protegidas por la obligatoria mayoría cualificada que se exige en las
modificaciones constitucionales. El problema reside, pues, en la
proporcionalidad más que en la condición de igual
del voto. Pero en aras de la gobernabilidad, hasta la condición de igual puede ponerse en juego.
El voto
desigual, que cualquier día podría plantearse -y bastaría la reforma
constitucional del artículo de manera conveniente-, podría provocar que el voto
de quien paga más impuestos valga más que el del que paga menos y termine por convertir el Estado en una Sociedad Anónima con un sistema
de participaciones donde los ciudadanos son accionistas desparejos. Casos han
existido en el pasado en Europa, donde los propietarios de la tierra tenían más
de un voto, o donde los grandes propietarios podían votar en varias circunscripciones.
Cosas más raras podemos ver.
La consolidación
de “una persona, un voto” que se realizó en la España de los setenta del siglo
pasado es revisado a la baja, y conforme a la comparativa con otros estados
europeos, en defensa de la gobernabilidad y contra la fullería que provocan determinados
y oscuros pactos postelectorales (tripartitos, tetrapartitos…). Sin embargo, la
sobrevaloración de los votos mayoritarios –también podría aplicarse un sistema
mayoritario, y punto, y de esa manera evitar el paripé de la proporcionalidad- parece
tener como fin el enroque de las opciones de los dos grandes
partidos. La
mayoría absoluta, sí ha quedado demostrado, tiene en nuestro país una vocación
de rodillo político. Esta sobrevaloración incide en posibilitar la creación de
rodillos sin mayorías matemáticas. El consenso es una práctica desconocida y la
defensa del bien –y el sentido- común un bien escaso. De tal manera, podríamos asegurarnos que el 40 % de la población, de manera
legal, se convirtiese en mayoría absoluta. El bipartidismo español incide en la renuncia al
pacto históricamente; y los pequeños partidos, condenados a auparse al poder
como bisagras, no tienen la capacidad -ni el sistema electoral les estimula-,
para convertirse en artífices de pactos y acuerdos.
En Francia,
Italia, Alemania, los sistemas de elección del gobierno municipal son de
distinta naturaleza, varían según las dimensiones de los municipios (como pasa
en nuestro país en aquellos con poblaciones menores de 250 habitantes y los de
régimen de Consejo Abierto, que son muchos municipios, aunque de poquísima
población relativa). En muchos de estos países se diferencia la elección del
Alcalde (gestión) de la elección del Pleno (normativo y de control); se aplican
sistemas de segunda vuelta donde el número de candidatos queda restringido; o
como en la propuesta del PP, se priman las listas más votadas aplicando tantos
por ciento de representación por encima de los tantos por ciento de
representatividad obtenida, incluso otorgando un 60 %. Aunque es rarísimo el
caso en que no se precise de una segunda vuelta confirmatoria. El sistema de bonus track, a vuelta simple, es el que está
sobre la mesa. Una fórmula electoral que convertirá votos en concejales con un
salto mortal sobre la noción de representatividad proporcional que nos ha
caracterizado.
Sorprende que en
una situación de quiebra de confianza en los partidos políticos –y en las
instituciones en general-, esta sea una de las preocupaciones de los grandes
partidos. En vez de mirar hacia las fuentes que han generado la
desconfianza y proponerse elevar los niveles de transparencia, la elección democrática de sus propias
candidaturas, estudiar la aplicación de las listas abiertas y fajarse en el
acercamiento a la ciudadanía para retomar la confianza perdida, se plantee una bunkerización del voto, una
minusvaloración de los votos disidentes. Lo que a la larga contribuye a
alimentar la sensación de que son votos inútiles todos aquellos que no se
apegan a las listas mayoritarias. En vez de profundizar en la riqueza de la
representatividad, en el entendimiento entre representantes en continua
comunicación con sus bases y simpatizantes, el camino tomado lleva hacia una
cada vez más lejana regeneración e higiene democrática y busca recuperar los cimientos roídos del bipartidismo.
Alfonso Salazar
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