Lo sabemos, pero hay que recordar
una vez más que el sector cultural atraviesa desde hace seis años una crisis
sin precedentes. Los planteamientos desde las administraciones públicas que se
dieron desde mediados de los noventa germinaron en un potente sector que se nutría,
esencialmente, del apoyo público -es cierto-, pero es que la cultura y las
artes escénicas y vivas no tienen en nuestro sistema más viabilidad que el
apoyo público. No solo la cultura, miren la agricultura, la industria
automovilística o la bancaria. Sin embargo, en tanto en unos sectores el apoyo
público se mantiene para evitar el desplome financiero o mantener puestos de
trabajo –y ganancias empresariales-, en el sector cultural el apoyo público es
la única vía de financiación. Algunas de las razones de ser del sistema
subsisten en la carencia de una exigente educación que dé valor a la cultura y
propicie que el espectador esté dispuesto a invertir las cantidades que son precisas
en el consumo cultural –tanto como lo hace en el espectáculo del
entretenimiento-, pero también persiste en sus cimientos una enfermedad de
costes que se arrastra desde la eclosión del capitalismo y que se manifiesta en
que los costes de las artes escénicas y vivas no son fácilmente reducibles a
través de abaratamiento de los costes de producción con una producción en serie,
como ocurre en el sector industrial de la cultura –el cine, la televisión y el
libro-, y su valor aumenta sin posibilidad de minorar sus costes, como si fuese
un fósil del mundo previo a la revolución industrial en un mundo postindustrial.
Unan a ello que estas manifestaciones culturales se manejan entre la invención
y la creación, con productos de riesgo que pueden fracasar para abrir la brecha
de productos futuros, es decir, la cultura como inversión, no como gasto.
El caso es que el sector avanzó
en los años noventa y principios de siglos hasta límites insospechados: en la Comunidad
Andaluza, por ejemplo, se edificaron numerosos contenedores culturales –en su
mayoría sin un plan de desarrollo artístico y humano-, dependientes de las instituciones
públicas; se estimuló la creación de empresas y se premió el estricto
cumplimiento de la legislación laboral y tributaria en un sector que hasta
entonces se movía entre el amateurismo y la incipiente profesionalización; se abrieron
vías de formación hasta entonces desconocidas, tanto en el sector de la
interpretación como en el de la gestión y administración, con la implicación de
las Universidades y de agencias públicas; se reflexionó, se pensó y se publicaron
ríos de tinta entre el es y el debe ser de la cultura como sector.
Pero todo aquel sector que comenzaba
a ser pujante, que podía vanagloriarse de su presentación política como motor
económico del futuro, donde se mezclaron profesionales de la farándula y el
espectáculo televisivo con tufo a Operación Triunfo con artesanos de la interpretación
de las obras del Siglo de Oro y exploradores de músicas que estaban olvidadas
en cajones de una sacristía cualquiera, aquel sector que vivía con el Estado como
mecenas, de la implicación de las administraciones en su mantenimiento,
despertó día a día en un mundo donde los recursos escaseaban y la coartada de las
prioridades sociales funcionó como accionamiento para cerrar un grifo, que por
otra parte nunca fue a mansalva.
Podríamos dedicar varias páginas
a reflexionar sobre qué es cultura, pero nos desviaría del tema del presente artículo. Baste decir que cultura es lo que emancipa, lo que convierte al
ciudadano en un ser crítico, emocionado, lo que en el lenguaje llano sería “nos hace ser más humanos”. No es aquello que sencillamente entretiene -¡qué importante es entretener!-, aquello que pertenece a un sector comercial y mercadeado que se sostiene con una globalización fundada en el modelo de las majors capitalistas. La cultura también entretiene, pero no solo entretiene.
El caso es que la ruina de esta
microcultura, frente a esa macrocultura que comprendería el otro sector, el de
las industrias culturales, y que siguen a menudo el modelo major entertainment, cristaliza
en la programación de cualquier ciudad media: son las clases medias de
intérpretes, gestores y empresarios -muy medianos y pequeños- de la cultura los
que han visto cómo su medio de vida ha menguado, y les pueden decir ustedes que, al fin
y al cabo, estaban haciendo cultura por encima de las posibilidades de la sociedad.
Los síntomas del empobrecimiento no solo están en el ahogo y desaparición de
las pequeñas empresas, en la escuálida resistencia a través de unos presupuestos
públicos mermados, ante una ley de supervivencia donde los más fuertes, los
menos dependientes o los mejor contactados perduran, sino en el panorama que se
avecina: el campo del amateurismo campa a sus anchas donde antes había
profesionales, sin que las administraciones –que parecen ahora desmemoriadas-
hagan el más mínimo esfuerzo por corregir la situación. Más bien al contrario,
la estimulan acuciados por unos presupuestos empobrecidos y una demanda que se
mantiene.
Allí donde antes se programaba una
compañía teatral forjada con esfuerzo, que cumplía con sus obligaciones
tributarias y laborales, que generaba riqueza, se encuentra el espectador la
labor de una compañía de aficionados –también encomiable e indiscutible cantera-
que si bien cumple el expediente de la programación no aprueba en el estímulo
económico del sector, sino que lo arruina. Allí donde antes se programaba una
orquesta cuyo trabajo se esforzaba en el mantenimiento de un legado de siglos,
encontramos orquestas jóvenes, que bajo el amparo y la justificación de la
formación, vienen a sustituir a sus mayores abonando un terreno donde ellos
mismos, en un futuro muy cercano, serán sustituidos por nuevos jóvenes en
formación, en una espiral sin sentido. Allí donde los profesionales de la
programación cultural, los productores, se esforzaban en diseñar nuevas
propuestas y desbrozar el futuro de las artes escénicas encontramos
programaciones hechas a salto de mata por funcionarios a los que muchas veces
les cae encima una labor para la que no fueron preparados, por la que no les contrataron, ni es por esa
labor por la que realmente les pagan.
El apoyo público a este sector no
tiene vuelta de página: bueno sí, su vuelta es una página en blanco, vacía. El
IVA cultural –que si bien afecta sobremanera a la macrocultura, también incide
en este sector microcultural, que pase lo que pase seguirá facturando sus
servicios al 21 %-, las equivocadas ideas de algunas formaciones políticas emergentes
que solamente optan por un sentido participativo de la cultura cuya accesibilidad se basa en la gratuidad para todos, y así olvidan las
importantes bazas de la creación, la producción y la distribución, tanto como confunden accesibilidad con igualdad; los proyectos
inconclusos de las leyes de mecenazgo que amenazan con verter por un mismo desagüe
ayudas al cine, al deporte, a la investigación científica y al teatro –y sabemos
hacia qué vertiente caerán las aguas, a buen seguro-, anuncian ya no solo un
cambio rotundo de modelo, sino la desaparición de los viejos comediantes, de
los músicos de cámara y de jazz, de los pedagogos artistas, de los diseñadores
de una cultura del compromiso, que serán extinguidos por una apuesta por la
cultura sin terminar de hacer, por un empoderamiento de la cultura como afición
antes que como profesión.
Alfonso Salazar
Excelente, lúcido y claro artículo, Alfonso. Nos queda la esperanza y las fuerzas, de momento.
ResponderEliminarGracias, Carlos, que el momento sea largo.
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