domingo, 26 de abril de 2009

LOS GÉNEROS DEL DOLOR Y EL ABANDONO: 08, ENTRE GAYOLA Y TRENA

Gayola, trena, cana, talego. Si un lugar define los malos pasos de la copla y el tango es la cárcel. Ambos deambulan de la mano en el filo de la ley y terminan penando amores traicioneros entre rejas. El flamenco, ese hermano sabio, forjó en las carceleras algunos de los cantes más insondables y lastimeros. Sin embargo, tango y copla toman unas veces caminos distintos para alcanzar los portalones de la prisión. El navajero bonaerense, guapo de barrio, se bate por su honor mancillado (del cual el tango La Gayola es el ejemplo por antonomasia) y a veces por el dudoso respeto de imponerse a los gallos del corral. La emigración trajo en un principio –como en toda emigración, o en toda conquista- una avalancha de individuos masculinos que sembraron en los días de parados los adoquines y bailaron en las noches de juerga tango en las veredas. Casi todos los tangos que nos muestran al malevo de turno pavoneándose con el hierro asomándole por el pantalón se nutren de lunfardo profundo y, a veces, inescrutable para el oído europeo. El ciruja, tango de Francisco Alfredo Marino, nos muestra el duelo bajo los farolillos del arrabal, como si de Hombre de la esquina rosada se tratase. Borges, omnipresente, nos lo deja en su poema El Tango, hermoso compendio de estiletes con pasos de baile: Una mitología de puñales/ lentamente se anula en el olvido;/ Una canción de gesta se ha perdido/ En sórdidas noticias policiales. Canciones de gesta. Si entroncamos esta estrofa con Hombre de la esquina rosada, entreveremos la despiadada gloria del criminal. Como en tantas manifestaciones de folclore el navajazo asciende a los altares populares y es ensalzado. En El Batidor, un confidente despreciable es perseguido por una partida de delatados. En Sangre maleva, tango que confunde sus últimos versos con No fue batidor de Germán Rienda, el protagonista morirá desangrado antes que delatar a los agentes quién le ha herido de muerte. Porque el valiente -frente al chivato-, es fiel al silencio, se echa hacia delante en el rumor de la noche, anunciado por copas de vino agrio y guitarras de cordaje quebrantado, siempre al amparo de la oscuridad, en descampados, calles desiertas. O en un colmado, una madrugada de copla, donde dos hombres riñen por el amor de La Parrala. Omertá, alevosía y nocturnidad. Pero sin cuadrilla. El valiente se enfrenta solo, anudado a un hierro fatal.
Secta del cuchillo y del coraje, dice Borges, como si nuestra Lola Puñales apareciese en escena. Pero hay cárceles y cárceles. En el sobrecogedor tango Como abrazao a un rencor, de Podestá, el malevo canta en las puertas de la muerte recordando el dolor de unas cadenas que le queman las muñecas. Pero no podía faltar en este último canto, ya en la cama y a modo de testamento, un recuerdo. Junto a las cadenas de la cárcel aparece una mina que arrodilla mis arrestos de varón. Llegamos. Una mujer se cruza en el camino. La misma mujer, aquella hembra gitana, que convirtió al bueno, guapo y honrado Antonio Vargas Heredia, flor de la raza calé, en carne de presidio.
Pero si hay un tango que preside la historia de navajazos pasionales y violencia es Dicen que dicen, escrito por Delfino en 1930. Grabado tanto por Gardel como por Sosa, la voz cuenta de manera turbadora la historia oída acerca de un asesinato. La historia del asesinato por traición amorosa es narrada a una mujer, sospechosa de hacerle la misma jugada al narrador. Y un final literariamente magistral: la voz termina por mezclarse con el personaje de la historia y acuchilla a la temblorosa oyente. Yo sólo quise contarle un cuento, pero el encono me ha traicionado. Curiosamente, la voz asesina pedirá a una vecina que calle y no llame a nadie. Otro tour de force de Tatuaje llevado hasta la muerte.
La presencia del barrio, y de las vecinas asomadas a las ventanas de los patios durante las palizas y broncas, nos introduce en otro tango, Justicia criolla, de Brancatti, donde a pleno pulmón la voz reclama la presencia policial –en este tango se alza la sombra alargada de Lola Puñales pidiendo la presencia de la justicia. Se entrega con la frente bien alta, orgulloso del hecho criminal, vengado y vindicando los hechos. Sin más ápice de flaqueza que solicitar un último beso a su hijita que quedará confiada a la vecina de turno. El llanto que le cubre el rostro es presentado como el lloro del valiente, de aquel que ha dejado su honor a salvo pero a cambio abandona en la orfandad a una criatura. La cárcel a los hombres no hace mal, dice. La voz de Justicia Criolla ruega a la vecina que cuente a a la pobre huérfana, mañana, cuando ella moza, que su padre no fue ni borracho, ni criminal sino que su madre era una libertina (sic). La violencia doméstica cantada y ensalzada: al fin y al cabo, sórdidas noticias policiales.
Pero mientras en el tango caían apuñaladas las minas infieles, en la copla serán los maridos traidores los que sucumban al cuchillo. En la copla Vengo a entregarme, la protagonista, muy al contrario del parricida de Justicia Criolla, pretende que nadie diga a su hijo el asesinato cometido sobre el marido infiel para que no se avergüence de mí. Lo que en el tango es orgullo, en la copla es vergüenza. Éste es el peso sobre el sexo que acuchilla. Esta curiosa copla, cuenta en su primera parte las repetidas veces en que la mujer pide al Sargento Ramírez que le coloque los grilletes, para evitar el más que probable crimen que está dispuesta a cometer sobre su casquivano compañero. Aunque no haya motivo, diga usted que soy ladrona, pero póngame usted presa, que mis manos no responden si sigo en libertad. Sabemos que la Benemérita no tomó en serio la amenaza porque en la segunda parte de la copla, se reproduce idéntica la escena, pero esta vez el Sargento Ramírez tiene motivos suficientes para prenderla. Cumpla usted con su deber, si usted me hubiese escuchado cuando yo vine a entregarme no hubiera hecho la muerte que acabo de cometer. El destino irremisible cumplió su designio: con un cuchillo de luna cortó la flor de un te quiero.

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