La
celebración de la Semana Santa en los países católicos entronca, como muchas
otras festividades que se suceden a lo largo del año, con las antiguas
celebraciones milenarias que la Iglesia Católica intentó cubrir con su manto de
religiosidad. Que se celebre en la primera luna llena posterior al equinoccio
de primavera no es una invención del Evangelio, sino el mantenimiento de ubicación
de la celebración de la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, más o menos,
conforme al calendario de la Pascua Judía. Y quede en el olvido cuándo fue tal
Pascua en el año 33 de nuestro particular cómputo temporal.
Se
trata así, de manera sencilla, de la asunción de festividades que encauzaban en
otro tiempo la fiesta y la algarabía pagana hacia el redil de la Iglesia, en
este caso la Católica, y que toma forma definitiva en Andalucía a partir del
Concilio de Trento de 1545 y la defensa del Dogma Mariano.
A
partir de ese juego temporal –esa luna llena posterior a la primavera que otro
Concilio, el de Nicea de 325 se empeñó en aclarar y distinguir del cómputo
judaico-, se anteponen las fechas de la Cuaresma y el Carnaval, y con
posterioridad, el Pentecostés y el Corpus Christi. En el año litúrgico de los
católicos, en lo esencial, es el tiempo de adviento y la Navidad quienes se
mantienen firmes en el calendario, inamovibles en su evocación de las
celebraciones seculares del dios Sol alrededor del solsticio de invierno.
El
vaivén de fechas coloca la Semana Santa un año en un mes, otro en otro,
variando entre marzo y abril, donde al zarandeo de la luna llena provoca que un
viernes santo pueda celebrarse con una distancia de un año y 28 días respecto del
anterior. El proceso se llama computus,
y tiene su miga. Provoca así la perplejidad, tan asumida, de que de un año para
otro, no tenemos la constancia de cuándo será Semana Santa –o Carnaval, o
Pentecostés- sin estar atentos al calendario lunar y a los cálculos realizados
con el algoritmo de Butcher. Curiosa esclavitud, y muy antigua, la de estar
atentos a los ciclos de la luna.
En
las celebraciones andaluzas de Semana Santa causa también cierta sorpresa que
políticos de izquierda, artistas comprometidos y revolucionarios de salón
participen y disfruten de los desfiles procesionales. Quizá porque hayan
encontrado la vena folclórica, antropólogica, tradicional o ancestral que coloca en la
calle pasos de flores y perfuma las ciudades y pueblos, recrea el martirio de
la muerte y el triunfo de la vida, como una primavera de renacimiento. Puede
ser. Como puede ser que en tales celebraciones se den la mano el empeño
cristiano de emulación del ejemplo de vida y muerte de Jesús de Nazaret, para
expiación y penitencia, con el anhelo de celebración primaveral, que en otras
latitudes ha engendrado la caza de gnomos en Finlandia, una especie de
Halloween sueco, huevos decorados, conejos de pascua y monas de chocolate, con denominación de origen musulmán, por
ejemplo.
La
colisión entre Iglesia y celebración pagana, sabemos, tuvo a la primera como
triunfadora y el panorama de la celebración, su texto podríamos decir, sigue la iconografía del Nuevo Testamento y
todas las aportaciones que con posterioridad se han ido añadiendo, que tuvieron
en la interpretación católica del siglo XVI, la Contrarreforma, su definitiva
cristalización. De ahí la devoción mariana y el desfile procesional de muerte y
resurrección –que tan bien entroncaría con las celebraciones de vírgenes
mediterráneas y el culto a Atis, a Astarté o la entrada de Osiris en la luna- y
su asentamiento en las cofradías medievales, de gremios y oficios, adscritas a
santos patrones que pronto sustituirían por advocaciones religiosas.
La
identificación entre ideología y celebración salta por los aires: tiene algo como de polémica sobre tauromaquia, de placer
estético por lo ancestral que choca frontalmente con los cánones del derecho a
la vida o el laicismo, por ejemplo, que los programas de la Ilustración
establecen en la izquierda racional. Por eso la identificación con el
adoctrinamiento religioso de menores, proclamadas cíclicamente por
representantes públicos en pos de la libertad, soslaya el significado más
profundo de la fiesta y se queda en el más epidérmico de la religión. De la
misma manera habría que identificar como función adoctrinadora religiosa a los niños
que tocan la zambomba y cantan villancicos rijosos, como la intervención de
menores tirando petardos en cualquier fiesta de pueblo que tenga por motivo la
celebración de un santo patrón. Ni lo uno ni lo otro. Tras todo patrón, tras
toda advocación, hubo un trozo de madera, un leño venerado, y las prácticas de
origen religioso católico hay que observarlas con distancia. Todo lo demás son
simplificaciones que intenta igualar las religiones con los comportamientos
populares, sin mirar más allá.
Por
eso la defensa a ultranza de la religiosidad de la Semana Santa, para sus
detractores y para sus defensores, es una batalla perdida en el tiempo, que
como todo, quedará como lágrimas entre la lluvia.
Es
pues, la fiesta primaveral tamizada con intento de apropiación indebida de la
Iglesia, con un vaivén histórico que a lo largo del tiempo ha proporcionado
momentos gloria y momentos de olvido, manifestaciones anquilosadas y
fosilizadas frente a inclusión de innovaciones con aire tradicional. Junto a
ella, la organización grupal en cofradías mantienen una doble vertiente: la
religiosa, afincada en el trabajo grupal a lo largo del año que presta atención
a la liturgia religiosa, a los mandatos eclesiales que producen acciones pías,
triduos, recolecta de dádivas y se empeñan en el cumplimiento de las bienaventuranzas;
y la festiva, colorista y sensual representación de un teatro callejero e interactivo,
donde no se exige credencial de creyente para participar. Y donde no todos los
que están creen en la Iglesia de Jesucristo a pie juntillas, ni todos los que
no están son ateos practicantes. Ni siquiera es posible una correlación en
cuanto a la estructura social. No en vano, gran parte de los participantes en
la Semana Santa andaluza no provienen de las capas altas de la estructura
social, pues estas aprovechan esas fechas para disfrutar de vacaciones en
paraísos más o menos cercanos de playa o montaña. Las bases de la Semana Santa
andaluza se asientan tanto en los trabajadores como en las clases medias. De
ahí posiblemente la apariencia de contradicciones ideológicas.
Pero
como indica el catedrático de sociología aragonés Antonio Ariño, en referencia
a las fiestas populares, “en las sociedades multiculturales, terciarias, del
capitalismo avanzado, globalizadas, las condiciones y consecuencias de esa
producción de comunidad han cambiado, pero no han desaparecido”. Así que la
fiesta sigue ahí, y a poco que se escarbe aparecerán ancestrales motivaciones
que soportan los puntales de la fiesta primaveral.
Los motivos del auge han residido
históricamente en la reafirmación de los valores religiosos, nacionales o
populares en tiempos pasados, tanto como en la actualidad se apoyan en sentidos
económicos como el turismo -estupenda coartada ideológica para los poderes que
apoyan el incremento y mejora de la fiesta- como en el valor alcista de los
conceptos populares y tradicionales, frente a los racionales y la modernidad.
El sentimiento frente a la razón, la búsqueda nostálgica y orgullosa de la raíz
frente a la desbandada del progreso y la uniformización: todo muy propio del
siglo XXI donde se ensalza lo lúdico y se vive en la contradicción.
Frente a lo uniforme en la
globalización, el mimetismo provoca que el concepto andaluz se reinvente
generando sucursales de producción, ya sea de la Semana Santa sevillana, el
Carnaval gaditano o de la Romería del Rocío, en cualquier rincón del Sur; o
bien recuperando y actualizando tradiciones propias rastreadas en los anales,
recuperadas de la tradición oral, tal y como si fuesen seña de identidad.
Lo que no impide que la Semana Santa sea a fin de cuentas un largo periodo vacacional en el despunte de la primavera: la celebración del renacer de la flor tras el duro invierno. Podríamos cambiar el envoltorio, menguar la algarabía, transformar los sentidos. Pero habría fiesta primaveral. Y ahora es esta: con ruido y ocupación callejera que enturbia el descanso del vecino y en tanto el agua primaveral no empape el desfile.
Lo que no impide que la Semana Santa sea a fin de cuentas un largo periodo vacacional en el despunte de la primavera: la celebración del renacer de la flor tras el duro invierno. Podríamos cambiar el envoltorio, menguar la algarabía, transformar los sentidos. Pero habría fiesta primaveral. Y ahora es esta: con ruido y ocupación callejera que enturbia el descanso del vecino y en tanto el agua primaveral no empape el desfile.
Alfonso Salazar
Magnífico y claro, siempre aprendo contigo....
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