En la Antigüedad, el eje mediterráneo señalaba una
diferencia profunda entre el Oriente y el Occidente, como si un meridiano
–imaginario, como todos los meridianos- separase dos mundos. A la izquierda del
mapa quedaban territorios misteriosos que los marinos fenicios y griegos
transitaban y eran germen de leyendas: Tartessos, los bereberes, la Tingitana;
a la derecha las estirpes de las civilizaciones occidentales: Egipto, Grecia,
Palestina, Bizancio. El eje residiría en
Roma, que separaba la riqueza opulenta de Oriente frente a la apenas hollada
tierra de Occidente que Hércules abrió hacia el Atlántico. Con el tiempo, el
Mediterráneo sufrió un importante cambio de eje, del corte vertical, al
horizontal. En la actualidad, la riqueza reside en el norte, y la pobreza en el
sur. La frontera se traza tumbada, cruzando el mar de oeste a este.
Este ejemplo es solo un gráfico sobre un mapa
conocido: el eje vertical se tumba, la percepción de la diferencia gira sobre
sí misma y pasa en unos cientos de años de una separación vertical a una
horizontal.
Pienso en el cambio de eje mediterráneo cuando
pienso en ese otro cambio de eje que se anuncia en las ideologías políticas. El
siglo XX, siguiendo el camino que ya había abierto el siglo XIX, forjó una diferencia
ideológica entre la izquierda y la derecha. Hace ciento cincuenta años, esas
diferencias apenas eran perceptibles en los arcos parlamentarios: tuvo que ser
la irrupción del pensamiento marxista la espoleta, la organización de los
partidos socialistas apoyados en los sindicatos de clase; y posteriormente, a
partir de la década de los treinta del pasado siglo, y la implantación del
comunismo leninista cuajó la diferencia en el espectro. Fue entonces cuando se
dibujó, con la claridad que ha sido vista en los últimos años –sobre todo en la
Europa Occidental-, la división entre la izquierda y la derecha, conceptos cuyo
origen se atribuye a la ubicación de
asientos en la Asamblea Nacional francesa de 1789 y que en la Europa posterior
a la Segunda Guerra Mundial tuvo su plasmación palmaria en el mapa europeo separado
–gráficamente también- por el telón de acero que dividía Este/Oeste.
Izquierda y derecha han formado parte del
imaginario del espectro político del capitalismo en la Europa Occidental, poco
extrapolable a otros territorios: no soporta la aplicación somera a los Estados
Unidos –dividido entre demócratas y republicanos-; o naufraga en otros terrenos
como los países islámicos donde todo gira en torno a la división laicismo/religiosidad
en la vida política; o países sudamericanos, como Argentina, donde el peronismo
no admite el concepto. Sin embargo, Europa sí ha utilizado con profusión este
concepto de izquierda/derecha como una garantía de claridad de ideas, otorgando
a la izquierda la defensa de la propiedad pública, el fomento de la igualdad,
el laicismo, el intervencionismo económico del gobierno, la solidaridad; y a la
derecha el liberalismo económico, el mantenimiento del orden, la intervención
ética del gobierno; figurando siempre dos grandes bloques totalitarios en los
dos extremos del espectro, que coinciden en el planteamiento de una imposición
autoritaria.
El análisis del espectro político se hace a través
de artefactos, y los sociólogos no han encontrado para Europa una mejor
respuesta que el eje izquierda/derecha a pesar de la aparición de fenómenos que
saltan por encima de esta propuesta: ecologismo, feminismo, pacifismo,
anticlericalismo, globalización, republicanismo y nacionalismo, por indicar
algunos conceptos, marchan en todas las direcciones, y tanto ellos como sus
contrarios, son proclives a ser hallados en discursos de la izquierda o de la
derecha, sea en mayor o menor proporción, sin que podamos rastrear un patrón
definido. En todo caso, no son fenómenos que tenga una exclusividad de marca
izquierda, o de marca derecha. Hay derecha republicana y anticlerical, como hay
izquierda autárquica y nacionalista. Muchos de estos fenómenos, en mayor o
menor gradación, pues nunca serán monolíticos, pueden aparecer en cualquier
discurso. Solo una mayor profusión tonal predican una probable ubicación en la
escala.
Izquierdas y derechas participan
del concepto de los modelos de un solo eje, que son excesivamente simplistas, y
dejan siempre en las afueras a posturas como el anarquismo y el libertarismo.
Como los mensajes sencillos son los que bien calan, y existe esa propensión a
sabernos en un mapa bien trazado que no nos propugne perdernos en el proceloso
camino del pensamiento político, el eje sigue siendo válido, se utiliza con exuberancia
en los medios de comunicación, y sirve al ciudadano para ubicarse en ese
imaginario de escala política, a pesar de que día tras día venga la realidad a
reventar el papel estricto de tan sencilla separación.
Pero ha comenzado una crisis de la representación, del espectáculo: una parte de la ciudadanía –los gobernados habitualmente silentes- se enfrenta a la búsqueda de la democracia real empeñada en el hallazgo de la manera de hacer política de forma continuada: el asunto desborda la izquierda y la derecha, territorios que hoy por hoy parecen pertenecer solo al espectáculo mediático, territorios que pretenden ser asaltados, desmontados y reconstituidos ante el crudo ahondamiento de la brecha de la desigualdad social.
Pero ha comenzado una crisis de la representación, del espectáculo: una parte de la ciudadanía –los gobernados habitualmente silentes- se enfrenta a la búsqueda de la democracia real empeñada en el hallazgo de la manera de hacer política de forma continuada: el asunto desborda la izquierda y la derecha, territorios que hoy por hoy parecen pertenecer solo al espectáculo mediático, territorios que pretenden ser asaltados, desmontados y reconstituidos ante el crudo ahondamiento de la brecha de la desigualdad social.
El cambio de eje se propone desde un giro de lo
vertical a lo horizontal: los polos izquierda-derecha pretenden ser sustituidos
por una partición que enfrenta al poder de la ciudadanía frente a la
oligarquía, la ciudadanía sin privilegios frente a la ciudadanía privilegiada.
Es curioso que este giro de eje plantea una separación simplista que recuerda a
la división tradicional de las clases, pues alrededor del eje horizontal pulularía la clase media: más arriba del eje está la pirámide del poder, más abajo, aquellas
que antes fueron consideradas las clases trabajadoras. En tanto, en el tradicional
eje izquierda-derecha quien ocupa los aledaños del eje es el centro político,
generalmente difuso en su compromiso, contemporizador, tibio y oportunista en sus
propuestas.
¿Cómo llega Europa a esta situación en que el
cambio de eje es sugerido, cada vez con más empeño, por propuestas políticas
que terminarán, lógicamente, tachadas de ambiguas, populistas y traidoras a la
izquierda? No es arriesgado decir que la dicotomía de este eje vertical ha sido
propulsada más desde la izquierda -incluida la imaginaria- que desde la derecha. Al fin y al
cabo, los principios de la derecha no son simbólicos, sino que ya estaban ahí –religión,
propiedad y orden-, y es la izquierda la que ha pretendido diferenciarse y
reivindicar su terreno en el espectro por negación.
Sin embargo, la evolución de la socialdemocracia
europea, que partía de posiciones izquierdistas –de hecho es, posiblemente, la
responsable del sostenimiento de la dicotomía desde hace seis décadas- ha
derivado hacia una seria confusión del concepto al mantenerse dentro del
sistema navegando a dos aguas, proponiendo política económicas identificadas
con la derecha que intenta compaginar con la defensa de los derechos sociales,
económicos y laborales, la igualdad y la democracia. En cuanto la
socialdemocracia optó por la denominada “tercera vía”, una pirueta que intenta
conjugar lo inconjugable, la sensación del ciudadano es que asiste a un turnismo
en el gobierno, un bipartidismo de facto, donde las diferencias entre uno u
otro gobernante son más simbólicas que reales, pues son coincidentes en las
fundamentales políticas socioeconómicas.
No es un asunto banal que los bloques de
concentración sean una respuesta, que nada escandaliza, ante este cambio de
eje: partidos de izquierdas unidos a partidos de derechas ante una protesta que
viene desde abajo, pues no tienen conflicto en los temas fundamentales que
entrelazan al Estado y los poderes privados. Solamente ciertas exigencias de
marketing para la polémica televisada les lleva a defender axiomáticos tonos
ideológicos, poniendo en escena un discurso narrativo poco creíble -y tú más-,
cuyo objetivo único es apacentar sus campos electorales simbólicos. En el campo
electoral de la socialdemocracia, siguen en pie los valores de la justicia
social, los derechos ciudadanos, la solidaridad y la democracia, pero si bien
se mantienen en su discurso, no lo están en su ejecución. En el eje
izquierda-derecha, la socialdemocracia deriva hacia el centro activo, y en su realización
se confunde con los valores de la
derecha.
Gran parte de la población española, según el CIS,
se identifican en el ámbito de la izquierda: un 40 %. En tanto un 30 % se ubica
en el centro político y solo un 13 % en la derecha. El resto, casi un 17 %, no
sabe, no contesta. El vaciamiento de la propuesta real en el
seno de la socialdemocracia ha confundido el sentido electoral de las izquierdas.
Los aparatos de la socialdemocracia comulgan con las políticas regresivas de la
derecha europea, se aferran a un proyecto político social y económico que no se
puede identificar con una izquierda simbólica, y además, el tiempo y el espacio
les niegan la mayor: pertenecen a recientes legislaturas las políticas
económicas de tinte derechista impulsadas por la socialdemocracia allí donde ahora
está en la oposición, y allí en los territorios europeos donde gobierna, o en
sus posturas en las instituciones europeas, consensúa con la derecha real las
políticas socioeconómicas. Ese vaciamiento es el que alimenta el cambio de eje:
la oposición establishment/ciudadanía pretende reventar el eje vertical.
Sin embargo, el cambio de eje se somete a una
difícil prueba: el objetivo de la socialdemocracia –y del propio sistema
capitalista, al menos en un valor simbólico- promulga el ascenso social como principio
y fin. No solo el self made men del
imaginario anglosajón, sino, también y sobre todo, el objetivo de ascenso en
las clases sociales como psicodrama vital, que conlleva la conversión de las
clases trabajadoras en clases medias, hasta el infinito y más allá. Ese es
también el objetivo de este cambio de eje, el ansiado reparto de la riqueza frente
a la igualación por la pobreza con que se amenaza desde el derechismo rancio –y
a la vez, ubicado en las alturas.
Pero el círculo vicioso se mantiene como una
imposible máquina de movimiento perpetuo. El ascenso de los de abajo hacia las
posiciones de los de arriba fracasa tanto como en el eje izquierda-derecha,
basado en la promoción social y la escalada vinculada al sistema económico. El
cambio de eje puede ser el inicio de un derrumbe de una concepción imaginaria,
pero si no ahonda en las estructuras sociales reales, en la brecha de la
desigualdad, en el consumismo como motor económico, en la apariencia
espectacular de la sociedad, en el concepto de la libertad y el cumplimiento
del contrato jurídico y legal, solamente nos encontraremos ante un cambio de
eje que no cambia la realidad sino que es solamente un cambio de mapa.
Alfonso Salazar
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