domingo, 1 de diciembre de 2019

LA LUZ DEL SUR

Pequeña biografía de la luz
Alejandro Pedregosa
Esdrújula
Granada
2019




Leer en Los Diablos Azules

Hay un eco machadiano en el último libro de poesía de Alejandro Pedregosa, no solo en la cita de apertura, no solo en la observación de la naturaleza que contagia a quien canta sus emociones cuando mira un roble, sino en esa luz, la luz última, los días azules de Machado. Con Pequeña biografía de la luz el poeta marbellí, que desde hace tanto reside en Granada, entronca en una tradición que se perdió entre aceras, taxis y mazacotes grisáceos. También en el discurso natural está la poesía del trabajo bien hecho, la poesía que hila fino, como la araña, y no se improvisa, la que requiere tiempo, maduración y oficio.

Hasta hace bien poco los paisajes poéticos se convirtieron en una tediosa sucesión de la soledad urbanita. En este libro la luz, ese topos literario, se incorpora, baja a la vida de la biografía para marcar un rumbo hacia la memoria –la del yo poético, la de otros— que redescubre el mundo cercano y desaparecido, el mundo no globalizado de las adolescencias de hace nada, cuando la adolescencia no era una enfermedad eterna que amenaza con convertir en adolescentes a los adultos –poseídos por el espíritu adolescente de las poses— y era una etapa de la vida fundada en el crecimiento, en el descubrimiento, en el miedo y la alegría, en apoyo en los padres y en los amigos. Podría citar muchos ejemplos, pero resulta interesante confrontar "Vara de medir", donde el niño protagonista crece conforme a la medida del cuerpo de su madre (a la altura del corazón, los hombros después, las cumbres rizadas del pelo materno más tarde: es este un poema que recordaremos, siempre), con el consecutivo "Elegía del primer maestro", un poema este que alumbra al quinqui poético. O con el poema hacia el final del libro que evoca la luz de las fotografías de septiembre donde se reunían los amigos para despedir las vacaciones. En esos juegos de personajes abunda el poemario, desde el abuelo a la camarera, personajes imprescindibles para el crecimiento del niño, pero nunca tanto como el padre que le da el primer libro o la madre: "Amanecer en casa de la madre/—el único lugar que llamas patria—".

Hay un eco de poesía antigua pero nueva, de ecos en los giros del verso que parecen ser romance, pero no lo son ("Canta el mirlo infinito a las tres/y media de la tarde"), de cantinela chispeante ("dulce muchacha que me acercas/el vino hasta la mesa"), de ubi sunt ("¿recordáis/nuestros cuerpos alados/saltando sobre el mar/en las tardes finales de septiembre?") y deseos de buen viaje, que el viaje sea largo ("Que llegada la vida en su mitad/el aire sea limpio en tu mañana").

El acierto de dar biografía a esa luz, a esa luz del crecimiento, está en que abre la puerta a contar la vida. Hay libros de poesía que pueden resultar un documento de vida, pero de vida abstracta, de vida hacia dentro, vida sufrida, vida de diario, a veces con los mismos elementos aburridos de la vida cotidiana. Hay otros, como es el caso, que se congratulan de la vida sucedida, de la vida crecida y en marcha, la que celebra la naturaleza (a veces encerrada sí, entre las alturas de los edificios, pero allí, allí el pájaro canta, como en el paseo marítimo la palmera señala la luz del cielo, como el naranjo mira la pared encalada en la parte de atrás de la casa). No se trata de un aroma campestre, sino de un aroma entre campestre y urbano que fue y ya no es, de cuando la periferia inaudita, el descampado, estaba a la vuelta de la esquina (no se pierdan "Cuando todo era campo", también lo recordaremos tanto tiempo). Es, al fin y al cabo, un aroma de escuela andaluza en Andalucía, de sol de diciembre, de playa, de juegos en la arena, de recuerdo marcado por los geranios colgados en las paredes de cal, fuegos artificiales, azules los veranos, de luz del Sur.

Alfonso Salazar

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