No sucedió que la mañana del día 25 de abril de 1930 un cartero dejó un telegrama en la Rua Coelho da Rocha, 16, primero.
No sucedió porque el inquilino paseaba por la Boca del Infierno en compañía de Aleister Crowley, cacheando el precipicio en busca de la voz perdida del amigo muerto en el Hotel de Nice de París. Satán nos comunica que su voz volvió a la costa de Cascaes. Crowley hablaba entre dientes, camuflado en la túnica negra y escrutaba el ruidoso entrechocar de la roca contra el mar. El abismo impedía vislumbrar voces retornadas. Fue el 26 de abril de hace catorce años, decía el poeta, si los dioses mantienen el amor que le juraron en vida, su voz navega en la Boca. No se preocupe don Fernando, oigo una voz que sube por el acantilado, Satanás no engaña -contestó el brujo.
El satanista se agarró con fuerza a los pliegues rocosos y enseñó sus pies al vacío. Sá-carneiro, Sá- carneiro, gritó teatralmente. La amenaza de la tormenta acolchaba el eco. Algunas gotas brumosas le resbalaban de la barbilla a la cruz del pecho. ¿Lo oye, don Fernando?, el mar y el diablo contestan unánimes, ahí está la voz de Sá-carneiro, se embarcó en el Sena y ha recorrido el Atlántico rehuyendo las redes, las voces son lentas pero despabiladas, siempre se necesita tiempo para llegar a la fama y la gloria.
Ofelia viaja entre las olas tranquilas de un río y Rimbaud dice que se asoma a contemplarla. Pessoa se imagina fuera de la tormenta y ve pasar el cuerpo de Ofelia Queiroz navegando la costa de Estoril, o exhibiéndose en el estuario. Dice adiós elevando su mano como un mástil. Adiós detestable Álvaro, adiós venerado Maestro Alberto, adiós devoto y dulce Ricardo. Ya no contestaré más tus cartas, parece decir el horizonte. Asómate querido Fernando a escrutar el estanco, deambula con revistas infinitas, con amigos muertos en el café de Martinho de Arcada, olvida a la abuela Dionisia y las noches de 1920. Ofelia dice la última palabra y toma un coche de caballos en la Plaza Camoens.
Recuerde que Mario me dijo que finalizaría la carta definitiva para Ofelia. Crowley no podía oír a Pessoa entre tanta ola violenta en el fondo de la Boca. Su voz debe traer el último párrafo, busque, busque. La delgada figura de Pessoa se asimilaba ya a la negritud y escrutaba la profundidad como miraba los estancos para preguntarse sobre la vida en sí. Cuando la descendente sombra de Crowley se recortaba en el cielo agarrada a los peñascos un suspiro de tranquilidad anidaba el ánimo deshecho de Fernando Pessoa.
La noche se hizo intensa y la tormenta obligó al poeta a buscar abrigo en una desvencijada techumbre junto a la carretera. Allí le sorprendió la mañana del día 26 de abril de 1930. Se dirigió tambaleándose hacia el acantilado, esperando ver una transfiguración de la voz de Sá-carneiro en el cuerpo de Crowley, mecido por diablos marinos. Un párrafo, sólo un párrafo. la única gloria en la vida.
Deje la fama para la posteridad, amigo Fernando. El maestro Alberto Caeiro lo miraba de reojo en el cuarto de la pensión de la calle Estefanía. El amor, amigo Fernando, el amor, y deje la fama para la vida postrera, tras la muerte, que no tardará en convencerle. Mire yo, un poeta de la naturaleza, que ya no sé andar solo los caminos, porque ya no sé andar yo solo. Pessoa miraba entonces los ojos perdidos de Bernardo Soares caminando solo hacia la Rua dos Douradores. Tan distintos, los pequeños ojos negros y los grandes zapatos de charol de Ofelia subiendo al coche de caballos, insinuándose al postillón, los ojos distantes de Pessoa, sus zapatos de hombre viejo andando via Augusta, si se fija se ven hoy aún.
Pessoa abrió la puerta del primer piso de la calle Coelho da Rocha. No había nadie. No sucedió entonces que cogió el telegrama insertado a través de la rendija. Remitido por la Academia, desde Estocolmo. A la obra de Álvaro Do Campos, finalizaba. Cuando se lo diga se va a poner como unas pascuas, se dijo, debían habérselo enviado al estanco. Le interrumpió la voz de la vecina. Unos señores de Noticias Ilustradas querían verle para hablar de un inglés desaparecido...
La tarde prometía un paseo por la Baixa. Con lo que va a ganar con el Nobel, Do Campos se comprará una villa en Estoril, confesó Pessoa a Almada en el Café Martinho de Arcada. El fantasma de Almada Negreiros lo miró con ojos tristes. Hoy hace no sé cuantos años de lo de Mario. Fernando Pessoa dejó que sus ojos se perdieran un poco más: y Crowley no me ha conseguido el fragmento final para la carta a Ofelia, Mario me la prometió, Crowley me la prometió, y nada de nada.
Siéntese, Pessoa y tome nota. La voz de Crowley ascendía por las brechas de la Boca del Infierno. Anote. Fueron destellos insultantes hacia el amor perdido y recuperado tras una fotografía. Recuerde Pessoa, hace no tanto, póngase de perfil, don Fernando, así, apurando la copa. El fotógrafo estaba apostado en la puerta de Abel Pereira y tras la figura del poeta los barriles de clarete y moscatel. Ésa fue la fotografía en flagrante delito, que llegó a Ofelia, por causalidad, de la mano de su sobrino. Por eso volvió a escribirle. Me debes un verso, le dijo. La voz de Crowley eran las palabras de Álvaro Do Campos. Le dije que buscase la voz de Sá-carneiro, no la de Campos, Crowley, ella detesta a Campos y Campos ya no puedo ser yo. Campos es un nobel, yo no puedo desgustar fama en vida. La enorme cruz de Crowley chocaba contra las rocas, flotando en el mar como Ofelia muerta.
No sucedió porque el inquilino paseaba por la Boca del Infierno en compañía de Aleister Crowley, cacheando el precipicio en busca de la voz perdida del amigo muerto en el Hotel de Nice de París. Satán nos comunica que su voz volvió a la costa de Cascaes. Crowley hablaba entre dientes, camuflado en la túnica negra y escrutaba el ruidoso entrechocar de la roca contra el mar. El abismo impedía vislumbrar voces retornadas. Fue el 26 de abril de hace catorce años, decía el poeta, si los dioses mantienen el amor que le juraron en vida, su voz navega en la Boca. No se preocupe don Fernando, oigo una voz que sube por el acantilado, Satanás no engaña -contestó el brujo.
El satanista se agarró con fuerza a los pliegues rocosos y enseñó sus pies al vacío. Sá-carneiro, Sá- carneiro, gritó teatralmente. La amenaza de la tormenta acolchaba el eco. Algunas gotas brumosas le resbalaban de la barbilla a la cruz del pecho. ¿Lo oye, don Fernando?, el mar y el diablo contestan unánimes, ahí está la voz de Sá-carneiro, se embarcó en el Sena y ha recorrido el Atlántico rehuyendo las redes, las voces son lentas pero despabiladas, siempre se necesita tiempo para llegar a la fama y la gloria.
Ofelia viaja entre las olas tranquilas de un río y Rimbaud dice que se asoma a contemplarla. Pessoa se imagina fuera de la tormenta y ve pasar el cuerpo de Ofelia Queiroz navegando la costa de Estoril, o exhibiéndose en el estuario. Dice adiós elevando su mano como un mástil. Adiós detestable Álvaro, adiós venerado Maestro Alberto, adiós devoto y dulce Ricardo. Ya no contestaré más tus cartas, parece decir el horizonte. Asómate querido Fernando a escrutar el estanco, deambula con revistas infinitas, con amigos muertos en el café de Martinho de Arcada, olvida a la abuela Dionisia y las noches de 1920. Ofelia dice la última palabra y toma un coche de caballos en la Plaza Camoens.
Recuerde que Mario me dijo que finalizaría la carta definitiva para Ofelia. Crowley no podía oír a Pessoa entre tanta ola violenta en el fondo de la Boca. Su voz debe traer el último párrafo, busque, busque. La delgada figura de Pessoa se asimilaba ya a la negritud y escrutaba la profundidad como miraba los estancos para preguntarse sobre la vida en sí. Cuando la descendente sombra de Crowley se recortaba en el cielo agarrada a los peñascos un suspiro de tranquilidad anidaba el ánimo deshecho de Fernando Pessoa.
La noche se hizo intensa y la tormenta obligó al poeta a buscar abrigo en una desvencijada techumbre junto a la carretera. Allí le sorprendió la mañana del día 26 de abril de 1930. Se dirigió tambaleándose hacia el acantilado, esperando ver una transfiguración de la voz de Sá-carneiro en el cuerpo de Crowley, mecido por diablos marinos. Un párrafo, sólo un párrafo. la única gloria en la vida.
Deje la fama para la posteridad, amigo Fernando. El maestro Alberto Caeiro lo miraba de reojo en el cuarto de la pensión de la calle Estefanía. El amor, amigo Fernando, el amor, y deje la fama para la vida postrera, tras la muerte, que no tardará en convencerle. Mire yo, un poeta de la naturaleza, que ya no sé andar solo los caminos, porque ya no sé andar yo solo. Pessoa miraba entonces los ojos perdidos de Bernardo Soares caminando solo hacia la Rua dos Douradores. Tan distintos, los pequeños ojos negros y los grandes zapatos de charol de Ofelia subiendo al coche de caballos, insinuándose al postillón, los ojos distantes de Pessoa, sus zapatos de hombre viejo andando via Augusta, si se fija se ven hoy aún.
Pessoa abrió la puerta del primer piso de la calle Coelho da Rocha. No había nadie. No sucedió entonces que cogió el telegrama insertado a través de la rendija. Remitido por la Academia, desde Estocolmo. A la obra de Álvaro Do Campos, finalizaba. Cuando se lo diga se va a poner como unas pascuas, se dijo, debían habérselo enviado al estanco. Le interrumpió la voz de la vecina. Unos señores de Noticias Ilustradas querían verle para hablar de un inglés desaparecido...
La tarde prometía un paseo por la Baixa. Con lo que va a ganar con el Nobel, Do Campos se comprará una villa en Estoril, confesó Pessoa a Almada en el Café Martinho de Arcada. El fantasma de Almada Negreiros lo miró con ojos tristes. Hoy hace no sé cuantos años de lo de Mario. Fernando Pessoa dejó que sus ojos se perdieran un poco más: y Crowley no me ha conseguido el fragmento final para la carta a Ofelia, Mario me la prometió, Crowley me la prometió, y nada de nada.
Siéntese, Pessoa y tome nota. La voz de Crowley ascendía por las brechas de la Boca del Infierno. Anote. Fueron destellos insultantes hacia el amor perdido y recuperado tras una fotografía. Recuerde Pessoa, hace no tanto, póngase de perfil, don Fernando, así, apurando la copa. El fotógrafo estaba apostado en la puerta de Abel Pereira y tras la figura del poeta los barriles de clarete y moscatel. Ésa fue la fotografía en flagrante delito, que llegó a Ofelia, por causalidad, de la mano de su sobrino. Por eso volvió a escribirle. Me debes un verso, le dijo. La voz de Crowley eran las palabras de Álvaro Do Campos. Le dije que buscase la voz de Sá-carneiro, no la de Campos, Crowley, ella detesta a Campos y Campos ya no puedo ser yo. Campos es un nobel, yo no puedo desgustar fama en vida. La enorme cruz de Crowley chocaba contra las rocas, flotando en el mar como Ofelia muerta.