jueves, 30 de enero de 2020

Viviendas Fundación Benéfico-Social (Sector Sur, Córdoba, 1961-1965). Arquitecto: Rafael de la Hoz, de Isabel Pérez Montalbán

Teníamos un tiesto con claveles,
las coplas dedicadas por la radio
y un corazón de periferia
con vistas a la diáspora y al tizne.

Yo contaba dos años, tan blanca la memoria
que no recuerdo nada, pero he visto mi barrio
en una exposición de arquitectura
que muestra las vanguardias y el enjambre moderno.

La vivienda social era una huida
de los asentamientos marginales.
Así, pensando en los más pobres
y en nuestra natural inclinación
al revoltijo y a la bronca,
nos construyó el franquismo un polígono
de casas protegidas, de refugios al margen,
como nidos aislados de hipoteca.

En medio de un solar sin jardineras,
ni césped verde inglés ni toboganes,
se edificó una urdimbre de bloques tan idénticos,
con sus cubiertas de teja a dos aguas,
como idénticas jaulas de tristeza
para pájaros torpes o vidas que no logran
alzarse, y a ras de asfalto se mueven
con sus muros de carga paralelos.

Viviendas solidarias, dijeron los ministros.
No dijeron más dignas que nosotros,
criaturas sin modales ni costumbre,
casi bestias del campo a la intemperie.
Porque un techo no basta. Porque no hay dignidad
ni en la pobreza ni en el hambre.

Teníamos un cielo lapislázuli,
igual que en las películas.
Y un corazón a dos aguas de cauce turbulento,
y un corazón a dos lavas de volcán siciliano,
y un corazón a dos sangres fluyendo por los días.
Teníamos un arte de realismo puro:
fachadas de ladrillo visto,
polvaredas del natural,
secuencias al estilo de Vittorio de Sica.
Y un corazón al revés, a dos aguas.
Pero con una sola muerte.

miércoles, 29 de enero de 2020

Sobre el papel. Los libros de Javier Egea

Sobre el papel. Los libros de Javier Egea
Biblioteca del Hospital Real del 28 de enero al 22 de abril 2020











Fotos IDEAL.es

domingo, 26 de enero de 2020

VOLVER A LORCA

Lorca
Carlos Edmundo de Ory
Edición de Ana Sofía Pérez Bustamante 
El paseo
Sevilla
2019




Leer en Los Diablos Azules

La bibliografía sobre Federico García Lorca ha sido, y sigue siendo, rica y profusa. A veces incluso, confusa. Sin embargo, más allá de las obras concienzudas de análisis literario, hay tres obras que, posiblemente, reflejen el espíritu histórico de la obra del autor granadino. Histórico en dos sentidos: porque son obras escritas con cierta contemporaneidad (ninguna se aleja más de tres décadas desde la desaparición del poeta), y porque ubican al granadino en el momento histórico del franquismo, en la nebulosa de su muerte y la eclosión del derrame iluminador de su obra, exento de dimes y diretes, descubrimientos y memoria, legados y valores, y previas todas ellas a la crucial obra de Gibson y sus coetáneos. Estas tres obras son: en primer lugar, la monumental investigación Miedo, olvido y fantasía de Agustín Penón, reelaborado por Marta Osorio y publicado por Comares en el año 2000 (y completado por una sabrosísima correspondencia con Emilia Llanos publicada por la misma editorial en 2015). En segundo, Lorca, el poeta y su pueblo de Arturo Barea, publicado en los años cincuenta en Buenos Aires (con una precedente edición en inglés) y reeditado por el Instituto Cervantes en 2018; y la reciente Lorca de Carlos Edmundo de Ory, que agrupa diversos ensayos del autor gaditano, muchos de ellos inéditos en castellano y que han sido publicados recientemente por El Paseo en una versión al cuidado de Ana Sofía Pérez Bustamante, responsable del cabal estudio preliminar.


Este retrato progresivo en tres obras ofrece la posibilidad de conocer el pulso de la imagen de la obra lorquiana en los años cuarenta con Barea, en los cincuenta con Penón y en la década de los sesenta con Ory. En tanto que Barea hace un trabajo pionero de difusión de la obra lorquiana, que pretende poner al alcance del público inglés, Ory lo hace por encargo en Francia de Éditions Universitaires en 1966 con motivo del 30 aniversario de la sublevación que originó la Guerra Civil y conllevó el asesinato del poeta granadino. La obra de Penón es una obra sin remate, como hacia dentro, aspirada y asfixiante, que hubo que destejer y descubrir. En todo caso las tres coinciden en haber sido escritas en el tiempo inmediato posterior a la muerte del poeta, sin amplios soportes académicos (Ory puede consultar a Díaz-Plaja, Mora Guarnido, Morla Lynch y poco más), y son textos reconocidos con posterioridad, silenciados durante el franquismo y recuperados con tanta distancia que el interés en acometerlos los convierte en curiosos fósiles, como pensamientos que han permanecido en el ámbar de otras latitudes o en el exilio interior de los cajones y las librerías de viejo.

El Paseo ha recuperado esta serie de ensayos del gaditano Carlos Edmundo de Ory elaborados cuando ya vivía en París, adonde le lleva un exilio basado en el hastío más que en el convencimiento ideológico o el compromiso político, ansioso por descubrir nuevas formas, por profundizar en el mundo origen de todos los ismos brillantes del siglo XX. La afinidad de Ory con Lorca es sorprendente: fruto del encargo, el gaditano rebusca en su memoria (Carlos Edmundo supera los 40 cuando recibe el cometido) y parece que retornaran los ecos de la juvenilia, el influjo poderoso de la poesía neopopular lorquiana y viniesen a alumbrarle caminos antes hollados y ahora olvidados a los que el poeta se presta, ávido, volver a recorrer. Ory vive alejado de Lorca por entonces, investido de una postura ácrata, antitodo, desechada la dehesa andaluza, olvidado el origen y la canción de infancia. No hay paralelismo entre los recorridos de ambos andaluces: el uno de la baja, gaditana y luminosa; el otro de la alta, la granadina y frondosa: dos paisajes que marcan dos caracteres y culturas, a veces tan contradictorias que cuesta trabajo, para quien lo vive, conciliar la idea de un país común. Ni la edad, ni la guerra, ni la muerte permitieron el paralelismo, aunque ambas figuras –Lorca y Ory— formen parte de la pasión poética, en la defensa y ataque por parte de los lectores, en el carácter marcadísimo de su poesía y en su legado herético.

Ory trama una serie de ensayos determinados por temáticas que conforman una lección magistral sobre el devenir de la obra lorquiana, sus lugares comunes, sus debilidades y fortalezas, sus influjos e influencias. El libro avanza cronológicamente sobre la obra poética —aunque podamos apreciar, sin duda, pues somos sujeto de conocimiento, ecos de la vida del poeta que hemos conocido en otros libros, en otras historias, en otro relato—, desde los primeros poemas hasta la obra ultimísima, incluso en la reflexión, que siempre cabe, de una obra inacabada, inconclusa, decapitada antes de los 40 que prometía haber seguido revolucionando el mundo literario. En ese avance, Ory desmenuza el mito del Sur, el gitanismo, el orientalismo lorquiano que alumbrará el Romancero y todos sus epígonos; el misterio del color verde y la presencia de los animalillos en la obra del poeta (un alarde casi antropológico o ecológico); el uranismo adivinado y divino; la aventura surrealista; y dos sonadas concordancias que nos descubren al Ory más sagaz, minucioso y alerta: el débito de las imágenes lorquianas a las que trabajase el poeta premodernista Salvador Rueda y la sincronización del granadino con el trabajo que desarrolla simultáneamente Desnos en Francia, el poeta surrealista que tendría un desenlace tan fatal como Lorca en el campo de concentración de Terezín, víctima del tifus pocos días después de la liberación. A la relación entre Rueda y Lorca dedica una sorprendente y trabajadísima coda final muy afinada: una comparativa de léxico e imaginería que entronca contundentemente los ecos lorquianos en la tradición del Sur.

Si bien deja de lado toda la obra dramática y la obra en prosa (el encargo era sobre la poesía), no desatiende el cordón umbilical que hace a Ory lorquiano: la música, el sentido musical reflexionado y embebido de la obra del poeta granadino. Esa tonalidad, y la familiaridad de la muerte, los une a ambos poetas como miembros de los visionarios, de los sacerdotes malditos investidos por la palabra espiritual y alegre.

Alfonso Salazar

Yo soy la madreselva, Pilar Marcos Vázquez

Yo soy la madreselva
que pariera las rayas
de los tigres
y la muerte del tigre
en su zarpazo.

Yo soy la madreselva
que repleta de hijos ascendiera
y en cadenas de cal
se descolgara.

Me han brotado dos cintas
en las manos;
como puños se doblan
sus extremos.

Me han crecido los pechos
como puños.
Me nacieron los versos de esa fiera
que acecha tras la tinta
y a veces me devora
como la madreselva
devora su perfume.

viernes, 17 de enero de 2020

COMPARECENCIA

Como el obrero que no puede dar más golpes
y la maza se le cae de las manos,
y resopla, y seca el sudor
y dice que mañana irá al médico.

Como el mecánico que no puede ya
ajustar más tuercas y la llave
inglesa se le hace un mundo
y pide días de baja para su corazón.

Como el atleta en la recta final
de su carrera que pretende
los cien y sólo cumple veinte
y siempre bajo dopaje.

Así me ocurre a mí,
que cada día me levanto
manifestando la sonrisa
y pienso a veces que no llego
al último golpe, la última tuerca,
la recta final.

Por si hay muerte después de la vida.

Alfonso Salazar
(Vida parte, 2. Esdrújula Ediciones, 2019)

domingo, 12 de enero de 2020

Toma tomada

La Voz de Granada, 12 de enero 2020

Una vez más, y van muchas, Granada debutó en el año como paladín del ridículo nacional. Todos los días 3 de enero nuestra ciudad abre los informativos y la prensa como espíritu nacional hecho carne, con una celebración cainita y absurda, anticuada y fastidiosa que solo contenta a tradicionalistas, a ultras y legionaristas, que enfebrece a ofendidos, que anima a malentender la historia. La ciudad debería reflexionar, seriamente, si esta es la fiesta por la que quiere ser conocida cada primero de año; si, ahora que el voto de derecha se radicaliza, merece la pena que el resto de partidos políticos pongan alfombra roja, maceros, pendones y bandas con himnos a un partido que mira hacia atrás.
Ya no se trata de defender una postura de interpretación histórica, de acometer con ciencia a los trasnochados conceptos de ‘reconquista’, ‘unidad nacional’ y otros ‘fakes’ con quinientos años de proselitismo: se trata de limpiarnos la cara cada 2 de enero y quitarnos esa caspa de encima. Está demostrado que ni siquiera los doctores en Historia podrán desalquitranar el Día de la Toma, que cualquier intentona de entendimiento, de renovación, de actualización, ha caído en el saco roto de la esperanza patria. Huele a rancio, a bandera apolillada. Ya no se trata de que hagamos observación constitucional, de que evitemos la intervención eclesial para poder respetar la religión en sí, merecidamente. Ya no se trata de que nos sirva de algo lo aprendido en la escuela: pocos, cada vez menos, son los que tuvieron que soportar aquella lección de Historia esquilmada, aquella lección de propaganda que la restauración democrática terminó por excluir de los libros de texto. No se trata de oponer el día de Mariana Pineda al de la Toma, camino que no conduce a ningún lugar: podría alentarse la Romería de San Cecilio, con esa hermosa historia de libros plúmbeos, inventados para quedarse en una tierra amada; podría ser el Día de la Cruz; podría ser cualquier otro día que concilie, cualquier otro día que mejore la imagen de la ciudad.
Dicen que hubo 500 personas en la plaza, que solo unos 2000 presenciaron la comitiva. Nunca tan pequeña inversión ha tenido tanto rendimiento. Nunca tan pequeña presencia, tan poca resonancia en la ciudad, tiene tanto efecto nacional. Incluso los pequeños partidos, casi triviales, se apuntan al carro. Incluso los partidos inflados, aquellos que hace un año eran de absoluta irrelevancia (y dada su consistencia ideológica es posible que allí retornen) protagonizan in pectore la fiesta. Una fiesta de la que solo se benefician los pequeños de mente. La Toma ha sido tomada, indudablemente.
Los pasos están claros, ya no solo se trata de pensar a lo grande (¿es una ciudad cultural aquella que aparece en prensa por mal airear ventarrones pasados, por malversar su propia Historia, por promover el pensamiento de la exclusión?), sino que se trata de no menearlo. De no asistir, de no participar, de eliminar de una vez por todas el día festivo local (que tampoco es que venga muy bien al calendario) y ahondar en otras tradiciones donde reconocernos todos los granadinos. Se trata de reducir la Toma a un acto inane, escasamente institucionalizado, descuidado, un día sin mayor trascendencia que el 16 de julio, día de la batalla de las Navas de Tolosa, que el 22 de julio, batalla de Arapiles, o el 11 de febrero, proclamación de la Primera República, días que no salen en la tele.

Alfonso Salazar

miércoles, 1 de enero de 2020