«Por
primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora
llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño,
estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la
bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el
martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos
habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas
de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y
en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios
socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas
estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente
cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso
ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía señor, o don y
tampoco usted; todos se trataban de «camarada» y «tú», y decían ¡salud! en
lugar de buenos días.
Yo estaba integrando, más o menos por azar, la única comunidad de Europa occidental donde la conciencia revolucionaria y el rechazo del capitalismo eran más normales que su contrario. En Aragón se estaba entre decenas de miles de personas de origen proletario en su mayoría, todas ellas vivían y se trataban en términos de igualdad. En teoría, era una igualdad perfecta, y en la práctica no estaba muy lejos de serlo. En algunos aspectos, se experimentaba un pregusto de socialismo, por lo cual entiendo que la actitud mental prevaleciente fuera de índole socialista. Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada —ostentación, afán de lucro, temor a los patrones, etcétera— simplemente habían dejado de existir. La división de clases desapareció hasta un punto que resulta casi inconcebible en la atmósfera mercantil de Inglaterra; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era amo de nadie. »
George Orwell (Homenaje a Cataluña)