domingo, 27 de septiembre de 2020

Genealogía, de Erika Martínez

El día que me atropellaron
mi madre, en la consulta,
sintió que le crujía
de pronto la cadera,
mi hermana la clavícula,
mi sobrina la tibia,
mi pobre prima la muñeca.
Les siguieron mis cuatro tías
y mis firmes abuelas,
con sus costillas y sus muelas,
con sus sorpresas respectivas.

Entre todas, aquel extraño día,
se repartieron
hueso por hueso
el esqueleto
que yo no me rompía.

Les quedo para siempre agradecida.


(Color carne, Pre-Textos, 2009)

Tan distinta compañía


Los autobuses pueden atestarse: los viajeros van, codo con codo, mascarilla contra mascarilla. Los aviones van de ciudad a ciudad, codo con codo, mascarilla contra mascarilla. Pero los cines, los teatros, exigen mascarillas, pero codos separados. ¿por qué no se trata por igual a los unos y a los otros? ¿Por qué la cultura y las artes escénicas mantienen un nivel de exigencia de aforo menor a los del transporte? No se trata sobre los negacionistas idiotas, los objetores que viven en el limbo. Quizá la pregunta es mucho más dura: solo se puede con los débiles. ¿Por qué se mantiene ese escaso cuidado en el transporte? Cultura y Artes Escénicas cumplen como la Educación y todas cumplen como debe cumplir el Ocio. Pero no debe confundirse, ya está bien, el ocio con la Cultura: quien lo confunde posiblemente ha vivido en uno y no ha disfrutado la otra. Por supuesto que la cultura puede entretener, pero la Cultura «da al ser humano la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el ser humano se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden». No lo digo yo, lo dice la Declaración de México de la UNESCO, uno de los pocos instrumentos que nos indican qué es Cultura y qué no. En ese ámbito definitorio se excluye el ocio por el ocio (sí, tan necesario, la cervecita en la terraza, el esparcimiento), porque no cumple los requisitos culturales: no existe una «cultura de la cerveza» en el sentido cultural, es una metáfora, como lo es la «cultura del pelotazo». Puede no ser importante: pero algo es muy probable, puede que en poco tiempo el teatro, la danza, la música en vivo, se extinga, y recordemos cuando vayamos ―en un futuro―, en autobús que algún día ―en el pasado―, fuimos al teatro.

Cuando uno asiste a actividades culturales, generalmente, nadie vocifera, nadie levanta la voz, nadie habla ―¿habla usted en el cine? ¿Grita usted en el teatro? ¿fuma usted en el museo?―, son cuestiones que suelen suceder en el ocio, en la industria del entretenimiento, en el deporte de masas, en las corridas de toros (¿cuánto aforo se admite para la anunciada corrida de la Patrona?). Todo ello, no es cultura, aunque nos empeñemos en demostrar que el toro es cultura o el fútbol es cultura. Los toros no nos hacen «racionales, críticos y éticamente comprometidos», ni el fútbol tampoco. Por más que nos gusten ‘mules’ y muletas, por muy bien que lo pasemos en los unos y los otros, por mucho estómago encogido y sangre ardiente que nos provoque, por más que nos hagan disfrutar, tanto como en una terraza de bar, un fiestón con los amigos, un subidón de adrenalina. Esta opinión sobre qué es cultura, no es amigable ―no, no me hará tener más amigos― ni pretende serlo: hay actividades humanas que no son culturales y son igualmente maravillosas. Tampoco es una opinión amigable decir que, si podemos ir en un avión, si podemos ir en un autobús atestado hasta la puerta del cine ¿por qué nos separamos en uno y nos agolpamos en otro? Quizá convendría que nos mantengamos separados en los medios de transporte, así nos tratarían a todos por igual. Pero está claro: puede más la compañía aeronáutica que la compañía teatral, aunque le demos un mismo sustantivo.


Alfonso Salazar


EL MUNDO HA CAMBIADO

El mundo ha cambiado. Hay sectores sociales y económicos que están en permanente alarma ante lo recientemente conocido y lo inmediatamente desconocido. Los cambios en el mundo de producción cultural no podemos augurar si son temporales o, en algunos aspectos, serán definitivos. Las circunstancias nos han colocado al sector en primera línea de la trinchera del descubrimiento, de la experimentación.

Cuando se anunció aquel desconfinamiento en fases, el pasado mes de mayo, comenzamos a investigar, entre normativas y recomendaciones, qué nos afectaba, y surgieron las primeras dudas ¿cómo podremos producir cultura con aforos restringidos? ¿cómo haremos de los teatros, museos y auditorios espacios seguros? ¿cómo controlar las actividades culturales callejeras para evitar aglomeraciones? ¿cómo evitar que el público se acumule en entradas y salidas?

Durante el confinamiento vimos cómo artistas de todo género (profesionales, aficionados) ofrecían su trabajo al público a través de las redes, pero no se trataba de un ‘trabajo’, de un ‘negocio’ (sin perjuicio de que alguien lo haya hecho) sino de una expresión de solidaridad, de apoyo mutuo, ahí donde el arte se hace necesario como bálsamo en la vida del ser humano. Pero la producción cultural y artística, es un trabajo que exige la profesionalización. Los símiles deportivos, a veces son comprensibles: también en la cultura, en el arte, se comienza en el campo amateur (se puede seguir toda la vida en el campo amateur) pero las grandes obras, los mejores productos (en el lenguaje del mercado) surgen de la dedicación, de la especialización, de contar con los más experimentados en el equipo creativo y técnico. Esa excelencia depende de la profesionalización, de que quienes participan hayan hecho de tal tarea su exclusivo oficio. En definitiva, otra pregunta: ¿cómo ingresarán su sustento los profesionales y cómo podrán seguir dedicándose a su profesión, en un mundo donde no existen la cultura ni el arte en vivo tal y como lo conocíamos hace un año?

Desde tiempo inmemorial el arte se sostiene a través del mecenazgo, de aquellos que ‘consumen’ arte, que encargan artes. El artista, el productor cultural, precisa de una atención a sus necesidades básicas que generalmente son cubiertas por esos propietarios del arte, los que adquieren la obra. En nuestro mundo actual, en nuestro entorno social, el papel del mecenas ha sido tomado por la Administración, quien promueve y sostiene la actividad de los agentes culturales como un bien democrático, accesible a todos y necesario para el bienestar humano; y apoyado por el público, que compra sus entradas, que opina, aplaude u olvida. Pero ambas fuentes son necesarias: solo la industria del entretenimiento puede mantenerse con la fuente del consumo privado. Por eso, no se trata tanto de que muchos aspectos de la cultura (aquella menos rentable económicamente, pero más precisa socialmente) se sostengan gracias a la subvención pública, sino de que la cultura y el arte, como la protección del medio ambiente, son una inversión en el futuro de la Humanidad, que hemos acordado (lo dicen las leyes) que sean promovidos por la Administración, sin perjuicio del apoyo de entidades privadas. La cultura, como los parques públicos, no se financian con la venta de entradas. Es la diferencia entre un parque y un vivero. En el vivero se venden árboles, en el parque se disfruta de la sombra. La Administración financia los parques, cada cual financia (si acaso lo tiene) su jardín privado, el césped de la urbanización. Pero sin apoyo estatal no hay parques ni hay cultura. A lo sumo, quedará una jungla, lo salvaje.

El mundo laboral de la producción cultural no incluye solo a artistas, músicos, actrices, actores, artistas plásticos, bailarines, directores, directoras o coreógrafos, sino que cuenta con iluminadores y sonidistas, personal de taquilla y atención al público, controladores, personal de limpieza, oficinistas, administrativos, gestores, periodistas, analistas, gerentes, comerciales, editores de vídeo, managers de redes… Ese habitual concepto de ‘la gente que hay detrás’ ―comparen los créditos artísticos de una película con sus créditos técnicos― constituye el bloque más voluminoso de trabajadores de la producción cultural.

Valga esta introducción para poner en perspectiva el mundo al que se enfrenta la producción cultural: sin teatros abiertos, sin museos abiertos, sin salas ni auditorios abiertos (o a medio abrir), hay que buscar alternativas de producción.

Ni siquiera el mundo audiovisual y el de la grabación musical, que puede sostenerse a través del consumo desde casa y se apoya en la reproducción industrial y sin fin del producto, es ajeno al desplome que conlleva la pandemia. Pero las artes en vivo, las que se consumen en una convivencia, casi litúrgica, en un entorno compartido por los espectadores con los artistas y técnicos productores, en una situación que es irrepetible, precisan de reinvención e ingenio en este mundo de extraña normalidad que no sabemos si es transitorio o devendrá definitivo. Este mundo no puede quedarse a la espera de una vacuna, de hecho, debe reinventarse por si en un futuro, otra pandemia viene a recolocarnos y situarnos en la espera de otra vacuna. No podemos vivir en el bucle de la eterna espera de la eterna vacuna.

El sector de la producción cultural tiene poco referentes: los eventos deportivos alcanzan aforos muy superiores a la media cultural y su eco económico resuena en los medios; la industria del entretenimiento cuenta con un poder económico que supera con creces los empeños culturales; la hostelería y el comercio no es comparable: en la producción cultural el público, generalmente, está quieto, no habla, no vocifera (otro asunto es la industria del entretenimiento, de los macro conciertos). En la producción cultural el espectador puede disfrutar en solitario de la función teatral, de la visión de un cuadro, de la escucha en directo de un concierto de jazz. La ventilación, higiene limpieza y desinfección de los espacios, el uso de mascarilla y gel hidroalcohólico, resolver la compatibilidad del distanciamiento y la reducción del aforo, la observación de los planes de laborales y de contingencia, deberían ser elementos suficientes para la seguridad del sector. Pero estamos en el camino.

¿Cuáles son esas mimbres que conducen a la reinvención? Las preguntas están sobre el tapete: a corto plazo, el impacto de la reducción de aforos debe mitigarse con la emisión en directo, la ampliación de la base de espectadores a través del streaming, e investigar la experimentación en las sensaciones del espectador casero para que no ‘sienta’ que, simplemente, consume un producto televisivo, sino para acercarle la sensación de lo vivo e irrepetible, la convivencia en directo con otros espectadores, con artistas y con técnicos. Esta ‘hemipresencialidad’ la estamos experimentando continua y recientemente: hay ya actividades que compatibilizan público online y público en vivo en una misma función. Hay reuniones donde personas, unas sentadas junto a otras, comparten ideas con otras personas a través de videoconferencia. Vemos también cómo en televisión y en eventos deportivos se ha incorporado la idea del ‘público-plasma’, un público en su casa, reproducida su imagen en las gradas, que forma parte del espectáculo, pues no hay espectáculo sin espectadores.

A corto plazo las empresas de venta de entradas deberán actualizar sus sistemas de venta para poder vender por grupos familiares y que sea más aprovechable el aforo existente, observando la normativa. Actualmente vivimos en la duda de si debe darse prioridad a la separación de metro y medio (o dos metros, depende) o al límite de tantos por ciento de ocupación de aforo, que muchas veces entran en contradicción. Además, hay un planteamiento de 17 normativas diferentes al respecto en el país, una por Comunidad Autónoma y la especificidad de espacios y circunstancias es exigua.

A corto plazo (y a medio, y a largo) el papel de la Administración debe ser primordial. Sabemos que (como en muchos otros sectores) la pandemia va a llevarse por delante muchos negocios, compañías, proyectos, pero debe mantenerse y protegerse un entorno cultural sano y productivo. Tal y como deben mantenerse las especies de flora y fauna que corren el riesgo de extinción. Quizá muchos artistas y técnicos de la producción cultural deban reciclarse en otros sectores, pero hay que proteger ese entorno profesionalizado para que no se agoste. La recuperación de este sector, delicado por sus características duales de creación y negocio, donde convergen el carácter laboral y el carácter imaginativo y placentero, puede ser difícil. No se debe desestimar el valor de la producción cultural en el rumbo humano ni debe quedar restringido al dominio de los gigantes del entretenimiento, que terminarían por uniformarse, hacia el discurso único.

A medio plazo quizá hay que repensar el diseño de los espacios escénicos. Esta pandemia ha impuesto la separación de las butacas, como si todos los espectadores hubiesen mejorado sus condiciones de confort, con mayor espacio físico a su alrededor fruto de la necesidad de distanciamiento. Pero este rediseño y ampliación de los patios de butacas (que conllevaría repensar las acústicas, la visión de los escenarios) no es nuevo: cuando visitamos un antiguo teatro podemos apreciar el progreso en su diseño, donde había asientos de piedra hoy hay mullidos y aterciopelados asientos; allí donde el público se agolpaba, de pie, hoy está ordenados, separados los unos de los otros, una persona, una butaca; allí donde las necesidades se hacían junto al escenario, hoy existen servicios limpios y amplios; donde el espectador vivía entre sudor propio y ajeno, hoy disfruta de climatización… Valga otra metáfora: hasta no hace mucho se escupía en el suelo, en el autobús, en el bar: hoy en día esta actitud está proscrita por costumbre insalubre. Otra más: hasta mediados de los noventa el condón era considerado, sobre todo, un medio anticonceptivo cuyo fin era evitar embarazos no deseados; hoy en día, además, es un medio de protección higiénica y profiláctico cuyo fin es prevenir enfermedades. Quizá las costumbres de ayer, esas butacas puestas unas al lado de las otras, con espectadores desconocidos entre sí ocupando un mismo reposabrazos, con personas pasando por delante de otros espectadores, arrimando obligadamente el cuerpo, colocando las posaderas a la altura de los ojos para entrar y salir de una fila, nos parezcan mañana insanas y extrañas costumbres del pasado.

Esa reflexión sobre cómo serán los espacios conllevará repensar las producciones. Quizá los escenarios circulares puedan aprovechar mejor los aforos; quizá la duración de las creaciones sea una variable que contemplar, que reduzca tiempos de trabajo (salarios) y, manteniendo el precio, aumente la rentabilidad. Quizá haya que incluir elementos tecnológicos en escena que reduzcan costes salariales, es decir, cierta y limitada robotización de la representación. Son cuestiones que condicionarán la creación más próxima. Quizá haya que pensar en ‘otros’ espacios, en espacios de aforos más verticales; en una actualización de los espacios (como en los autocines, como ‘parking-concert’) que permita la asistencia en grupos-burbuja o haga compatible la asistencia en vehículo y la asistencia en butaca; pensar en espacios donde el público se mueva, ‘pase’ a través de distintos boxes en grupos reducidos para ver el total de la representación. Todo es conjetura y ‘cultura-ficción’.

La batalla va a estar en el aprovechamiento de los aforos, en cumplir los distanciamientos, a los que quizá cada vez nos acostumbremos más y el público termine por exigir. Mayor comodidad, mayor salubridad, mayor precio, parece el axioma. La salubridad para todos, siempre ha sido un concepto poco pro-capitalista. Sí lo es la exclusivista comodidad para unos pocos, el signo de la distinción: los asientos de primera clase donde poder estirar las piernas son más caros; las habitaciones para un solo enfermo cuestan dinero; el palco privado, la autopista, la atención privilegiada por parte de un médico tiene un coste; si se quiere un reservado en una discoteca hay que pagarlo. Estamos camino de una ‘primera clase’, de la comodidad, de la salubridad. ¿Cómo se obtiene un rendimiento económico? Indiscutiblemente los defensores de los antiguos conceptos exigirán volver al uso intensivo del espacio. Los buses urbanos de los ochenta tenían poca regularidad e iban atiborrado; se fueron vaciando a fuerza de ampliar viajes y limitar aforos. Los cines pueden ampliar pases, pues los costes de repetir no implican multiplicar todos los salarios, pero ¿y el teatro y la música? Si la tecnología no viene a aportar soluciones, y, cuidado, hay un concepto de economía básica que nos señala que en este ámbito se da una llamada ‘enfermedad de costes’ (aumento de los salarios en trabajos que no han experimentado un aumento de la productividad laboral), pocas más soluciones quedan que ampliar los espacios, aumentar los precios o desaparecer.

Pero si hace unos meses el mundo era de una manera, si atravesamos ahora un rumbo hacia lo desconocido, solo nos salvará que cada día conocemos algo más, trazamos ese futuro inmediato conforme a la experiencia del pasado inmediato, paso a paso. Tiene mucho que ver con el futuro y con el pasado, como si el presente no existiese, ese espacio temporal de la reflexión. Una reflexión y un ingenio que ahora hacen más falta que nunca.


Alfonso Salazar