Es sencillo imaginar cómo los habitantes del hemisferio norte, hace milenios, descubrirían que, en el curso de las estaciones, las noches se alargaban hasta que alcanzaban su máxima dimensión horaria en el inicio del duro invierno. Este fenómeno repetido estación tras estación parece poco trascendente en la actualidad, pero en unas sociedades cuya única energía lumínica era el fuego, el aumento de las horas de oscuridad marcaría con fiereza la vida cotidiana. Es el momento que los científicos posteriores llamarían solsticio de invierno, pero que en otros tiempos simplemente quedaba simbolizada por la victoria anual del sol frente a la oscuridad.
Es sencillo suponer que semejante fenómeno, condicionante del trabajo, la vida social y económica tuviese una interpretación religiosa, mítica, y de ahí que muchos dioses venerados en la Antigüedad en el hemisferio norte tengan su momento de nacimiento coincidente con el sol vencedor de las tinieblas. Cercano el 21 de diciembre de nuestro actual calendario, en el hemisferio norte el sol alcanza su posición de declinación sur máxima respecto al ecuador y alcanza el cenit al mediodía sobre el Trópico de Capricornio. Fueron posiblemente romanos y celtas los que comenzaron a festejar este triunfo, el simbólico renacer del Sol, denominado Sol Invictus, mezclado en Roma con tradiciones provenientes de Oriente que reunían a Helios con Mitra, a El Gabal con el fortalecimiento del Sol como principal divinidad del panteón romano, en tiempos de Aureliano.
Otro sencillo cálculo sobre los datos bíblicos propició una feliz coincidencia para la incipiente iglesia cristiana a principios del primer milenio. Ya que los profetas debían fallecer el mismo día en que fueron concebidos, como señalaba cierta tradición hebrea, calcularon que, si Jesús murió un 25 de abril, echando las cuentas del periodo de embarazo terrenal de una virgen –eso sí, sin que pudiesen tener como referencia la última fecha de menstruación- la fecha de alumbramiento debía ser el 25 de diciembre, que curiosamente coincidía con las fiestas romanas de las Saturnales –en honor a Saturno, proclamadas en los tiempos que Roma sufría el acoso de Aníbal- y las Brumales –instituidas por Rómulo en honor del Baco, características por el exceso en la bebida, la comida y la relajación de las costumbres. Sería en tiempos de Constantino, que hizo uso de la insignia del Sol triunfador, cuando tres siglos después del nacimiento en Belén, se impusiera la tradición de la Natividad. En Europa Oriental, en la iglesia ortodoxa, al uso del calendario juliano se debe añadir la celebración de la Epifanía, una fiesta posiblemente procedente de Egipto que tiene lugar el 6 de enero (curioso: nueve meses antes sería 6 de abril, fecha adoptada en las provincias orientales del Imperio romano para fijar la fecha de la muerte de Jesús).
Es cierto que las fuentes del Evangelio son parcas a la hora de establecer el nacimiento de Jesús. Solo Mateo y Lucas propician algunos detalles, que parecen muy contradictorios climáticamente con un invierno en Palestina. Pero el antioqueno Lucas es posible que extrajera las referencias de narraciones egipcias sobre el nacimiento milagroso de Horus. Hay otros dioses cuyo nacimiento parece ubicarse en ese arco del solsticio de invierno: Mitra, Atis, Buda, Krishna, Dionisio, Frey –dios escandinavo cuya celebración se realizaba con un árbol perenne adornado… Aunque existen tantas imprecisiones y contradicciones en las fechas y los días como siglos han pasado desde los inicios de sus adoraciones.
En la Roma imperial era costumbre adornar los habitáculos con luces, realizar regalos, así como profetizar qué traería el invierno en las fiestas del solsticio. Sería el papa Liberio, en 354, quien decretó que el nacimiento de Jesús fue el 25 de diciembre, a lo que se había adelantado en unos años la Iglesia alejandrina en el Concilio de Nicea de 325. Sucesivos concilios cristianos proscribieron las fiestas paganas, que fueron desplazadas de la celebración de la Natividad a la del Año Nuevo, coincidente con el undécimo mes del año, cuando los cónsules de Roma asumían el gobierno, pues en Roma, el año comenzaba en los primeros días de marzo. El calendario de César, denominado juliano, fue modificado por Gregorio XII en 1582, pasando a ser denominado gregoriano, y mantuvo el inicio del año en la fecha del 1 de enero.
El ahondamiento en el control del tiempo, característico de la Revolución Industrial -y luego expandido por el capitalismo, que llegará a medir no solo las estaciones, meses y días, sino también las horas, minutos y segundos- estableció para el mundo europeo las fiestas de Navidad y Año Nuevo, manteniendo una simbología propia del hemisferio norte. La colonización hizo el resto, propagando la celebración de unos pocos pueblos por todo el planeta.
Hay otros muchos “años nuevos” por el mundo que se suceden en distintas estaciones, aunque quizá el más apropiado para la vida diaria de la Europa actual sería la invención de la Revolución Francesa que instituyó el inicio del año el 22 de septiembre (primero de vendimiario en el calendario republicano francés) coincidente con el inicio de los actuales cursos escolares, las temporadas teatrales, el retorno de las vacaciones estivales y los periodos parlamentarios. Liberándose de esa manera no solo del dominio de las fases lunares, que por ejemplo señala aún los inicios de los años judíos e islámicos, sino de esa partición laboral que significan aún las modernas saturnalia.
Befanas, olentzeros, renos, Santa Claus, Reyes Magos, el tió de Nadal, belenes, pajes, alumbrados urbanos, pavos rellenos, langostinos, crismas, el milenario árbol de Yule convertido en sencillo árbol de navidad, el champán y el Niño Jesús, la misa del gallo, el Kris Kringle, villancicos, Grýla, invenciones literarias como el Grinch y Ebenezer Scrooge –la invención de Dickens que tanto hizo por recuperar el alicaído espíritu navideño en la Gran Bretaña de mediados el siglo XIX-, l´home dels nassos, l´Anguleru, el panettone y el turrón, San Nicolás y el Krampus, el caganer y los polvorones… como toda tradición cultural, según los territorios, así se forjan las celebraciones, con la mescolanza de innovaciones contemporáneas y el residuo de tipologías milenarias. Se incorporan elementos del pasado pagano a la religiosidad cristiana, se caracterizan personajes, se personifican cosas y animales, se preparan comidas y bebidas según la riqueza cultural de cada territorio. Se tienen en cuenta –en mayor o menor medida- las liturgias religiosas, se arrinconan las tradiciones para sustituirlas por las propuestas consumistas de la industria. Pero no dejan de pregonar por todo el hemisferio norte esa invitación de celebrar en grupos, clanes, fratrías, amistades y familias la victoria del sol, el reinicio de la cadencia de las estaciones, el fin de la noche más larga.
Alfonso Salazar