Sabemos que los dos genios no murieron ni el mismo
día, ni en la misma fecha. A principios del siglo XVII Inglaterra y España no
solo eran irreconciliables enemigos con religiones enfrentadas, ansias comerciales
que colisionaban, cruzadas contra piratas en el Caribe, felicísimas armadas
hundidas y apoyo y sustento de leyendas negras, sino que, además, no compartían
el mismo calendario. La cosa venía de muy atrás, de cuando en Roma se tuvo en
cuenta ese cuarto de día de más que cada giro de la tierra alrededor del sol sirve
sobre los 365 días, cuestión que dio origen a los años bisiestos. Fueron unos
once minutos anuales de más los que los astrólogos de Julio César pasaron por
alto, y con el paso de los años y los siglos aquellos minutos se convirtieron
en unos diez días. El papa Gregorio XIII decidió que ya era hora de ajustar
cuentas, pues la Pascua perdía el paso litúrgico. España se puso al día, nunca
mejor dicho, pero Gran Bretaña persistió en su propia medida del tiempo hasta
1752.
Aquel año de 1616, cuando en el imperio donde no se
ponía el sol era 3 de mayo, en Stratford Upon Avon, cerca de Birmingham, era 23
de abril y William Shakespeare, febril, moría en casa. Miguel de Cervantes había
muerto días antes, el 22 de abril de nuestro calendario actual. Así que la
celebración del 23 de abril como Día del Libro en honor a estos escritores –y
al Inca Garcilaso- instaurado en 1995 por la UNESCO -y que España celebraba
desde 1930-, es solo una mala interpretación, intrascendente, que la leyenda en
internet atribuye a Víctor Hugo, sin merecimiento posiblemente, pero que señala
que ni William, ni Miguel, ni el Garcilaso peruano murieron aquel católico y
gregoriano 23 de abril de 1616.
Cervantes y Shakespeare fueron dos gigantes de su
tiempo que gozaron de la fama en vida, cosa que nos asombraría si miramos desde
el ahora al pasado y contemplásemos cómo pasaron vidas oscuras tantos y tantos escritores
a quienes la posteridad dio la fama, que no la contemporaneidad, pues en vida
pasaron sin gloria, oscurecidos por otros triunfantes a los que la Historia dio
solo sepultura y olvido. Ninguno de los dos disfrutó de grandes rendimientos
económicos, pues anduvieron siempre enredados entre deudas -juego el uno y
bebida el otro-, pero al menos sí disfrutaron de importantes reconocimientos
literarios. Aunque las vías fueron bien diferentes. Cervantes, cuya pasión fue
el teatro desde que en su infancia sevillana admirase los tablados de Lope de
Rueda, no tuvo éxito en los corrales, donde arrasaba la comedia nueva de Lope
de Vega, con quien tuvo sus más y sus menos. William, sin embargo, fue dueño de
la gloria teatral de la ribera del Támesis, y triunfó en los teatros de la
Rosa, el Telón, en el Globo… Si es que William, el actor, fue William el autor,
el creador de drama y comedia que veneró Inglaterra. Por entonces se daba una
profunda diferencia entre autor y creador, pues era el director de compañía el
más relevante, quien en muchas ocasiones se apropiaba de la autoría, y quedaba
el autor teatral como sencillo guionista. Pero el público adoraba a los
autores. Lo supo Lope y lo supo Calderón. No lo conoció Miguel quien, avanzado
a su tiempo, puso sus comedias y entremeses en imprenta, pues si el público no
pudo disfrutar de su teatro en las tablas, pudo hacerlo en la lectura, abriendo
el campo del teatro leído, que por entonces no era corriente. Al contrario, William
publicó poco y desordenadamente en vida, y sería diez años después cuando dos
de sus actores publican una recopilación de obras que es tan fundamental como generadora
de dudas en sus atribuciones, el denominado First
Folio.
Miguel triunfaba con El ingenioso hidalgo –luego “caballero”- don Quijote de la Mancha.
Su Galatea fue años atrás un éxito en Francia, pero el Quijote arrasó en las
listas de ventas de la época de media Europa. Se dice que William Shakespeare
utilizó el pasaje de Cardenio para componer a medias con Fletcher una tragedia
que se perdió en el incendio del Globe en 1658.
A principios del siglo XVII la obra de William
desbordaba los círculos teatrales de Londres. Comenzaba el mito de Shakespeare,
del actor testaferro de un autor oculto –Francis Bacon, Edward de Vere,
Christopher Marlowe se han barajado como tales-, tesis que persiste hasta
nuestros días, deudora posiblemente de un razonamiento clasista que impedía que
el hijo de un comerciante venido a menos se convirtiese en ángel de las letras
inglesas. Tal y como el hijo de un cirujano, nieto de un picapleitos, fue quien
alumbró la novela española, y por extensión, la mundial. Ambos nacidos en
pequeñas ciudades, de familias sin historia ni capital, sin poder ni gloria.
Trabajadores de la palabra y su destino.
Nada fue igual tras las instauraciones de los
legados de Cervantes y Shakespeare. No solo en uno u otro imperio –forjado el hispánico,
en ciernes el británico-, sino en las letras europeas que alumbraron la
literatura occidental. El influjo de uno y otro legado en la cultura planetaria
ha sido formidable. Sus historias –versos, dramas, tragedias, comedias,
novelas…- ocuparon y ocupan lienzos y carteles; copan escenarios pero también
películas, series, dibujos animados…; sus personajes se hicieron escultura, sus
rostros logos en camisetas, iconos; sus libros provocaron miles de libros que
hablan a la vez sobre sus libros; se veneran edificios y tumbas, unas ciertas,
otras falsarias donde reposan los autores o donde vivieron los personajes.
Romeo, Quijote, Julieta, Sancho, Otelo, Dulcinea, Hamlet y tantos otros
recorren la tierra entera, a través de museos, bibliotecas, colegios,
universidades, televisores, cines, webs, carnavales, pequeñas salas y grandes
teatros de ópera.
Desde esos primeros años del siglo XVII, cuando -en
poco más de once días- las letras del mundo perdieron a sus dos capitanes, los
músicos ávidos de historias recurrieron a las fuentes que William y Miguel
ofrecían. Antes de editarse la segunda parte del Quijote, ya se había estrenado
en París el ballet Don Quichot, dansé par
Mrs Sautenir, en 1614, y desde entonces las versiones para ballet, teatro,
zarzuela, ópera y musicales son material inagotable. Don Quijote se ha
convertido a lo largo de los siglos en una referencia musical. Entre aquellos
que se inspiraron en el Caballero de la Triste Figura destacamos: Henry
Purcell, quien compone canciones para The
comical history of Don Quixote de Thomas d´Urfey, un “musical” de la época
compuesto solo setenta y ocho años después de la muerte de Cervantes; Georg
Philipp Telemann con Burlesque de
Quixotte y Don Quijote en las bodas
de Camacho; una ópera buffa de Paisiello y un divertimiento teatral de
Salieri; Félix Mendelssohn quien compone en pleno Romanticismo La boda de Camacho composición juvenil
de la que no quedará del todo satisfecho; la poco representada ópera Il furioso all'isola di San Domingo de Gaetano
Donizetti; y las canciones de Don Quijote
y Dulcinea de Maurice Ravel. Hay tres obras que destacan sobre el resto: Don Quijote, la comedia-heroica de Jules
Massenet, el poema sinfónico de Richard Strauss y El retablo de Maese Pedro de Manuel de Falla. Mucho después se encajaría
en el tímpano de medio mundo las notas de El
hombre de la Mancha de Mitch Leigh. Incluyan entre sus versiones más
recordadas la francesa de Jacques Brel montada en 1968, tras cuyo estreno un
inolvidable Darío Moreno en el papel de Sancho Panza, falleció.
La magnificente influencia mundial de don Quijote
ocultó otras obras que pudieran basarse en comedias, entremeses y novelas
ejemplares, pero rescatemos Das Wundertheater , basado en El retablo de las maravillas,
de Hans Werner Henze. Muy pronto Cervantes y Quijote –y Sancho- se
identificaron con España y lo español con una diversidad de estilos que
demuestra la fantasía que promueve la inspiración quijotesca. Si nos referimos
a los compositores españoles podemos remontarnos al Don Quijote de Manuel García de 1827, El manco
de Lepanto (1867) de Rafael Aceves, La
venta de don Quijote (1902) de Ruperto Chapí o El
huésped del sevillano (1926) de Jacinto Guerrero. En el siglo XX constatamos
la presencia de clásicos como Conrado del Campo con Evocación y nostalgia de los molinos de viento y Joaquín
Rodrigo con su Ausencias de Dulcinea. O la constante presencia del personaje en la
obra de la Generación de la República: Ernesto Halffter entre otras obras nos
dejó la Canción de Dorotea, Don
Quijote de la Mancha, la farsa heroica Dulcinea,
y su hermano Rodolfo la ópera bufa Clavileño
y Tres epitafios; Salvador Bacarisse
legó Aventure de Don Quichotte y el Retablo de la libertad de Melisendra;
Robert Gerhard, The Adventures of Don
Quixote y versiones del ballet Don
Quixot, entre otras. Persistió en el tema la generación de posguerra con
Carmelo Bernaola (Don Quijote de la
Mancha y Galatea, Rocinante y
Preciosa), Antón García Abril (Canciones
y danzas para Dulcinea y Monsignor
Quixote), Ángel Arteaga (Andaduras de
Don Quijote, Música para un festival
cervantino), Ángel Oliver y Tomás Marco (El Caballero de la Triste Figura, Ensueño y resplandor de Don Quijote y Medianoche era por filo), hasta La
resurrección de don Quijote de José García Román. Esta línea la culmina la
ópera de Cristóbal Halffter, estrenada el año 2000. Son solo unas muestras de
la influencia quijotesca que confirman
las palabras que dijo Sancho «donde hay música no puede haber cosa mala».
Ni danza mala. El Don Quijote coreográfico más importante es el que Marius Petipa, con
música de Minkus, coreografió para el Bolshoi en 1869. En 1900 Gorky lo remodela
y convierte en el que adoptan en su repertorio tanto el Kirov como el
Bolshoi. También habría que destacar la
obra de grandes coreógrafos como Franz Hilverding, Jean-Georges Noverre,
Auguste Bournonville, Ninette de Valois, Serge Lifar y George Balanchine.
Entre tanto, la obra de Shakespeare estaba destinada
a forjar óperas, ese arte que en su tiempo aún no había nacido. Fue también
Purcell quien abrió la veda cuando en 1692 se inspiró libremente en el texto de
Sueño de una noche de verano para
componer The fairy queen, a la que
siguió después, en 1712, La Tempestad,
junto a un Otelo y un Romeo
y Julieta. Otelo fue también el
tema que retomó Gioacchino Rossini en 1816. En él insistiría Verdi, que también
utilizó a Falstaff, ambas obras maestras, y Macbeth. Otelo y Falstaff son las
dos últimas óperas de Verdi, ya octogenario, y la despedida es su única ópera
cómica, un broche de comedia a una producción trágica. El siglo XX alumbró el
brillante Sueño de una noche de verano
de Britten.
Más allá de la ópera destacamos el ballet Romeo y Julieta de Prokofiev, un hito de
la historia de la música. Resuena en la memoria la muerte de Tibaldo con vertiginosos
violines y quince golpes de timbal: uno de los momentos más impactantes de toda
la música. Shostakovich, el otro gran compositor ruso, escribió la banda sonora
de la película Hamlet basada en
Shakespeare. En la música orquestal, destaca el Macbeth de Richard Strauss, también Berlioz y Tchaikovski trataron
el tema de los amantes veroneses. Bernstein escribió el musical convertido en
famosa película West side Story,
basado en el enfrentamiento entre capuletos y montescos pero trasladado a Nueva
York. Stravinsky nos dejó Three Songs
from William Shakespeare. Y Mendelssohn, escribió El sueño de una noche de verano cuya marcha nupcial, basta que sea
tarareada, despierta el ansia de lanzar arroz y pétalos. La influencia de
Shakespeare se ha dejado sentir hasta The Beatles, Elvis Costello, Bob Dylan y
The Smiths. Ya lo dejó escrito en El
mercader de Venecia: «el hombre que no tiene música en sí, ni se emociona
con la armonía de los dulces sonidos es apto para las traiciones, las
estratagemas, las malignidades… No os fiéis jamás de un hombre así. Escuchad
la música».
Alfonso Salazar, junio 2016