domingo, 28 de septiembre de 2008

SUITE FRANCESA, GLORIA Y PESTE HUMANA

La novela difiere poco de la realidad. La buena novela, claro. Incluso aunque esa realidad sea un mundo que no existe. Tiene la buena novela la capacidad de transmitir que ese mundo es creíble, y por tanto, una realidad más que posible. Sin embargo, a veces, la realidad impone una crudeza que la novela no alcanza. Sobre todo cuando se entrelazan en un abrazo mortal. Es el caso de Suite francesa, (Salamandra, 2005) de la ucraniana Irène Némirovsky.

La autora que, llegado el año 1939, gozaba de una popularidad creciente en la Francia de entreguerras -el país que la acogió tras abandonar Rusia su familia en una relativa penuria causada por las incautaciones de la Revolución de Octubre-, era judía y apátrida. Y casada con otro judío ruso –Mijaíl, Michel, Misha Epstein- en 1926. Así pues, tenían todos los abominables números para que la barbarie nazi de los años cuarenta les afectase de lleno. Y sucedió. Suite Francesa recorre aquella estampida de junio de 1940 cuando los parisinos tomaron las carreteras camino de las provincias huyendo del ejército alemán, tras la Batalla de Francia. Los Némirovsky, ya con dos hijas de corta edad, también tomaron ese rumbo, hacia el sur, atravesando la línea de demarcación, intentando alcanzar una quimérica zona libre en la Borgoña, bajo el dominio perverso del Gobierno colaboracionista de Vichy. Se cruzaron con los despojos del Ejército Francés y con el paso triunfal de las columnas germanas. Fue entonces cuando Irène Némirovsky, treinta y siete años, comenzó a escribir Suite Francesa, cuya primera parte Tempestad en Junio, es un impresionante fresco de la atropellada marcha en fuga, de las columnas de refugiados, cuando no era la primera vez, ni sería la última, en que los ejércitos feroces hacían temblar a las poblaciones que, como corderos en sacrificio, abandonaban los corrales urbanos.

La escritora, con una deslumbrante fuerza crea una sucesión de pequeñas historias entrelazadas donde veremos los perfiles casi caricaturescos de los burgueses, los trabajadores de cuello blanco, los de cuello azul, los aristócratas, los artistas con ínfulas, los campesinos, envueltos en la misma miseria: el hambre y la mentira, la podredumbre y la derrota. La referencia inmediata era la Primera Guerra, donde se produjeron escenas que en aquel verano de 1940 ofrecían la sensación del déjà vu. Irène Némirovsky no vería el final de aquello, el final de la historia que conocemos: la derrota del ejército nazi y el desvelo de la barbaridad. Ni siquiera pudo ver la total ocupación de Francia, en noviembre de 1942, que dejó la virtualidad de la zona libre en la realidad de la zona totalmente invadida.

Gracias a la edición realizada por Denise Epstein, su hija, conocemos la génesis trabada por su madre a la hora de afrontar Suite Francesa, que esperaba crear al modo de una sinfonía, con multitud de instrumentos-personajes-historia, con ritmos trepidantes y momentos otorgados a la dulzura, la dureza y la reflexión. Tras el sin vivir de Tempestad en junio, con un trazo magistral de personajes y situaciones -que a veces conducen a situaciones cómicas delineadas con amarga sonrisa-, Dolce, la segunda parte de la novela, se muestra como un adagietto sereno. Por supuesto, en la mejor tradición de la gran novela del XX, donde se transfiguran los recurrentes escenarios urbanos en la calma chicha de los pueblos franceses, con oficiales de la Wehrmacht alojados en las mansiones de campo, conviviendo con campesinas que esperan a sus maridos, que prisioneros en campos alemanes o trabajadores por obligación para el Reich; señoronas burguesas confabuladas con las mesas petitorias, la connivencia de Pétain y la obligada manutención de la moral del vencido; alcaldes rastreros encumbrados por acompañar a los mandos alemanes en las cacerías; grandes propietarios temerosos, preocupados por engrosar las alacenas de mantequilla fresca, grano en los silos, salchichones en las despensas; paisanos a un pasito de la resistencia; soldados ocupantes, jóvenes, algunos hermosos, otros rechonchos, pero al fin y al cabo hombres en una tierra sin casi hombres, que encandilan a las muchachas; oficiales con buenas maneras, esmerada educación en el rostro frío, los ojos claros, con una mujer que espera en la casa feliz de Alemania y un tenebroso objetivo que cumplir.

Irène Némirovsky no trabaja sobre textos de contemporaneidad, un acopio de hechos contrastados, como un periodista. Penetra en el alma humana, en el conflicto de la individualidad y lo colectivo. La hallamos escribiendo en las tardes de verano –eso nos cuentan sus notas-, a la sombra de un árbol, junto a un río. Rodeada de la expresión de la miseria –una miseria que no acertaría a prever en toda su asfixiante y tremenda realidad y que viviría por sí misma-, de la tristeza, de la incertidumbre sobre su propio futuro como escritora, judía y apátrida. Aunque mantuvo gestos, como la conversión al cristianismo y una probada militancia antibolchevique, que no la salvarían del espeluznante final en las tumbas de Auschwitz. Pero allí, en el idílico paisaje borgoñés, deshilachó toda la podredumbre que sus ojos acababan de ver y que su experiencia había conseguido reconocer.

Sus notas, esas que reflexionan sobre el devenir de su novela y que intituló “sobre la situación de Francia”, se interrumpen el 11 de julio de 1942. Comienza entonces la otra novela, esa que fue cruelmente real, la que le condujo al campo de Pithiviers y desde allí el largo viaje hasta Auschwitz-Birkenau. Su marido movió todos sus precarios contactos para poder recuperarla, retornarla a Francia, e incluso propuso intercambiarse por ella. La respuesta del Gobierno francés fue entregarlo a él mismo a los alemanes. Irène moriría en agosto del mismo año 1942, posiblemente el asma crónico ayudó a hacer más difícil ese precario mes de vida última. Michel fue ejecutado en el mismo lugar tres meses más tarde. Incluso sus dos hijas pequeñas fueron perseguidas en la propia Francia, siendo francesas pero judías, y salvaron la vida con fortuna y desvelos de amigos cercanos a la familia.

La Segunda Guerra Mundial y la crueldad nazi nos dieron y nos quitaron mucho. Nos dieron la fotografía imperturbable de la brutalidad humana, el tanatorio de los horrores de las campos de concentración y la constatación de que nunca jamás volveríamos a ser inocentes. Nos quitó vidas, purgó con maldad colectivos, nacionalidades y etnias. Genocidio. Y en ese mar de pérdidas arrebató también el lúcido cuadro que Irène Némirovsky estaba a punto de dibujar. Pudo cubrir el lienzo, enhebrar los primeros trazos en la ignorancia del devenir, que ahora todos conocemos. Y ahí radica uno de los grandes méritos de esta media novela, su desconocimiento del futuro, del atroz desenlace. Todo lo que la hace más vívida, gloriosa y pestilentemente humana.

Vínculos
El cuchitril literario
Artículo de elmundo.es
Artículo de elpais.com
leergratis.com
Wikipedia Francia Irène Némirovsky
Wikipedia Francia Suite Française
Premio Renaudot para Suite Francesa, elpais.com.

viernes, 26 de septiembre de 2008

EL AÑO DE HOPPER, 06: JUNIO, TRASNOCHADORES (PRETTY PENNY, 1939 Y NIGHTHAWKS, 1942)







Pero esta imagen no estaba en la sucesión de la historia. Era la única convicción que arrastraba en la noche. Durante años creí que la noche era tan voluble como yo, y con el tiempo supe que nadie debe vencer a su enemigo, que las retiradas a tiempo son derrotas, que los príncipes de la noche también tienen cuarteles de invierno, días de descanso entresemana, territorios incontrolables, víctimas, compañeros y extrañas formas del amor. Estaba la convicción en el estómago, serían maneras hepáticas de decir adiós para siempre. Yo debía estar en una gran casa, luminosa, a plena luz de la mañana de junio, atravesar una verja, pisar el césped, encontrar a quien busco -en pantalones deportivos, con una raqueta en la mano, con una sonrisa feliz y una mala noticia por mi parte. Pero yo estaba en una calle sorda, en el desasosiego nocturno. Yo introducía en el devenir de las cosas una imagen de un bar que encontré en un bar, y la calle estaba sola a esas horas. Esperaba que allí en la barra, los personajes recordasen algo que no les pertenecía, que nada tuvo que ver en sus vidas. La casualidad los puso lejos del engarce de las situaciones, y cerca del sentido de mi imaginación. Los trasnochadores estaban tan relajados como de costumbre y bajo ellos una acumulación de tabaco y fotografías antiguas, calendarios, provocaciones, bocetos, taburetes fijos y servilleteros. Todo estaba a través del cristal. No puedo aún explicar cómo llegué hasta allí. Sólo puedo hablar del bar y la calle oscura. Lo cierto es que traspasé el cristal y las caras eran conocidas después de tanta mirada fija durante tanto tiempo. Pedí café como los demás y comentamos, el camarero y yo, el clima extraño que nos trajo junio. Nadie podía confiar en mí. Reconozco sus facciones precisas y los colores vivos, la mujer atractiva y el camarero lavando vasos. Y aquel tipo a quién no conseguía ver el rostro, aquel que me evitaba. Luego supe que ya conocía su cara, pues era igual a la de ciertos muertos que pude conocer. Todo el relato está roto, porque siempre aparece de espaldas aquel a quien busco. Cuando el hombre y la mujer rubia iniciaron con el barman otra conversación sobre los yankees, el tipo que yo buscaba hundió su barbilla y quedó excluido para siempre de la charla. Si al menos hubiese reconocido su voz, el año habría terminado en ese momento. Fue entonces cuando la imagen quedó perdurable, con la sensación de quietud de los museos y los cuadros, abandoné a través del ventanal aquel café. Estaba de nuevo al inicio de la investigación. Definitivamente, no debí salir de las historias prefijadas, de aquello que debió suceder: la visita a la enorme casa luminosa del hombre sin rostro, o con el mismo rostro de los muertos que a veces acierto a recordar. Pero aquella salida de tono, aquella visita otra me llevó a la convicción que corresponde a los noctámbulos. La solución debió estar allí, como diciendo adiós desde el hígado.

DETECTIVES EN LA GUANTERA (EXTRA 1): NOVELA NEGRA MEDITERRÁNEA

Charla realizada por Alfonso Salazar en el encuentro Homenaje a la Novela Negra, Mesa redonda ¿Hay una novela negra mediterránea?, Atenas, Instituto Francés, 31 de mayo 2006



El sencillo planteamiento del título de esta charla parece una contradicción: negro y Mediterráneo. Generalmente se asocia el Mediterráneo a la luz, al color, a los cielos claros y azules. Pero Chester Himes murió en Benisssa, Valencia, mirando el Mediterráneo. Tan negro como su literatura, aquel de quien Jean Giono dijo que cambiaba todo Hemingway, Dos Passos y Fitzgerald a cambio de Chester Himes, era la esencia de la novela negra, el perfil último de los bajos fondos preñados para la literatura. En ese escenario surge la novela negra, Nueva Cork, Chicago, años 20, cine negro. Denominaciones con origen francés. Blanco y negro, inseparables del rostro de Humphrey Bogart predestinado a ser Marlowe. Iconos que se levantaron desde los cimientos de entreguerras de Hollywood.

Vinieron esos benditos lodos de la novela policial, donde se cultivaron los jardines de Poe, Conan Doyle y Ágatha Christie. En esos barros afloraron Hammet, Chandler y el mismísimo Himes. Decía Chandler que el tránsito de la novela policíaca tradicional a la novela negra ocurre cuando el crimen se aleja de los jarrones venecianos (ojo, de marca mediterránea, pregúntenle a Donna Leon o Brunetti) y es arrojado al callejón de mala muerte de las grandes ciudades. Eso fue así durante años del siglo XX. El adjetivo “negro” es un rizo editorial. En EEUU desconocen el término.

Esa es quizá la primera piedra a derivar sobre Novela Negra y Mediterráneo. Fruto del Grand Tour, aquellos viajes iniciáticos de los jóvenes cachorros de la alta burguesía angloamericana por las románticas ruinas italianas, egipcias y griegas, que fueron moda durante el siglo XIX. Muerte en el Nilo utilizó esta ubicación, donde nunca llegamos a saber qué resulta más exótico, si el paisaje de las Pirámides o un detective belga. Con la salvedad que traza el uso de la Historia en la novela negra (larga discusión podría aquí abrirse que los secretos esotéricos, como herramienta, siempre enturbian), muchos escritores se sintieron atraídos por el Mediterráneo como turistas ocasionales o como residentes enamorados del paisaje, las gentes y la buena vida. El icono que hoy en día puede ser el Caribe lo era el Mediterráneo, centro de pasiones, mitos del turismo. Como lo fue la Costa Azul en Simenon, quien realizó su grand tour en 1934.

>Pero el mejor ejemplo de uso de la escenografía mediterránea lo haría Eric Ambler en La máscara de Dimitrios, considerada la novela fundacional del thriller. Su influencia en autores como John Le Carré o Frederick  Forsyth es patente. Pero la riqueza de Eric Ambler es difícil de igualar. El descubrimiento del cuerpo muerto de un hombre (Dimitiros) conduce por un terrible recorrido por la Europa de entreguerras, que recuerda al teatro diseñado por Boris Akunin para su Gambito Turco del inefable Fandorin, salvadas sean las distancias históricas.

>Aparte de la escenografía, podemos contar con consumados actores mediterráneos envueltos en turbios asuntos. Personajes, la mayoría de las veces paridos por anglosajones: así son pioneros en el devenir histórico el Marco Didio Falco de Lindsey Davies y  Gordiano el sabueso de Steven Taylor en la Roma de hace dos mil años.

La novela negra mediterránea, objeto de este encuentro, ¿podría centrarse en la muestra de una “forma de ser”?. Sabemos que hay que transitar con mucho cuidado por esos términos en el resbaladizo sistema antropológico y cultural. No hay siempre Historia común de mediterráneos, ni religión, ni idioma, siquiera un mar común, una enorme plaza acuática, una dieta semejante que prefiere los sabores con carácter, el aceite, el vino y las brasas a la manteca, la cerveza y las cocciones. El Mediterráneo es un espacio histórico de lucha, masacre, miedo, hostilidad y explotación –aún en nuestros días. La antropología –cuyo objeto es la cultura- con Kroeber, Mead y Benedict a la cabeza, ha dicho mucho sobre la personalidad de “los pueblos”. Incluso ha trazado estudios bufonescos, como aquel de Gorer en que se empeñó en relacionar el adiestramiento de los japoneses en los hábitos de limpieza con brutalidad y sadismo durante la Segunda Guerra Mundial o cómo el uso de fajas en los bebés rusos del XIX provoca la propensión revolucionaria en el siglo XX. Deberíamos investigar quién pagó y encargó aquel estudio. El psicoanálisis de las culturas es un precipicio sin baranda.

Pero sí podemos hablar del mito mediterráneo, su iconografía trascendente. No es asunto vano que Highsmith busque ubicar personajes en el Mediterráneo: lugar de placeres, exotismo para gentes del norte, sol, alegría de vivir, anuncios de agencias de viajes. Un entorno ideal para que los viajeros adinerados, protagonistas de sus novelas, dieran rienda suelta a su depravación: culpa, mentira y crimen.

El cine de Hollywood, ese que encumbró el rostro de Marlowe en el afilado perfil de Bogart, es un referente de identificación. En las imágenes subsiste el mito. ¿Existen referentes suficientes en el cine europeo para la novela mediterránea? Hay excepciones como A pleno sol de Climent de la antedicha Highsmith. Pero en general, resulta un fraude (aunque hay tantos gustos como dominios de Internet). Baste una breve referencia a Vázquez Montalbán, que tras la aplicación de algunas de sus novelas a una serie de televisión, mató al director Aristiráin en una de sus novelas, como venganza. Montalbán quería a Philippe Noiret como Carvalho y a Anna Galiena como Charo. Claro, que también Chandler quería a Cary Grant para Marlowe... Pero la conclusión es que, por el momento, no ha habido ningún halcón maltés en el cine mediterráneo, a pesar del adjetivo.

Entrando en faena, hay tres aspectos que me interesan acerca del planteamiento de este seminario y que se suelen plantear como aspectos propios de la novela negra mediterránea: el social, la atención al placer de los sentidos y una dicotomía barrio urbano-entorno rural.

Predomina una suerte de serial de muchas novelas negras realizadas en el Mediterráneo. Como los grandes folletines que se nutrieron de una sucesión de casos (los grandes narradores del siglo XIX, las novelas por entregas, los pulp, las novela de kiosco que se cambiaban…), el entorno social y la preocupación por reflejar la injusticia –más que la realidad norteamericana de exposición de la podredumbre- se plantea como marca de la casa mediterránea. Podemos comprobarlo, por poner dos joyas fuera de series detectivescas, en El crimen del Cine Oriente de Tomeo o en Tarántula de Jonquet.

Muchas novelas negras mediterráneas se desarrollan en ambientes casi rurales (por ejemplo en la Vigatá de Camilleri), y cuando sucede en ciudades (la Atenas de Markáris, la Jerusalén de Batya Gur) la presencia de los barrios es capital. Pero son barrios que podrían estar en el Mediterráneo, y con poco maquillaje, en cualquier lugar del mundo. El hard boiled estadounidense se centra en los corazones decrépitos de las grandes ciudades, la vida bajo los puentes de los scalextric –pero también pueden ser los cayos de Florida, o el bullicio de Nueva Orleans-.

El ejemplo rural en la novela negra española se inicia con el Plinio de García Pavón, maltrecho en los anales por su vinculación a la derecha –a la época de la peor derecha española, los años del franquismo-. Pero no hay que remontarse tan atrás, los escenarios rurales son también abono para Bevilacqua y Chamorro, los guardia civiles de Lorenzo Silva. Esos ambientes, propensos a la tragicomedia negra, tienen algo de realismo mágico, de asesinos chapuceros, más en ristra que en serie, poniendo algo dulce al cóctel del mal trago.

Se dice que los criminales de las novelas mediterráneas se mueven por algo más que herencias, ajustes de cuentas o intereses económicos muestran la sociedad irrespirable de Mankell y el dúo Sjöwall-Wahlöö. Se mueven por pasiones oscuras y lealtades embrolladas. Cada cual escribe de lo que conoce: la influencia de los entornos sociales determinan argumentos, ambientes. El escritor mediterráneo que escribe en el escenario mediterráneo recurre a la predominancia social, a sus aspectos principales. Irremediablamente, el entorno de familia extensa, de amistades, de vida en la calle y el bar aflora en la novela que toma esta referencia social.

Entre los placeres que se destacan en la novela negra mediterránea está la gastronomía. Carvalho disfruta de su propia capacidad culinaria, Montalbano de la trattoria de Calogero, Jaritos del arte de Adrianí, Brunetti (aunque de madre literaria americana) de la sorpresiva capacidad de Paola. Los asesinos mediterráneos –que hasta pueden disfrutar de la gastronomía- parecen ser apasionados, menos psicóticos y perversos que brazos ejecutores de tradiciones y creencias. El origen está más en el adjetivo carvalliano que en el adjetivo mediterráneo. En el Mediterráneo también se puede comer mal, como hace el Méndez de González Ledesma. La realidad, que todo lo pisa, ha introducido –y cada vez con mayor presencia- los negocios inmobiliarios, el fútbol, la corrupción política, la inmigración, convirtiendo muchas novelas negras en la voz de su tiempo, práctica dickensiana. Pero podríamos contemplar un no sé qué poético y sentimental –tan presente en la obra de Izzo-, con algo más de fatum que de maldad en algunas de las novelas agrupadas bajo el aroma del mediterráneo.

“En España no podía haber novelas policíacas porque sólo había torturadores”. Lo dice el catedrático de la Universidad de Granada Juan Carlos Rodríguez. Existe un toque sociopolítico de izquierdas –o descreídos, hastiados, cínico, nihilistas, desencantados- en muchos detectives mediterráneos. Los detectives reestablecen el orden, pero ese orden puede ser un orden conservador (como el de Conan Doyle o Christie) o un orden democrático formal. En España, Plinio era un jefe de la guardia municipal del Ayuntamiento de Tomelloso, una pequeña ciudad de La Mancha. Sus novelas tuvieron éxito en los años 60, principios de los 70, justo casi hasta la muerte del dictador. Plinio –y Pavón- no eran franquistas, pero sí de alguna manera, no eran antifranquistas. Se trata de por qué hay detectives, frente a policías. Carvalho no es policía –si acaso algo parecido en un pasado siempre muy umbrío-, es un detective que va por su cuenta, como los duros del cine negro. No es en vano que Carvalho viaje hasta Argentina y se vea envuelto en casos referidos a los “desaparecidos” de la dictadura, pro sensibilidad ideológica. Pero es que Carvalho es de izquierdas, y eso le dio cierta prestancia de más en el ambiente literario. Los detectives y policía de herencia carvalliana, si no son de izquierdas, alguna querencia manifiestan aunque sean tipos que sobreviven a su oficio. A parte de la calidad literaria, Plinio nunca militó, y no trascendió. Tony Romano abandonó la policía, o la policía le abandonó. Hasta los guardiaciviles de Lorenzo Silva, no encontramos el toque demócrata en las fuerzas del orden. Era inevitable.

Este aspecto ideológico también remarcó la novela clásica negra: mirar hacia atrás, hacia los cimientos de estos lodos. Ross McDonald siempre mira hacia la Depresión, en constantes flashbacks, donde se incubaron todos los males. Carvalho, y en cierta manera Plinio, lo hacen hacia los restos de la Guerra Civil Española y la Dictadura Franquista. El propio Carvalho mirará, después, hacia el naufragio del gobierno socialista, Camilleri hacia la Mafia y la Segunda Guerra Mundial, Brunetti hacia la descomposición de la moral política. Todo muy mediterráneo. Como la aceituna negra, cargada de aceite. Como el naranjal que vio Chester Himes por última vez.

Fuentes

Encuentro de Novela Negra en Barcelona 2005 (El País)

Mesa redonda ¿hay una novela negra mediterránea?, 31 de mayo 2006

lunes, 22 de septiembre de 2008

PEQUEÑAS HISTORIAS DEL PEQUEÑO ARCÉN

La maravillosa gorda,
el torpe encantador,
la que abortó, y preciosa,
abandonó a sus hijos
y no supo.
El que sufrió de niño los gimnasios del colegio.

El embaucador de la sonrisa,
delitos de poco trapío,
la dolorosa que llora sin saber,
el que dilapidó la vida,
la familia
y las costuras en las máquinas tragaperras.

La que sueña con botones,
el balón pegado al pie pequeño, ni un 22,
el basurero que se quedó solo para siempre
en el vertedero musitando una flor.
La abuela que come poco, sólo un yogur.

Las pequeñas historias
y el cada día.
Donde no estás tú.
O no estás tú. Aún.

LA BOINA DEL CHÉ

Generaciones enteras y anteriores,
señores preparados, maestros,
aquellos que cimentaron lo nuestro.
Y siendo el lenguaje correcto
bares queridos que ya no estáis,
madres y padres, muertas y muertos.

De lo que pude hacer o decir
quedan maltrechos los datos:
hay teorías matemáticas que indican
que siendo el listón tan alto,
los que venimos detrás acompañamos
lo que para otros fueron buenos ratos.

No hay queja señores y señoras:
se cumplieron los cuarenta y meses.
Como no parieron el mercado
no me queda más que compadecerles.
La boina del Ché Guevara anda mustia
y me meten agujas en el vientre.

No me excluyan del grupo,
que del 68 me cayeron las canciones,
las aficiones, las costumbres, los mitos,
concepto de amor, sinrazones
que son tan mías como suyas.
Y una esperanza mucha se mantiene.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

DE MI CALLE

La fiebre del borracho de mi calle,
cuando no soy yo,
me duele si asciende por las alcantarillas
y canta como un perro viudo de noche.

Si mueren en mi puerta las acequias
me quejo de la antena que me pide,
por favor, que deje de una vez los excesos
y vuelva a la barra de la calamidad.

El gobierno del yeso es un peso
que anuncia la vida de mañana,
y por amor,
palabra tan ancha y tan clavada,

se cuela por la voz de las mangueras.

La voz grave de las mangueras,
casi nada,
que conducen al soberbio resto de lo que fuimos.

Hermosa mañana de mirar adentro
de nosotros mismos.

lunes, 15 de septiembre de 2008

NADIE ESCUCHE MI VOZ, DEL CONDE DE VILLAMEDIANA

Nadie escuche mi voz y triste acento,
de suspiros y lágrima mezclado,
si no es que tenga el pecho lastimado
de dolor semejante al que yo siento.

Que no pretendo ejemplo ni escarmiento
que rescate a los otros de mi estado,
sin mostrar creído, y no aliviado,
de un firme amor el justo sentimiento.

Juntóse con el cielo a perseguirme,
la que tuvo mi vida en opiniones,
y de mí mismo a mí como en destierro.

Quisieron persuadirme las razones,
hasta que en el propósito más firme
fue disculpa del yerro el mismo yerro.

BALANCES

Me he perdido en un manojo de rosas:
en gracias del tiempo, buenaventura de los años.
Felicidades muchas, amores tantos.
Caricias creciendo, canastas falladas.
Prisas en la nómina imprevista,
siempre esta deuda y mis acreedores.
Debo y me deben.
Buena gente.
Agradezco y agradecen.

Juego finito y salud -en precario-,
sabor a gloria en los balances generales.
Y en minucias del presente: tiempo cero,
desastre de marca a la luz del mediodía.
Y sin dejar de fumar.
Cruz y finiquito a los malos ratos, exijo.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

HIPÓCRITA LECTOR

(Introducción a Consejos a los jóvenes escritores, Celeste Ediciones, 2000, de Charles Baudelaire. Traducción, notas e introducción, Alfonso Salazar)

Tenía veinticinco año cuando publicó en L´Esprit Public Consejos a los jóvenes literatos. Una edad donde podemos suponer de todo menos capacidad para aconsejar, reserva que guardamos para la maestría que dan el conocimiento, la edad y la experiencia. Pero Charles Baudelaire debía estar más allá de eso. Una infancia partida, un padre muerto mucho mayor que su madre, un militar entrando en el lecho materno de la viuda, una desenfrenada juventud… son trazos bastante lúcidos para un caprichoso diagrama psicológico de una personalidad arrebatadora que revolucionó la poesía francesa e hizo reparar en que lo mejor no era siempre necesariamente lo bueno, en el sentido moral de la palabra, que Satán también era atractivo, que en las miserias se funde también el arte y definitivamente que el malditismo se convertiría en escuela, desde el alma gemela de Baudelaire, traducido impenitentemente como una religión: la obra de Edgar Allan Poe.

Los Consejos a los Jóvenes literatos, que aquí llamaremos escritores, fue uno de sus primeros pasos en el baldío mercado de la literatura que le valió fama de cáustico; su propensión a la crítica del arte, esa maravillosa capacidad de la sorpresa, le llevaron a ediciones sucesivas que bajo el título recopilador de El salón de… y un año señalado (1845, 1846, 1859) le dieron alguna mejor consideración. Sus flores del mal soportaron la amputación de los censores y depositaron unos despojos, poemas condenados de la primera aparición del poemario que tras variados títulos (Las Lesbianas, Los Limbos) termina por ofrecerse al papel en el año 1857 y procurar el asombro de Mallarmé, Swinburne, Verlaine, para desconfianza del autor.

Aquel jardín resultó imprescindible. Las flores del mal son el elogio de la sociedad moderna, del vicio y la pasión. Frutos del dolor y la ubicación del daño, la santidad mediante la mortificación y el pecado, lejos de los postulados de Nietzsche proclive a la higiene mental, según Claudel el remordimiento como única pasión sincera.

Después llegaría la vida rápida, las deudas, la herencia paterna intervenida judicialmente ante las manifiestas propensiones de prodigalidad, el amor por la mulata Jeanne, por la también actriz y mujer honesta Marie Daubrun, por Mme. Sabatier a quien enviará múltiples sonetos tras conocerla en el club de los Haschischins, y luego un abandono constante de la pobre Jeanne, que terminará hospitalizada y hemipléjica, y fracasos literarios en Bélgica (pobre Bélgica), continuos refugios en casa de su madre con la esperanza de curar la sífilis de su juventud en el Barrio Latino, y opio, belladona, quinina, éter contra el asma, mucho Poe, juzgado inmoral, una única noche de amor el día 30 de agosto de 1857 con Madame Sabatier, Luis Napoleón emperador de los franceses, la admiración por Manet, Wagner y Delacroix, una reputación que no saldrá de los cenáculos bohemios, un intento de suicidio, un intento de rehabilitación con una frustrada candidatura a la Academia, trastornos nervioso y dolores musculares, ayudas económicas del Ministerio, opio y Quincey, el amante de Jeanne desvalijando su casa de Neully, dolencias en los ojos, neuralgias, reuma, desarreglos de intestinos, estómago deshecho, fracaso literario y fracaso del cuerpo marchito, convalecencia en un convento, afasia, hemiplejía, un año paralizado y mudo y muerte el 31 de agosto de 1867, a los cuarenta y seis años de edad en brazos de Caroline Archimbaut-Dufays de Baudelaire y de Aupick, su madre. Y como lastimero final una tumba en Montparnasse, junto al cuerpo odiado de su padrastro. Baudelaire se revuelve en su tumba.

1846 y veinticinco años, tras peregrinar con la sífilis que le regaló la prostituta Louchette en un viaje hacia Calcuta que sólo soportó hasta la isla de Reunion, obligado por un padrastro para quien siempre deseó su muerte y cuya ejecución reclamaría al pueblo desde las barricadas parisinas del 48. París, la ciudad que nunca dejó de anhelar en su sufrido balanceo por las aguas del Indico. Mientras en Inglaterra el dandy era un intelectual burgués ascendido a una clase superior, en Francia el bohemio era un burgués que descendía hasta el suburbio proletario. Pero Baudelaire asumió la figura del dandy y así se trasluce en La Fanfarlo. Entonces ha comenzado el juego.

En un alarde de cinismo el dandy se aprieta los machos y muestra hasta dónde puede llegar. Él, el peor de los ejemplos de la época, el bohemio pertinaz se reviste de sacerdote y lanza a los cuatro vientos sus consejos a los jóvenes ansiosos que se inician en la literatura. Agrio y mordaz asesta un nuevo golpe a la sociedad burguesa afilando los cuchillos, simulando la defensa, amagando afilarlos. Para más inri, no se arredra en modestias y los presenta como preceptos, más cercanos a las supuestas leyes de la naturaleza e insiste desde una perfección inamovible y absoluta (urbanidad pueril y honesta?, qué paraíso perdido?) recogidos en un vademécum, como su constante búsqueda de un dios desde la más absoluta de las increencias.

Busca Baudelaire reconvertir el camino del joven autor, indicarle con un guiño no hagas lo que hago, haz lo que digo. Pero eso sí, termina por inocularle la misma finalidad, sin contemplar el posible albedrío del joven autor. Esto es lo que yo he aprendido, empieza diciendo, y esto lo que deberías hacer: no te mezcles con mujeres, ni tengas acreedores, no odies con pasión. ¿Quién tiene derecho a aconsejar? ¿un jovenzuelo de veinticinco años y seis días?

La dulzura de otros manuales de consejos se evapora en este libelo de Baudelaire. Al fin y al cabo, si el burgués paga, complazcamos al burgués, viene a decir. ¿Quiere ser escritor, joven? Siga estas normas de sometimiento del sentimiento. No tiemble el joven autor, siga los pasos, mire desde el ruedo: Baudelaire se ríe desde la barrera.

Rompe con los tópicos de la bohemia, con los binomios Éxito/Suerte, Inspiración/Arrebato, Pasión/Odio, para recolocarlos en un imaginario mapa de la literatura burguesa, y finalmente productiva, rentable, profesional, literatura creada para el público. ¿Un avance del best-seller? Sin embargo, en su defensa arrastrada pasa a cuchillo a los triunfadores: los éxitos de la sociedad de los logogrifos –que no se entiende qué dicen, dice- soportan la mayor parte de la carga de la brigada ligera.

Pero este acercamiento al burgués, esta participación en la mesa de juego de la literatura, esa corrección de lo hecho para que se adapte a las necesidades de mercado, esconde una voluntad de colocarle una bomba bajo la cama, cuando lee plácidamente antes de dormir: ahora es el momento murmura, cuando te he hecho creer que soy de los vuestros. El terrorista Baudelaire se desenmascara. El irónico ejercicio de la defensa de lo políticamente correcto, que se diría ahora, es un simple motivo para revolverse desde el malditismo presbiteriano: si fuese capaz de hacer todo lo que digo, viene a gritar desde el pavé de París, me tendríais que aceptar, burgueses. Pero no será él quien lo haga. Lo dejará en manos de aprendices, aquellos que deben terminar siendo el burgués mismo. Baudelaire se instala por encima del bien, del mal y hasta de las flores.

Son los consejos el libro de cuentas de un prestamista, una guía de inversión literaria: la literatura como producto de mercado, artículo de consumo. Y en este juego del mercado, el burgués debe estar presente: seducción del burgués, primera premisa. Si el burgués está complacido, vivirás afortunadamente autor. Se inicia así una transformación, el autor empieza a parecerse cada vez más a aquello que más detesta, tendrá preeminencia la razón sobre la inspiración, y el trabajo diario, burgués, productivo, para encontrarla. Y para ello hay que mantener todas las formas: nada de acreedores que desprestigien el chasis financiero, mujeres las justas y de buena reputación (nada de actrices como la Duval, la amante, la actriz mulata, nada de mujeres que hagan sombra al hombre) que esperen en casa con el puchero en el fuego y las pantuflas burguesas en la boca. Y ponga usted buena cara, manéjese bien con todo el mundo, por favor, que no venga su padrastro a recogerlo en casa, a disponer una administración judicial de su herencia por el anciano juez de Neully.

Algunas de las comparaciones que suscitan la recomendación, como en un juego de espejos, son los arcos principales del texto: una bala de rebote, una crítica bumerang, un acreedor perseguido con florete… Su experiencia sirve como tema central de todo aquello que no se debe hacer. Al fin y al cabo no sólo podemos preguntarnos quién puede aconsejar sino ¿debe seguir sus propios consejos quien aconseja? No desde luego un libertino. Es más fácil aconsejar para aquel que cumple su propio consejo: el no fumador recomienda que no se fume. El fumador libertino recomendará que no fumes como un trabajo hercúleo, pues no le tutela el ejemplo.

Decimos moralmente libertino, que no idiota, ajeno a la realidad, a los abusos y riesgos del mercado –que aquí sólo se llama literatura-. Baudelaire se cuestiona desde el salario hasta la compañía femenina, esto es, todos los riscos de su atormentada vida, todos los avatares que lo sumieron en la melancolía de un jardín maligno. El odio como un licor caro y precioso para quien ha dilapidado el odio. La pasión como un muro que debe ser demolido para quien plantea con pasión las demoliciones. Quien espere consejos encontrará la risotada del maestro tras el humo del hash.

Baudelaire atisba algunos elementos que se desarrollarán en la civilización moderna del siglo XX de la literatura: la profesionalización del autor, que ya no tiene porqué sobrevivir en cuartos de la mala muerte, sino asomarse a los tranquilos balcones de las columnas de los periódicos, al vertiginoso mundo de los guiones de cine, al éxito rutilante y rebosante del premio –obviamente excluido por el autor en su época del apartado referente a los salarios e ingresos-, al sindicato de la sociedad de autores, al escaparate de radios, prensa y televisión que lo llevan entre paño hacia el olimpo del color. El Parnaso del presente se aloja en los anaqueles de las novedades, en los suplementos de los sábados. Hay autores a quienes se compra, y fichan por escuderías de la alta comunicación: la plena fundición con el burgués –salvemos las distancias- que recomienda Baudelaire, de ahí su máxima exhortando a corregir los textos, como toda persona en su sano juicio haría: corregir para ser aceptado en la sociedad. Dar muerte a la libertad en pos de la convivencia y la connivencia.

Se nos adelanta en el tiempo vislumbrando la entrada del mercado salvaje en la vida marital del libro y el autor: hay libros que mueren antes de ser publicados, y otros que nacen con una vigésima edición bajo el brazo. Hay autores tocados por el éxito en la raíz de un favor, no de la suerte. Hay libros donde el nombre del autor es más importante que el título y ocupa media página. Libros donde el rostro del autor ocupan una portada cada vez más cercana a la carátula de un DVD. Hay títulos que parecen ideados por publicistas. Hay libros, definitivamente, que mejor sería que no naciesen, pero el mercado manda y ordena, publica y vende.

Al paso del mercado hay que sujetarse al pasamanos del éxito y saltar desde el arcén. Si el mercado pasa, súbete. Que el revisor pique el billete de escritor complaciente. Si hay que hacer concesiones, házlas. Pero con inteligencia, que no se te note en absoluto que eres hipócrita, sublimemente hipócrita, mi joven autor, mi hermano, mon semblable.

viernes, 5 de septiembre de 2008

EL AÑO DE HOPPER, 5: MAYO, OFICINA DE NOCHE (OFFICE AT NIGHT, 1940)




Él anotaba cuidadoso los números, afilaba el lápiz con el sacapuntas y me hacía estremecer. Se me pone la piel de gallina recordando el cuidado que ponía en las cosas, esa atención de la que no todos son capaces señor detective, creando un ambiente de delicadeza, retirando las virutas, poniéndolas en el cenicero, tomando la página siguiente entre sus manos, como yo las quería para mis caderas. Yo buscaba entonces en los archivos, casi distraída, mirando de reojo cómo se movían sus labios repitiendo en voz baja palabras escritas, como yo los quería para mi boca. Y era atronador esos puede usted marcharse, es muy tarde, ya seguirá usted mañana, no es preciso que haga eso ahora. Yo resistía hasta el último momento: tardaba minutos en tapar con la funda la máquina de escribir, me demoraba en el cierre de los archivadores, ordenando papeles que ya tuviesen orden, recogiendo un sobre olvidado en la silla, bajando cuidadosamente las persianas, eterna me hacía recogiendo el paraguas, poniéndome el abrigo y los guantes aunque fuese mayo, y me atrevía a comentar que hacía frío, que las anginas estaban aún inflamadas. Sería que la calle, en la luz de la avenida, tenía la ventisca de sentirse sola, saber que él, estaba allá arriba, tras la ventana y su sombra. Yo andaba despacio, esperando su voz cruzando de acera, recordándome a gritos que hubiese olvidado algo como siempre pretendí olvidar. Y hacerme la despistada, subir las escaleras con el corazón fuera ya y encontrar sus ojos tras la puerta perforándome. Pero sucedió sin olvido y a última hora. Algún asunto nos retuvo hasta medianoche en la oficina. Yo miraba continua sus manos sobre el escritorio, y las mías accionaban las teclas como si estuviesen en su pecho, la “A” un pezón, la “M” otro pezón, había ojos, bocas, partes blandas en el teclado que acariciaba mirando la rigidez del nudo de corbata, aquel cuello que tiembla en el recuerdo. Me levanté hasta el archivador sin dejar de mirar la sombra de sus manos en los libros contables. Supe su mirada de soslayo en mis nalgas. Y las sucesivas que ascendían mi cuerpo, cada vez menos separadas en el tiempo y de mí. Quizá fue mi boca el paso siguiente, cuando sus ojos despertaron o vinieron del desierto de los últimos meses, desde que empecé a trabajar en la facultad y mi cuerpo soñaba con el suyo. Sucedió el abrazo, la lengua profunda, la mano fuerte y desesperada en la carne, y todo se movía en la mesa de trabajo: el desnudo de los botones, la corbata desatada y su cuello para mí, los zapatos de tacón que caían, y la ropa descolocada en el suelo. Mis manos estaban sujetas al teléfono cuando nos dejamos ir, y me ardía el vientre, y él era una sombra que me dejó quieta y como muerta. Esto y los meses siguientes, las noches siguientes, una cabaña y un diván es lo único que sé.

lunes, 1 de septiembre de 2008

EPIGRAMAS ELEGIDOS, DE MARCIAL

¿Por qué no te mando, Pontiliano, mis versos? Para que tú, Pontiliano, no me mandes los tuyos.

Cuando a tu esclavo le duele la verga, Névolo, a ti te duele el culo. No soy adivino, pero sé lo que haces.

Te quejas. Veloz, de que escribo epigramas largos. Tú no escribes ninguno. Los haces más cortos.

Todo lo prometes cuando toda la noche has estado bebiendo: por la mañana no cumples nada. ¡Polión, bebe por la mañana!