La novela difiere poco de la realidad. La buena novela, claro. Incluso aunque esa realidad sea un mundo que no existe. Tiene la buena novela la capacidad de transmitir que ese mundo es creíble, y por tanto, una realidad más que posible. Sin embargo, a veces, la realidad impone una crudeza que la novela no alcanza. Sobre todo cuando se entrelazan en un abrazo mortal. Es el caso de Suite francesa, (Salamandra, 2005) de la ucraniana Irène Némirovsky.
La autora que, llegado el año 1939, gozaba de una popularidad creciente en la Francia de entreguerras -el país que la acogió tras abandonar Rusia su familia en una relativa penuria causada por las incautaciones de la Revolución de Octubre-, era judía y apátrida. Y casada con otro judío ruso –Mijaíl, Michel, Misha Epstein- en 1926. Así pues, tenían todos los abominables números para que la barbarie nazi de los años cuarenta les afectase de lleno. Y sucedió. Suite Francesa recorre aquella estampida de junio de 1940 cuando los parisinos tomaron las carreteras camino de las provincias huyendo del ejército alemán, tras la Batalla de Francia. Los Némirovsky, ya con dos hijas de corta edad, también tomaron ese rumbo, hacia el sur, atravesando la línea de demarcación, intentando alcanzar una quimérica zona libre en la Borgoña, bajo el dominio perverso del Gobierno colaboracionista de Vichy. Se cruzaron con los despojos del Ejército Francés y con el paso triunfal de las columnas germanas. Fue entonces cuando Irène Némirovsky, treinta y siete años, comenzó a escribir Suite Francesa, cuya primera parte Tempestad en Junio, es un impresionante fresco de la atropellada marcha en fuga, de las columnas de refugiados, cuando no era la primera vez, ni sería la última, en que los ejércitos feroces hacían temblar a las poblaciones que, como corderos en sacrificio, abandonaban los corrales urbanos.
La escritora, con una deslumbrante fuerza crea una sucesión de pequeñas historias entrelazadas donde veremos los perfiles casi caricaturescos de los burgueses, los trabajadores de cuello blanco, los de cuello azul, los aristócratas, los artistas con ínfulas, los campesinos, envueltos en la misma miseria: el hambre y la mentira, la podredumbre y la derrota. La referencia inmediata era la Primera Guerra, donde se produjeron escenas que en aquel verano de 1940 ofrecían la sensación del déjà vu. Irène Némirovsky no vería el final de aquello, el final de la historia que conocemos: la derrota del ejército nazi y el desvelo de la barbaridad. Ni siquiera pudo ver la total ocupación de Francia, en noviembre de 1942, que dejó la virtualidad de la zona libre en la realidad de la zona totalmente invadida.
Gracias a la edición realizada por Denise Epstein, su hija, conocemos la génesis trabada por su madre a la hora de afrontar Suite Francesa, que esperaba crear al modo de una sinfonía, con multitud de instrumentos-personajes-historia, con ritmos trepidantes y momentos otorgados a la dulzura, la dureza y la reflexión. Tras el sin vivir de Tempestad en junio, con un trazo magistral de personajes y situaciones -que a veces conducen a situaciones cómicas delineadas con amarga sonrisa-, Dolce, la segunda parte de la novela, se muestra como un adagietto sereno. Por supuesto, en la mejor tradición de la gran novela del XX, donde se transfiguran los recurrentes escenarios urbanos en la calma chicha de los pueblos franceses, con oficiales de la Wehrmacht alojados en las mansiones de campo, conviviendo con campesinas que esperan a sus maridos, que prisioneros en campos alemanes o trabajadores por obligación para el Reich; señoronas burguesas confabuladas con las mesas petitorias, la connivencia de Pétain y la obligada manutención de la moral del vencido; alcaldes rastreros encumbrados por acompañar a los mandos alemanes en las cacerías; grandes propietarios temerosos, preocupados por engrosar las alacenas de mantequilla fresca, grano en los silos, salchichones en las despensas; paisanos a un pasito de la resistencia; soldados ocupantes, jóvenes, algunos hermosos, otros rechonchos, pero al fin y al cabo hombres en una tierra sin casi hombres, que encandilan a las muchachas; oficiales con buenas maneras, esmerada educación en el rostro frío, los ojos claros, con una mujer que espera en la casa feliz de Alemania y un tenebroso objetivo que cumplir.
Irène Némirovsky no trabaja sobre textos de contemporaneidad, un acopio de hechos contrastados, como un periodista. Penetra en el alma humana, en el conflicto de la individualidad y lo colectivo. La hallamos escribiendo en las tardes de verano –eso nos cuentan sus notas-, a la sombra de un árbol, junto a un río. Rodeada de la expresión de la miseria –una miseria que no acertaría a prever en toda su asfixiante y tremenda realidad y que viviría por sí misma-, de la tristeza, de la incertidumbre sobre su propio futuro como escritora, judía y apátrida. Aunque mantuvo gestos, como la conversión al cristianismo y una probada militancia antibolchevique, que no la salvarían del espeluznante final en las tumbas de Auschwitz. Pero allí, en el idílico paisaje borgoñés, deshilachó toda la podredumbre que sus ojos acababan de ver y que su experiencia había conseguido reconocer.
Sus notas, esas que reflexionan sobre el devenir de su novela y que intituló “sobre la situación de Francia”, se interrumpen el 11 de julio de 1942. Comienza entonces la otra novela, esa que fue cruelmente real, la que le condujo al campo de Pithiviers y desde allí el largo viaje hasta Auschwitz-Birkenau. Su marido movió todos sus precarios contactos para poder recuperarla, retornarla a Francia, e incluso propuso intercambiarse por ella. La respuesta del Gobierno francés fue entregarlo a él mismo a los alemanes. Irène moriría en agosto del mismo año 1942, posiblemente el asma crónico ayudó a hacer más difícil ese precario mes de vida última. Michel fue ejecutado en el mismo lugar tres meses más tarde. Incluso sus dos hijas pequeñas fueron perseguidas en la propia Francia, siendo francesas pero judías, y salvaron la vida con fortuna y desvelos de amigos cercanos a la familia.
La Segunda Guerra Mundial y la crueldad nazi nos dieron y nos quitaron mucho. Nos dieron la fotografía imperturbable de la brutalidad humana, el tanatorio de los horrores de las campos de concentración y la constatación de que nunca jamás volveríamos a ser inocentes. Nos quitó vidas, purgó con maldad colectivos, nacionalidades y etnias. Genocidio. Y en ese mar de pérdidas arrebató también el lúcido cuadro que Irène Némirovsky estaba a punto de dibujar. Pudo cubrir el lienzo, enhebrar los primeros trazos en la ignorancia del devenir, que ahora todos conocemos. Y ahí radica uno de los grandes méritos de esta media novela, su desconocimiento del futuro, del atroz desenlace. Todo lo que la hace más vívida, gloriosa y pestilentemente humana.
Vínculos
El cuchitril literario
Artículo de elmundo.es
Artículo de elpais.com
leergratis.com
Wikipedia Francia Irène Némirovsky
Wikipedia Francia Suite Française
Premio Renaudot para Suite Francesa, elpais.com.
La autora que, llegado el año 1939, gozaba de una popularidad creciente en la Francia de entreguerras -el país que la acogió tras abandonar Rusia su familia en una relativa penuria causada por las incautaciones de la Revolución de Octubre-, era judía y apátrida. Y casada con otro judío ruso –Mijaíl, Michel, Misha Epstein- en 1926. Así pues, tenían todos los abominables números para que la barbarie nazi de los años cuarenta les afectase de lleno. Y sucedió. Suite Francesa recorre aquella estampida de junio de 1940 cuando los parisinos tomaron las carreteras camino de las provincias huyendo del ejército alemán, tras la Batalla de Francia. Los Némirovsky, ya con dos hijas de corta edad, también tomaron ese rumbo, hacia el sur, atravesando la línea de demarcación, intentando alcanzar una quimérica zona libre en la Borgoña, bajo el dominio perverso del Gobierno colaboracionista de Vichy. Se cruzaron con los despojos del Ejército Francés y con el paso triunfal de las columnas germanas. Fue entonces cuando Irène Némirovsky, treinta y siete años, comenzó a escribir Suite Francesa, cuya primera parte Tempestad en Junio, es un impresionante fresco de la atropellada marcha en fuga, de las columnas de refugiados, cuando no era la primera vez, ni sería la última, en que los ejércitos feroces hacían temblar a las poblaciones que, como corderos en sacrificio, abandonaban los corrales urbanos.
La escritora, con una deslumbrante fuerza crea una sucesión de pequeñas historias entrelazadas donde veremos los perfiles casi caricaturescos de los burgueses, los trabajadores de cuello blanco, los de cuello azul, los aristócratas, los artistas con ínfulas, los campesinos, envueltos en la misma miseria: el hambre y la mentira, la podredumbre y la derrota. La referencia inmediata era la Primera Guerra, donde se produjeron escenas que en aquel verano de 1940 ofrecían la sensación del déjà vu. Irène Némirovsky no vería el final de aquello, el final de la historia que conocemos: la derrota del ejército nazi y el desvelo de la barbaridad. Ni siquiera pudo ver la total ocupación de Francia, en noviembre de 1942, que dejó la virtualidad de la zona libre en la realidad de la zona totalmente invadida.
Gracias a la edición realizada por Denise Epstein, su hija, conocemos la génesis trabada por su madre a la hora de afrontar Suite Francesa, que esperaba crear al modo de una sinfonía, con multitud de instrumentos-personajes-historia, con ritmos trepidantes y momentos otorgados a la dulzura, la dureza y la reflexión. Tras el sin vivir de Tempestad en junio, con un trazo magistral de personajes y situaciones -que a veces conducen a situaciones cómicas delineadas con amarga sonrisa-, Dolce, la segunda parte de la novela, se muestra como un adagietto sereno. Por supuesto, en la mejor tradición de la gran novela del XX, donde se transfiguran los recurrentes escenarios urbanos en la calma chicha de los pueblos franceses, con oficiales de la Wehrmacht alojados en las mansiones de campo, conviviendo con campesinas que esperan a sus maridos, que prisioneros en campos alemanes o trabajadores por obligación para el Reich; señoronas burguesas confabuladas con las mesas petitorias, la connivencia de Pétain y la obligada manutención de la moral del vencido; alcaldes rastreros encumbrados por acompañar a los mandos alemanes en las cacerías; grandes propietarios temerosos, preocupados por engrosar las alacenas de mantequilla fresca, grano en los silos, salchichones en las despensas; paisanos a un pasito de la resistencia; soldados ocupantes, jóvenes, algunos hermosos, otros rechonchos, pero al fin y al cabo hombres en una tierra sin casi hombres, que encandilan a las muchachas; oficiales con buenas maneras, esmerada educación en el rostro frío, los ojos claros, con una mujer que espera en la casa feliz de Alemania y un tenebroso objetivo que cumplir.
Irène Némirovsky no trabaja sobre textos de contemporaneidad, un acopio de hechos contrastados, como un periodista. Penetra en el alma humana, en el conflicto de la individualidad y lo colectivo. La hallamos escribiendo en las tardes de verano –eso nos cuentan sus notas-, a la sombra de un árbol, junto a un río. Rodeada de la expresión de la miseria –una miseria que no acertaría a prever en toda su asfixiante y tremenda realidad y que viviría por sí misma-, de la tristeza, de la incertidumbre sobre su propio futuro como escritora, judía y apátrida. Aunque mantuvo gestos, como la conversión al cristianismo y una probada militancia antibolchevique, que no la salvarían del espeluznante final en las tumbas de Auschwitz. Pero allí, en el idílico paisaje borgoñés, deshilachó toda la podredumbre que sus ojos acababan de ver y que su experiencia había conseguido reconocer.
Sus notas, esas que reflexionan sobre el devenir de su novela y que intituló “sobre la situación de Francia”, se interrumpen el 11 de julio de 1942. Comienza entonces la otra novela, esa que fue cruelmente real, la que le condujo al campo de Pithiviers y desde allí el largo viaje hasta Auschwitz-Birkenau. Su marido movió todos sus precarios contactos para poder recuperarla, retornarla a Francia, e incluso propuso intercambiarse por ella. La respuesta del Gobierno francés fue entregarlo a él mismo a los alemanes. Irène moriría en agosto del mismo año 1942, posiblemente el asma crónico ayudó a hacer más difícil ese precario mes de vida última. Michel fue ejecutado en el mismo lugar tres meses más tarde. Incluso sus dos hijas pequeñas fueron perseguidas en la propia Francia, siendo francesas pero judías, y salvaron la vida con fortuna y desvelos de amigos cercanos a la familia.
La Segunda Guerra Mundial y la crueldad nazi nos dieron y nos quitaron mucho. Nos dieron la fotografía imperturbable de la brutalidad humana, el tanatorio de los horrores de las campos de concentración y la constatación de que nunca jamás volveríamos a ser inocentes. Nos quitó vidas, purgó con maldad colectivos, nacionalidades y etnias. Genocidio. Y en ese mar de pérdidas arrebató también el lúcido cuadro que Irène Némirovsky estaba a punto de dibujar. Pudo cubrir el lienzo, enhebrar los primeros trazos en la ignorancia del devenir, que ahora todos conocemos. Y ahí radica uno de los grandes méritos de esta media novela, su desconocimiento del futuro, del atroz desenlace. Todo lo que la hace más vívida, gloriosa y pestilentemente humana.
Vínculos
El cuchitril literario
Artículo de elmundo.es
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Wikipedia Francia Irène Némirovsky
Wikipedia Francia Suite Française
Premio Renaudot para Suite Francesa, elpais.com.