La concordia
Para Alfonso Salazar,
para quien siempre tendré un rodal en el
corazón.
Sabes, porque supiste el mar, a mar,
y a camarones en el cucurucho,
y a salitre de barrio desgarbado,
y a algo de una pena grave y niña
de nubes que arruinaban tus arenas.
Sabes, porque eras mar, y a la deriva,
de ese rumbo imprevisto del silencio
que un aire revoltoso convertía
en raros montoncitos de palabras
con sus formas de concha y de amuleto
que aún no comprendías para qué,
como si para ti, no siendo tuyos,
destellos en el agua translucieran
vivas formas, brillantes piedrecillas,
nacarados guijarros, peces de colorines.
Sabes, y sé que sabes que no veo
al niño que eras en el hombre que eres
que no se sale siempre con sus trece,
en esto de la vida, pero casi,
mas siempre con su dulce erre que erre
de alzar castillos contra la resaca,
churretes de alquitrán entre las manos
los pies descalzos de barca en faena.
Sabes, porque tenías que saberlo,
que cuando un niño mira sin envidia,
cómo otro niño juega con su arena
en el mismo roal,
junto la orilla,
si socavaran las olas las fosos,
si la lluvia arruinara las almenas,
iría con rastrillo, cubo y pala,
las dos Españas con el culo mojado
a apuntalar contigo, torpemente,
lo improbable.
Quizá
un poema.