Hace unos
cien años que un político asturiano y alfonsino propuso la celebración de la
efemérides del día en que Rodrigo de Triana avistó Guanahaní. Un abogado
gijonés propuso como primera denominación Día de la Raza, de la raza española,
se entiende. El artífice
fue el gijonés Faustino Rodríguez-San Pedro, un antepasado de Rodrigo Rato, que
por entonces presidía la Unión Ibero-Americana. La fiesta fue convocada y se extendió por todo el territorio y los estados
americanos. En 1917 el Ayuntamiento de Madrid asumió la celebración y al año
siguiente fue sancionada ley por el rey Alfonso XIII para que la fiesta se
instituyera de manera nacional, una fiesta que la Unión Ibero-Americana
celebraba en su domicilio desde 1914, y sirvió al municipio madrileño para
darle un toque entusiástico a sus fiestas populares de otoño.
Muchos de los “estados prósperos” americanos a los que se refería el gijonés en su convocatoria también publicaron legislaciones que reconocían tal efeméride, tomando como
título desde el Columbus Day de los
EEUU hasta el Día de la Identidad y
Diversidad Cultural en República Dominicana, pasando la fiesta desde Chile
hasta México. Cada país le coloca un título, y España mantuvo el de “Raza”
hasta que el alavés Ramiro de Maeztu insistió en adoptar la denominación de “Día de la
Hispanidad” y así lo reconoció el gobierno franquista cuarenta años más tarde,
en un Decreto en el que subrayaba el «inolvidable privilegio de la República
Argentina y de su insigne Presidente don Hipólito Irigoyen de extender a todo
el ámbito de la Hispanidad la celebración de la Fiesta del Descubrimiento,
hasta entonces limitada a sencillos y conmovedores actos rituales, sin
reconocimiento oficial». Irigoyen dijo en 1917 que el doce de octubre consagraba
“esa festividad en homenaje a España, progenitora de naciones, a las cuales ha
dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia
inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento».
Detrás del
término “hispanidad” se puede rastrear a Unamuno, al periodista socialista Luis
Ariquistain y sobre todo a Maeztu, por entonces embajador de Buenos Aires, quien se
hizo eco de la propuesta del sacerdote, también vasco, Zacarías de Vizcarra
(autor de libros con títulos tan jugosos como Vasconia españolísima. Datos para comprobar que Vasconia es reliquia
preciosa de lo más español de España) establecido en Argentina desde joven,
que reflexionó acerca de lo impropio del concepto de raza –nada que ver con la
inexistencia del concepto desde el punto de vista antropológico– sino porque
Hispanidad, decía, «constituye una unidad superior a la sangre, al color y a la raza de
la misma manera que la 'Cristiandad' expresa la unidad de la familia cristiana,
formada por hombres y naciones de todas las razas, y la 'Humanidad' abarca sin
distinción a todos los hombres de todas las razas, como miembros de una sola
familia humana. Es una denominación que a todos honra y a nadie humilla».
Venía al
pelo su coincidencia con el Día de la Virgen del Pilar, que establece, en el
oscurantismo de la leyenda, la relación de Hispania con el apóstol Santiago,
allá por el año 40 DC, cuando en una visita a Caesaragusta se le apareció la
virgen al pie de una columna de jaspe que, parece ser, María dejó allí antes de
su Asunción. La fiesta de la virgen la asumió el municipio de Zaragoza en el
siglo XVII cuando proclamó a la virgen patrona de la ciudad. De esta manera, se
entrelazan en el calendario Hispanidad
y Cristiandad, cumpliendo el fin nada
imprevisto de Vizcarra, esto es, que la estirpe española y «toda la Hispanidad,
debe cumplir todavía dos brillantes misiones en la Cristiandad, para salvar a
la Humanidad en su más terrible crisis: 1.º Debe derrotar al Anticristo y a
toda su corte de judíos, con el signo de la Cruz (...), 2.º Debe España
completar la obra iniciada en Covadonga, Las Navas, Granada y Lepanto,
destruyendo completamente la secta de Mahoma y restituyendo al culto católico
la catedral de Santa Sofía, en Constantinopla».
Pero no fue
la paternidad única. Ricardo Monner Sans, catalán y cónsul de España establecido
en la Argentina, donde en 1892 había organizado el primer homenaje a Cristóbal
Colón en Buenos Aires, andaba obsesionado con la pureza de la lengua española e
introdujo en un discurso que pronunció en 1918 la apostilla de que le repugnaba
el título de Fiesta de la Raza, «ya que hoy, en el siglo XX, no acierto a ver
más que una raza, la humana (…) A mi parecer, y bien puedo andar descarriado en
mi raciocinio, el día 12 de octubre de cada año, no es la fiesta de ninguna
raza; es, a lo sumo, y ello ya es mucho y grande e interesante para nosotros,
la fiesta de la gran familia española (...) Apellidar Fiesta de la raza a lo
que es sencilla y netamente fiesta de la familia hispanoamericana, se me antojó
siempre inadmisible hipérbole, pues pugna con la lógica y con la historia».
La
denominación fue refrendada en 1981, pero tuvo que enfrentarse a cierta
oposición que reclamaba el día del refrendo de la Constitución Española, el 6
de diciembre de 1978, como Día Nacional. La Ley 18/1987 ratifica como
festividad nacional de España el día asociado al Descubrimiento, y «establece
el Día de la Fiesta Nacional de España en el 12 de octubre», aunque prescinde
de la denominación «Día de la Hispanidad» aunque sin derogar formalmente lo establecido en
1981, andando así a medio camino, descontentando a los unos –aquellos que
siguiesen el espíritu de Vizcarra– y a los otros que querían concebir el V
Centenario como un “encuentro” entre culturas.
Es, de todas
las maneras, interesante considerar cómo el origen de la celebración se alumbra
en un preciso momento: pocos años después del desastre en las Filipinas y Cuba,
en un arranque de patriotismo que mira hacia atrás para olvidar qué hay
delante. La postura parece que se mantiene incólume.
Pero ¿qué
vigencia tiene hoy en día la fiesta? Sabemos que no hay ninguna fiesta que
esté exenta de una tendenciosa ideología que remita al enaltecimiento de
valores determinados en su momento histórico. Ni una fiesta se salva de que
fuese alumbrada en una relación con el calendario litúrgico, con el profano,
por seguimiento o por oposición. Es una predilección acostumbrada de quien
manda y ordena la de predisponer al pueblo en la celebración para mayor gloria
de cualquier idea: no se salva ninguna. Incluyamos las celebraciones de "años
dedicados" a tareas sociales que propone habitualmente la Unesco, las magnas
celebraciones religiosas o los desfiles militares que celebran el día en que
comenzó –o fracasó– una revolución o un golpe de estado.
A día de hoy
la Hispanidad anda revuelta en su propio feudo de fundación. Sus nacionalismos intrínsecos, que siempre se han sentido en segunda división, vuelven en el péndulo histórico
a reclamar la independencia. La Historia ha dado la victoria a un nacionalismo
español y unionista frente a los rebeldes nacionalismos catalanes,
aragoneses, leoneses, castellanos o vascos, que llegan a ser tantos o más que
Comunidades Autónomas, con mayor o menor fortuna. España, que fue las Españas durante tanto tiempo, es un
producto histórico aglutinado desde la capitalidad de Madrid –que a veces puede
ser opuesta al concepto de “castellano”–, fundado por la dinastía borbónica, y
que se ha sostenido en los últimos siglos enredado en el concepto de
cristiandad, de unidad, de oposición a los nacionalismos de la periferia y
finalmente, por singularidad en tópicos. Hasta el siglo XIX España seguía siendo un territorio
que se extralimitaba de la península ibérica, que había aplastado los fueros singulares
de sus territorios con los decretos de Nueva Planta de Felipe V, que no dejaron de
ser una consecuente decisión ante un condado catalán que manifestó preferencia hacia las dinastías austriacas frente a la constante amenaza francesa más allá
de los Pirineos durante la Guerra de Sucesión.
Pero el
siglo XIX trajo el nacionalismo como una canción romántica y apasionada. Ese
fue el fortalecimiento de Europa, con sus agrupaciones máximas –como en el caso
de Alemania o Italia– y sus disgregaciones mínimas que fraguan a partir de
1900, pues Europa pasará de 24 países en 1906 a 46 a finales del siglo pasado.
Si el
ejemplo en el siglo XIX era la Francia unida se justificaría históricamente ese
empeño nacionalista español, pero no podemos perder de vista su fundamento en
el espíritu católico, muy diferente al espíritu ilustrado y ciudadano del francés.
De ahí que los intentos reorganizadores en el siglo XIX, como la I República, recojan
los afanes cantonalistas y se plantee la primera constitución federalista en 1871,
que jamás vería la luz. A partir de ahí, España descarrila en un proceso
reaccionario que desembocaría en la derrota de la República y la revolución, proyectos
que observaban la reestructuración y modernización del Estado atendiendo a demandas
históricas de los territorios, auspiciados por los movimientos románticos de
regionalismo y nacionalismo, como la renaixença catalana, el rexurdimiento
gallego, el aranismo vasco o el nacionalismo andaluz.
La extraña
situación de denominación del territorio surgido tras la Guerra Civil, cuando
el país no era ni Reino ni República, indujo al franquismo a acuñar el concepto
de Estado Español como régimen político –un concepto jurídico avanzado en la constitución
de la II República–; curiosamente esta denominación ha sido utilizada para
evitar el uso de la denominación España
por parte del nacionalismo periférico y ciertas posturas conciliadoras
progresistas.
Los planteamientos
federales, que posiblemente casaban mejor con el papel histórico de los territorios
de aquellas Españas del Antiguo Régimen, cayeron en el olvido del centralismo,
pero se avivan en momentos de zozobra: ya sea desde la lucha armada y sangrienta
con el franquismo por objetivo –y excusa, cosa que el tiempo terminó por quitarle
razones–, en la quiebra de los conceptos de solidaridad, ante el desplante del
españolismo más burdo, y en ese enredo entre lenguas diversas –que nunca han
sido reconocidas como riqueza y sí muchas veces como pesos muertos ante la supuesta eficiencia del castellano como koiné–,
de identidades patrias, plasmado en la prodigiosa confluencia de ideologías tan opuestas
como partidos agrarios, obreros y liberales, siempre coincidentes en la
necesidad de la separación. Son singulares situaciones que podemos observar en
la escasa defensa de la cultura no escrita en castellano por parte de las
instituciones españolas, como si el catalán o el gallego fuesen realmente algo
ajeno.
La propuesta
catalana que se afianza en el referéndum que la Generalitat quiere llevar
adelante, que ha chocado con la más rápida reacción de un Tribunal
Constitucional jamás vista en la historia de nuestra democracia, se da en un
momento en que el concepto de Hispanidad –de Día Nacional, o como terminemos
llamándolo–, se encuentra en sus horas más bajas. Los vaciamientos por la parte
izquierda, más preocupada por la situación social de los ciudadanos que por una
denominación nacional, el enrocamiento por la derecha, que a veces parece
volver al concepto de Vizcarra –y se sustentan, muy esquematizadas, en una
interpretación de la Constitución del 78, aquella que perdió la batalla del Día
Nacional–, y las templadas posturas
centristas que invocan el proceso de europeización como coartada ante el
nacionalismo periférico, sitúa el tema del nacionalismo en ese campo casi
apolítico que agrupa a muy diferentes tradiciones ideológicas y se llama "sensibilidad".
Es posible
que la cuestión de los nacionalismos españoles sea una cuestión sentimental, aunque
al fondo aflore la cuestión económica, como la basura en un jardín. Si fuese
así, la "falta de cariño" manifestada a lo largo de la historia por el
centralismo español, no deja de ser el principal depósito de gasolina que
enciende una y otra vez la mecha. Si la postura democrática consiste en dar voz
a los ciudadanos, el hecho de que los diversos territorios españoles no puedan
decidir su futuro es un asunto que debe enhebrarse con destreza y cuidado entre
la constitucionalidad y la Ley.
Posiblemente
se limite la cuestión a conocer quiénes son los que tienen derecho a decidir
sobre su futuro: si los ciudadanos de un territorio en particular o los ciudadanos
de todo el conjunto. Ese camino apenas transitado da por hecho ese derecho a
decidir, aunque quede por decidir el cuerpo del sufragio pasivo. La discusión sobre este cuerpo electoral tiene
antecedentes en nuestro país: en los referéndums propuestos para decidir el camino
que tomarían los procesos autonómicos, que tuvieron sus bases en el
municipalismo, nunca fue el cuerpo general de la ciudadanía española, sino
los cuerpos particulares de los territorios los que se constituirían a través del proceso.
Quizá
existen otras vías, denostadas tanto por los tibios y despreocupados como por
los unionistas y los separatistas. Esas terceras vías abogan por la
denominación de federación o confederación del concepto de compromiso que fue
el “autonómico” –que este sí, es “Marca España” y desconocido en el resto del
mundo– o bien, aparcar por el momento, y otra vez, decisiones sentimentales que
arraigan desde hace siglos en territorios del país. Aparcar es dejar a futuras
generaciones volver a enfrentarse al dilema. Los nacionalismos no desaparecen
ni siquiera bajo el mayor paraguas de las transnacionalidades, como el
europeísmo. Todo lo contrario. Y ni siquiera hemos hablado de banderas,
símbolos, himnos y selecciones nacionales de fútbol.
Alfonso Salazar