Existe otro reino del tiempo en los Cárpatos. La tradición vampírica nos coloca sobre la pista de una ansiedad humana: la superación del tiempo, de la vida y la muerte, la desconfianza en la vida ultra terrena, porque la maldad está entre nosotros. Bram Stoker utiliza esta utopía, revestida como un descubrimiento. El vampiro fraguado por el autor irlandés se nos muestra como el ser ajeno a toda coordenada de tiempo.
Encontraremos la clave en el primer título de su Drácula, The Undeath. Lo no muerto, pero también lo no vivo, lo que no vivirá, pero también lo que no morirá. A menos que la alianza de los sumisos, la camarilla del bien, del tiempo organizado, de la predestinación divina acaben con ese estado no vinculado a meses, semanas y años, sólo a días y noches. Sin otro fenómeno natural que la alternancia de la oscuridad y la luminosidad mal y bien, muerte y vida , Drácula no envejece, o rejuvenece de pronto, o puede vivir mil años. Pero esta existencia sórdida, pues se desliga de las normas, ha de ser cortada de raíz. El desafío de Drácula (estar y no estar, ser y no ser, no precisar de las necesidades básicas comer, dormir como superación de sometimientos humanos), entraña obligatoriamente un componente mágico y que sea a la vez talón de Aquiles. Y este talón será el ingrediente humano más divino: la sangre. La ausencia de la sangre fresca, la necesidad de ella, arrastra al Señor de la Noche. Así como el día lo debilita, como el mar le prohibe, como sólo la tierra donde Dios no ha posado su mirada le ofrece descanso.
Drácula es el símbolo del hombre enfrentado a pecho descubierto con su destino, no hay error en su decisión, sólo la voluntad de permanencia en contra de toda ley inexorable. Aunque para ello, haya que transgredir las reglas naturales. Sin embargo el vampiro nos parecerá como angustiado: hay que salvar al Conde de su condena, hay que devolverlo al mundo de los vivos, al redil de los muertos, a las coordenadas comprensibles de la muerte y la vida eterna, de la vida terrena y la tumba quieta.
El descubrimiento para los personajes de esta posibilidad –un tiempo no sometido al tiempo- parte la novela en dos. Lucy Westenra, envenenada, nacida a ese reino de lo no sumiso, alerta a la humanidad estanca, sorprendida en los cambios radicales del fin del siglo XIX, una sociedad confiada y concéntrica. Lucy camina blanca, pálida, delgada y lánguida por el cementerio. Lucy está ya más allá del tiempo, de la ciencia, por tanto -se deduce-, debe sufrir su alma. Sólo la divinidad y la luminosidad, la consagración y la cabeza cortada –que no piense el corazón- pueden devolverla al mundo muerto y la felicidad eterna.
Es en este punto cuando los partidarios del bien –y siempre marionetas de la coordenada del concepto antropológico de Civilización- asumen el papel de salvadores de almas: destrozarán el cadáver (lo profanan y violan en un remedo necrófilo), con el fin de salvar al alma a costa del cuerpo y posteriormente perseguirán al proscrito, a aquel que se saltó el juego de la vida y la muerte.
El transgresor, sitiado, intenta volver a su reino. Y tomará el rumbo antiguo del transporte en carro, como en la ida acudió en barcos, ajeno a los avances de los medios de comunicación. Allí llegará la mano de Dios para que el mundo vuelva a sus términos absolutos. Nadie puede desafiar el Tiempo y quedar impune –recordemos a Esculapio, condenado por revivir a los muertos-, escarneciendo el destino. Nadie puede estar y no estar –no está frente al espejo, pero está frente a mí-; nadie puede ser y no ser –vuela en la noche un murciélago, cautiva en la noche un hombre-; nadie puede infringir. Infringir supone el mal y el dolor, los niños muertos, el olor nauseabundo, ratas y lobos, el sufrimiento tremendo del alma pura, el mantenimiento del cuerpo incorrupto –sólo permitido a la santidad-, la mala vida que vaga en la noche. Se precisa la confabulación del bien, de lo que siempre ha sido, el mandato divino, la costumbre.
Drácula es el símbolo del hombre que supera las limitaciones de la muerte eterna y las sustituye por un malestar terreno. Por eso no puede existir y surge la conjura. Un ser llevado por al sangre, necesitado de la vida ajena -la ley del más fuerte, la explotación constante que critica el barniz de la bondad-, ángel caído, corrupto por la naturaleza, un ser que otorga el ejemplo de seguir siendo siempre el niño sin reglas, cautivo de sus instintos y el placer. Es tan fuerte que cambia su realidad. Vence a un dios. Y por supuesto tendrá la niebla, los animales salvajes, las tormentas y todas las fuerzas de la naturaleza. A sus órdenes.