Echamos de menos el bar, y la terraza, y la caña, y los amigos. Natural, va en la costumbre. Esperamos que abran pronto -¡ya!- los bares, aunque sea con distanciamiento social, mamparas y aforos más reducidos. Entre tanto y desde hace tiempo, mucho antes del confinamiento, las redes sociales sustituyen, solo en algunas maneras, a los bares. La gente se cruza en las redes, se saluda, se observan, charlan, se añoran… Sucedáneos de bares.
En los bares, y en las tabernas, como todos los lugares donde nos frecuentamos hay de lo mejor y de lo peor. En los bares, y las tabernas, lo mejor y lo peor no tiene horario, pero el vocerío, las palabras gruesas y el insulto llega cuando se llevan unas copas de más y la hora de cierre está próxima.
Hemos pasado muchas horas en bares, conocemos de sobra la hora bruja, la figura rígida pero vacilante, la torpeza de lengua deslenguada, la exageración tabernaria. La red social como taberna abunda en ello, pero sin necesidad de haberse encajado cinco copazos. Se habla así de natural, con desparpajo, vaya el exabrupto por delante, porque no enmascara el alcohol y otras sustancias alegres sino el anonimato y la distancia. Hay una minoría vociferante que proviene de escuela de tertuliano mal deglutida.
Visitamos las redes sociales para saber, para conocer, para informarnos, para entender a los demás y entendernos. La mayoría del tiempo se disfruta con el ingenio, con la afilada mirada de los demás: brindamos un apunte certero, celebramos un comentario audaz, investigamos qué dijo quién. Pero otras veces, como en las tabernas, pisamos la cáscara en el suelo y sin serrín, nos pringamos las manos, nos salivan en la oreja, y comprobamos que el servicio de las redes sociales, como el de las tabernas descuidadas, está sucio e inservible, atorado de mierda, pestilente.
Lo que antes eran riñas de bar, chismes de taberna, murmuraciones sin fundamento, ahora se amplifican en bares abiertos veinte y cuatro horas, sin un camarero que pida bajar la voz y no molestar a los vecinos. Por eso, que una patraña, acerca del supuesto control gubernamental sobre los envíos de WhatsApp, haya sido llevada por una parlamentaria por Granada al Congreso deja la sensación de que las tabernas y sus engañifas, a través de las redes sociales, han entrado en las instituciones. Que un médico con proselitismo en redes vocifere patibulario, o que haya gente, mucha gente, que vive en una red de mentira continua, en un mundo paralelo para lelos, donde les meten bulos por la escuadra, es un fenómeno descomunal.
Dan ganas de dejar de escuchar el Congreso, leer las redes sociales y de ir al bar. Pero, al fin y al cabo, y más ahora, es en las redes donde podemos seguir viendo a los amigos y celebrar, así que andamos con cuidado, silenciamos al borrachín de la palabra, desconfiamos del cotilla a quien le salen bulos en los bolsillos y miramos con desconfianza a quien se nos acerca, vaya a ser que lleve un virus en su interior o es que se alegra de vernos. Quizá ese es el futuro: andar con cuidado por la vida y por las redes. Y como en la vida misma, no es plan esperar a que el Gobierno venga a sacarte del embrollo, ni que sea la policía quien localice al buloso y al bilioso, ni que la Guardia Civil persiga el fake y al navajero, ni que un tribunal distinga al memo que todo se lo cree, y todo bulo remata, del bribón que busca alarmar a la sociedad, quebrar la salud pública o, sencillamente, putear al prójimo. No hay que esperar a que alguien venga a salvarnos, sino que, como en la vida misma, uno pone de su parte: desmiente a quien miente, desoye a quien intoxica, compadece al que todo se traga, censura al grosero, bloquea al fanático y es, uno mismo, quien distingue la verdad de la mentira. Y si la cosa no amaina, pues recoges y te vas, como en los bares.
Alfonso Salazar