La empresa recibía informes que vaticinaban el desastre en el balance a final de año. Maldita la crisis. El expediente de aquella regia obra en el ecuador de su realización registraba cuatro obreros muertos, esto es, por orden: ocho manos fuera del funcionamiento, cuatro indemnizaciones por accidente laboral, cuatro viudas, un manojo de huérfanos, y alguna que otra suegra. Aquello era verle las orejas al lobo. Y a la matemática. Finalizada la obra, esos números que nunca engañan y que las cuentas traerían consigo, vaticinaban ocho indemnizaciones. Un precio demasiado alto para la contabilidad empresarial.
El Arquitecto, hombre serio y entregado a la empresa, lanzó la señal de alarma hacia las cumbres jerárquicas. El Jefe de personal, que acudía religiosamente a los sepelios y se quejaba de la mala suerte, decidió poner punto y final al asunto. Tenían por costumbre los obreros caer desde la quinta planta, o desde la sexta, lo cual suponía una catástrofe, pues a tal altura vencía la fuerza de la gravedad la estática dureza del casco. Se barajaron varias iniciativas antes de tomar una resolución definitiva. El psicólogo de la empresa, planteó concienciar a los obreros a caer desde el segundo piso, a lo sumo, pues así se rebajaría a la mitad el número de fenecidos y no reportaría apenas gastos, sino los de hospital y rehabilitación. Tal solución fue desechada por inconvenientes técnicos: primero, porque el obrero-tipo era difícil de concienciar según el Capataz de la obra, y segundo porque no existía tiempo material. Durante la hora del bocadillo se negó el psicólogo a poner en marcha el proceso de concienciación, pues, con argumentos antropológicos, convenció a la junta de que el hombre, por lo general, no puede recibir a la vez comida e ideas y digerir ambas con eficacia. El Maestro de obras, hombre rudo pero práctico, propuso rodear de arenilla los alrededores del edificio. Se puso tal operación en práctica, mas lo aconsejable de la teoría se vio batido por la realidad de la praxis: las carretillas no podían transitar sobre aquel arenal, a pesar de la disposición estratégica de tablones; las primeras lluvias convirtieron el lugar en un peligroso pantanal; y para rematarlo, se le ocurrió al obrero Fernández, realizar una caída parabólica desde la sexta planta y fue a caer en el límite entre la arena y el asfalto, con la mala suerte de partirse el casco en éste y dejar los zapatos inertes en aquella, como peces muertos en la orilla de la playa.
Pero el Jefe de personal, hombre práctico y avispado, ya había demostrado con creces su valía en anteriores situaciones comprometidas: fue la suya la idea contratar norteafricanos, más baratos que los obreros nativos, para las tareas de cimentación, lo cual redujo los gastos en un treinta por ciento y facilitó los despidos, pues de ello se encargaba el Ministerio de Interior poniendo en práctica de deportación. Digo, que este hombre, tras ser informado fiablemente, contrató los servicios de una empresa alemana especializada en aeronáutica de vanguardia, que había diseñado los accesorios y propulsores personales de los trajes espaciales de la misión europea para la investigación de las cordilleras sur de Marte.
El ingeniero Joseph Von Kable llegó a la ciudad con un invento de su creación que iba a revolucionar el mundo de la Reconstrucción del Oriente Medio. Es sabido que en tales latitudes el calor afecta al sentido del equilibrio, así, el número de obreros despeñados había llegado a ser alarmante. Von Kable puso manos a la obra, y con el dispositivo que había creado se preveía que ahorraría a las empresas de Reconstrucción occidentales cantidades ingentes de petrodólores.
El Jefe de personal, cautivado por la idea encargó tantos dispositivos como obreros en situación de riesgo había: los que solían colgarse de cornisas, los miopes, los gordos, los que subían a andamios de segunda clase... Constaba este dispositivo de un sencillo sistema. Unas botas especiales con suela automática, contenían en su interior unos muelles, que accionados por un botón colocado a la altura de la cintura salían al exterior y amortiguaban el choque. El Jefe de personal decidió adelantarse a las pruebas que en Irak se realizarían en noviembre y anunció como primicia, para mediados de octubre, el estreno mundial de aquel revolucionario y simple dispositivo que reducía el riesgo de pérdida económica por despeñamiento de la mano de obra.
Faltaba el voluntario. Cuando Sigfrigo Sánchez tuvo noticia del evento, fue el primero en presentarse aquella mañana de octubre al jefe de obras, y le habló de su cariño a la empresa –que no de su frustración cuando se encontraba ante el plato de huevo con patatas– y le habló del futuro de la construcción –que no del miedo que le imponía el cráneo deshecho de un compañero en la acera. Y se prestó gustoso, esperando alcanzar méritos, fama, una pensión menos exigua y ser conocido en su barrio y en el mundo entero como un pionero, un Yuri Gagarin de los albañiles.
Sigfrido fue recibido entre vítores por su compañeros de trabajo; lágrimas, esperanzas y deseos de una caída mejor le rodeaban. Allí estaba el Jefe de personal, esperando no tener que acudir a más sepelios que le rompiesen la calma de sus mañanas, y estaba el ingeniero alemán, verdadera estrella del programa, que esperaba alcanzar el más rotundo éxito en el mundo de la amortiguación. Y estaba el Alcalde de la ciudad que también esperaba, pues esperaba alcanzar más puntos entre los miembros de la ejecutiva regional del partido y así ser presentado como candidato a las próximas autonómicas. Y estaba el Maestro de obras, mentor del héroe. Y la mujer del héroe, temerosa. Y sus hijos, contentos por no acudir aquella mañana a la escuela. Y un señor de gris anodino que interrumpió el paseo matinal con su perro cuando vio aquello aglomeración. Estaban todos.
A las diez en punto dio comienzo la ceremonia. Habló el Alcalde, habló el ingeniero, mediante torpe intérprete, habló el Jefe de personal. Y habló Sigfrido, acongojado, pero con la esperanza de enfrentarse con menos sinsabor a un plato de huevo con patatas. Y después, desde la quinta planta, como un ángel, Sigfrido se lanzó al vacío.
Los segundos parecieron una jornada continuada en la garganta de Sigfrido Sánchez; el inicio del salto tuvo aliento de lunes a las siete para fichar, lejano el viernes como lo estaba el suelo, repleto de gentío. Y el vértigo. El vértigo eran las cuarenta horas semanales que se le enredaban en el vientre, no acostumbrado a emociones de altura.
Pero arriba, en esa quinta planta a medio hacer, donde se apiñases fotógrafos y cámaras, quedaba todo: el salario mediocre y la pensión mínima, el menú barato, el obrero pobretón, los regalos de reyes de los niños a medio camino entre la miseria y el descontento, el cinturón apretado, las letras grandes y el suelo repleto de facturas. Sigfrido caía y veía descomponerse las patatas, pudrirse el huevo, engordar el salario, allá, en el quinto.
El ingeniero le recomendó caer de pie, pues carecía el dispositivo de muelles en la cabeza, ni en las rodillas, ni en la panza. Y Sigfrido cerró los ojos yendo por la segunda planta. Apretó las manos en la fachada del primero. Y flexionó las piernas en el entresuelo.
Todos admiraban la caída. Se apoderó de la multitud el estupor, la incredulidad, ver un suicidio anunciado. Y de los jefes, se apoderó la sonrisa del trabajo bien hecho. De Sigfrido, se apoderó el corazón de los héroes de los tebeos de la infancia. Y de su mujer, la pobre Ramona, la incertidumbre que precede a la equivocación irremediable.
Pero el ruido no fue sordo. Se oyó: “boing”. Y entre la sonrisa del respetable, el desmayo de Ramona, el suspiro de los jefes y el grito de júbilo de los compañeros ante la visión del cráneo incólume, Sigfrido ascendió a los cielos. Y descendió. Y volvió a ascender. Y volvió a descender. Y de nuevo ascendió. Y de nuevo descendió. Y botaba, ascendía y descendía, y botaba.
El Arquitecto, el Jefe de personal, el Alcalde, el ingeniero alemán y el Capataz, se abrazaban, celebraban el éxito. El público vitoreaba cada subida y bajada. Sigfrido saludaba, hacía virguerías, se tumbaba en el aire, realizaba saltos mortales, como el salto a la fama. Ramona partía en ambulancia hacia el centro de salud más próximo, víctima del soponcio. Los niños, que confundieron a partir de entonces a su padre con un pájaro, eran tomados de la mano por una vecina de la familia que los llevó a atiborrarse de chocolate.
Sigfrido volaba y volaba. Y la expectación inicial devino en abulia colectiva. El hambre se ensañaba en los estómagos. Al fin y al cabo, ese día glorioso, era día libre. Los obreros, exentos de la jornada laboral, se marcharon a su casa a eso de las dos de la tarde. Las autoridades competentes y los jefes incompetentes, tanto o más que las autoridades, fueron a celebrar el éxito entre langostas y cavas en un restaurante céntrico. Sigfrido manejaba por entonces los amortiguadores con sorprendente habilidad.
A las cinco de la tarde, Sigfrido subía hacia el sol otoñal y bajaba a la fría acera, rebotaba y ascendía más allá de la altura del edificio. Abajo, no quedaba nadie. Casi toda la ciudad había disfrutado del espectáculo. Algunos niños del vecindario se divertían tirando piedras a aquel blanco móvil, proyectiles que Sigfrido evitaba con destreza. Anocheció y Sigfrido sentía hambre. No le consolaba la plenitud de poder y su triunfo, ni siquiera encontrarse por encima del bien y del mal, ni ver a las vecinas, a intervalos, desnudarse, ni romper la intimidad del barrio penetrando en el octavo por la ventana y de improviso.
Sigfrido se aburrió. El salto era la rutina y por un momento, casi añoró el salario mediocre y el huevo con patatas. Al menos, estando frente al plato, cabía su voluntad, podía ejercer su derecho a no hacer lo que no deseaba. Los jefes y las autoridades, borrachos a medianoche, lo vieron saltar cerca de las nubes, por encima de la ciudad. Y no llegaron a ver el rostro de desaliento y desesperación del pobre Sigfrido. Y no pudieron comunicarle que la paciente Ramona estaba encinta, que había sido ascendido a capataz en virtud de su salto, que era ahora encargado de la adecuada utilización de aquellos benditos dispositivos. No pudieron decirle que era Capataz del Éxito.
Cuando el Maestro de Obras llegó a su casa comió, ebrio yació y en sopor dormía cuando el teléfono y la voz del guarda de la obra interrumpieron, y amaneció temprana la resaca a las tres de la mañana. Comunicó aquella llamada urgente al Jefe de personal, y éste consultó al Arquitecto, y supieron que no había medio para detener el salto, y se dio, al fin, aviso al Alcalde.
La asociación de vecinos del populoso barrio donde Sigfrido ascendía y descendía amenazaba con presentar una denuncia contra el municipio y la empresa constructora por espionaje y violación de la intimidad. No podía permitirse semejante escándalo. El Alcalde, receloso de su éxito y ante la proximidad de las elecciones, en connivencia con el juez de guardia, tomó la determinación. Se dio aviso a la Benemérita. El cabo Gutiérrez abatió a Sigfrido de dos precisos disparos en la nuca.
A Francisco Serrano, noviembre 1991