martes, 13 de octubre de 2020

Divino tesoro

 La Voz de Granada, 13 de octubre 2020


Desde no se sabe cuándo vivimos una contradicción antropológica: la opinión de los adultos respecto a la juventud. De la juventud bien se espera lo mejor -un perfeccionamiento de la especie optimistamente resuelto- o bien se le recrimina lo peor, en una suerte que mezcla envidia, rencor y escándalo. Abandonada la juventud –aunque en esta civilización hay tantos se aferran a la adolescencia, al espíritu que parece no crecer, que niega asumir su experiencia y los años-, se la mira con la extrañeza que se ve crecer a hijos y sobrinos, como esos elementos queridos que vienen a sustituirnos y concatenar esa larga fila de sucesión de genes en que nos encontramos. «Juventud, divino tesoro» dijo el divino Rubén con toda seriedad, pero el tiempo convirtió el verso en frase oportunista. Que los adultos recriminan costumbres a los jóvenes, que los padres discuten con los hijos sucedió mucho antes del rock, de la juventud desenfadada y de los pantalones por debajo de los calzoncillos. Es un lugar común la incomprensión entre generaciones: hay y siempre hubo jóvenes que se comportaron como viejos, incluso como sabios, y ancianos que se rebelaron frente a la cronología. Por eso es cuestión de mirada: ¿qué jóvenes son aquellos que no observan las esenciales normas de distancia social, no se colocan la mascarilla cuando toca ni se protegen los unos a los otros? No depende solamente de una edad biológica y mental, sino de unas costumbres sociales y una demanda comercial, de una educación y un descubrimiento del mundo.

Como si de la Fiesta de la primavera se tratase -aquel macrobotellón que se presentaba con aviso y sobreaviso pero siempre pillaba de improviso-, la llegada de estudiantes a Granada, la apertura del curso universitario parece que nos hubiese pillado por sorpresa. Habrá que ver qué adulto se coloca en el grupo de ‘es que van como locos’ o en el ‘ya me gustaría a mí tener tu edad’, que son, groseramente, las representaciones en chascarrillo de esa contradicción antropológica. ¿Pudieron darse soluciones? Sí, una instrucción pública sobre la pandemia que apenas se ha hecho. Quien más quien menos se salta a la torera normas y recomendaciones: hay quien solo la manifiesta de boquilla y siempre siempre se rebela ese negacionista que llevamos dentro. Hay quien lleva un negacionista pequeñito, apenas insurrecto, un negacionista con espíritu de sometido. Hay quien lleva consigo un negacionista bandido, un impetuoso rebelde que cree que a la norma se somete el cobarde y que a él nadie le dice lo que hay que hacer: «¿Me va a decir usted a mí lo que tengo yo que hacer?». Ese rebelde se cree liberal; se puede considerar a sí mismo hasta anarquista; se puede considerar hijo de un espíritu español rebelde, desobediente, alegre y vocinglero; puede considerarse símbolo del descreído y que lucha contra las conspiraciones, pero solamente tiene el ánimo del fascista, del egoísta, del miserable. Números cantan, más allá de la carroña que muchos medios de comunicación hacen de la noticia.

Que sea en la juventud donde abunden esos atrevidos e inconscientes quizá haya que medirlo más que presuponerlo. Y si estaba medido o presupuesto, debían haberse tomado decisiones con antelación. En eso se basa la política: en adelantarse al acontecimiento, en saber que los botellones venían, que la fiesta iba a estallar. Lo demás, números descontrolados, policías y vecinos hasta la coronilla, estadísticas alegremente jóvenes, criterios epidemiológicos en juerga sin fin.


Alfonso Salazar


viernes, 9 de octubre de 2020

Vida en casa

 LEER EN LOS DIABLOS AZULES

La caja de alegría. Federico García Lorca en la Huerta de San Vicente
Jesús Ortega
Comares
Granada
2020





Pocos lugares existen tan significativos para la historia española del último siglo como la Huerta de San Vicente, fue allí donde la familia García Lorca vivió sus últimos años y fue desde allí de donde salió Federico, para no volver, en el mes de agosto de 1936. En esa casa, campo cercano a la ciudad, escribió algunas de sus más reconocidas páginas. Jesús Ortega ha sido coordinador de las actividades culturales de la Huerta de San Vicente durante años y fue uno de los componentes de las primeras promociones de guías de la Casa-Museo, un lugar, casi secreto, de peregrinación para lorquistas desde los tiempos de la posguerra. Su conocimiento del espacio le habilita para poder reconstruir un lugar con historia que es mucho más que la historia de un lugar.

Cuenta Ortega que en julio de 2008 Pere Portabella intervino en la casa, en el marco de la exposición de arte contemporáneo Everstill/Siempretodavía comisariada por Hans Ulrich Obrist. 2008 sería la puerta de la crisis y de los desahucios que corrieron por España plasmando cómo la crisis la pagarían los menos afortunados. Portabella vació la casa de la Huerta de San Vicente, dejó exenta la casa y los enseres estuvieron un tiempo cuidadosamente celados en un guardamuebles. En ese momento, los asiduos visitantes descubrimos que Portabella desahució el museo y nos mostró la casa. Ante las paredes desnudas pudo el autor de La caja de la alegría sentir el valor del lugar antropológico, el cimiento de la familia, el espacio de la vida: la casa más allá de la vivienda. Por entonces Ortega comenzó el comisariado de una exposición sobre la Huerta que recuperó y agrupó la memoria fotográfica del lugar, una memoria fundada en las fotos de familia, de aficionado, y otras de mayor intención, documentalística, de personas que durante los años más oscuros cruzaron el umbral de la Huerta, máquina en mano, con la conciencia de llegar a un espacio sagrado para la literatura. De aquella exposición deriva este libro, una historia fundamental de la historia de Granada y de España, que recorre casi cien años de modificaciones, rupturas y asedios.

La Huerta de San Vicente fue una casa en el campo. El campo de Granada es vega fértil, hoy espantada y casi en desuso, que abría la ciudad a un mar verde. La conversación que hace cien años podía darse entre la ciudad y su vega, conectadas por un suave tránsito de la pequeña ciudad al vergel, despareció en los años del desarrollismo que levantó una muralla de hormigón separando para siempre esa íntima relación mantenida durante siglos: esa mirada desde la Torre de la Vela a los huertos y, viceversa, esa admiración del perfil de Granada desde la Vega. La familia García Lorca, una familia de origen y querencia campesina, sí pudo disfrutar de aquella comunión, y en los años veinte del siglo pasado adquirió una propiedad en la Vega que renombraron en homenaje a doña Vicenta, la matriarca familiar. Allí, cuando los García Lorca se asentaron en otras ciudades de España y Europa, volvía la familia para pasar los veranos: los veranos granadinos van del Corpus a la Patrona (el último domingo de septiembre) y agrupaban a la familia a partir de san Federico, 18 de julio. Aquellos veraneos de los años veinte y treinta son catalogados por Ortega dando cuenta, conforme al valor fotográfico y una concienzuda documentación, para poder reconstruir los años del lugar y la familia, el orden cronológico creativo de Federico García Lorca, la intimidad de las conversaciones por carta, las visitas de familiares y amigos, la vida bajo el emparrado. A partir del aciago 36, los asesinatos sufridos en la familia y el consiguiente exilio, la Huerta persistió, habitada por caseros, por familiares más o menos cercanos, que cuidaron del legado familiar, que custodiaron en voz baja la memoria de un poeta sin par, pero silenciado adecuadamente, que protegieron sus manuscritos llevados y traídos de un lugar a otro, escapando a la vengativa mirada de la autoridad.

La Huerta sufrió el asedio del desarrollismo, supo de la impiedad política que confundió progreso con destrucción y legó una ciudad diezmada, y se salvó, casi de milagro, en unas condiciones que no son las deseadas, cercada por los altos edificios, por los muros que la separan del rumor inquieto de la circunvalación, rodeada de un parque que no es vega sino un remedo desdibujado, nada más que una evocación del pasado, un parque urbano sin mayor mérito que alojar una casa que forma parte de nuestro orgullo. Y aún los granadinos deben quedar agradecidos de que la piqueta inmisericorde no acabase con ella como hizo con tantas otras huertas de alrededor que no tuvieron la suerte de poder argumentar ser parte de la literatura universal.

Aquel pedazo de terreno con tanta vida y demasiada muerte sobrevivió y si bien no cumplió los anhelos familiares ―que deseaban un lugar que acogiese los fondos familiares, un teatro donde ejecutar su obra, el papel que en la actualidad ha cubierto el Centro Federico García Lorca―, la Huerta ha quedado para nosotros como ese lugar donde queda museizada la vida de familia del poeta, la vida de una familia granadina. Casi todo rastro de Lorca ha sido borrado de la capital granadina ―queda su casa natal en el cercano pueblo de Fuentevaqueros y la casa familiar de Valderrubio como todos ustedes saben―, casi todo ha debido ser re-construido, re-inventado, por eso iniciativas como La caja de la alegría resultan imprescindibles. Bienvenida la recuperación de la memoria, bienvenida la reconciliación con nuestra historia y nuestros muertos.

Alfonso Salazar