domingo, 18 de enero de 2015

ÁRABE, MUSULMÁN E ISLAMISTA

En algunos medios de comunicación se toma la parte por el todo. Los adjetivos que encabezan este post son a veces intercambiados alegremente en algunos medios –otros periodistas tienen buen cuidado en decir lo que quieren decir- y se extienden, fruto de la ignorancia, por las redes sociales, y por supuesto, en el habla cotidiana. Pero son tres adjetivos cuya coincidencia en una sola persona, precisa de una intensiva conjunción de accidentes culturales.

Árabes son aquellos naturales de Arabia, de la península arábiga y alrededores, y tradicionalmente han formado parte de etnias que el paso del tiempo ha desdibujado y vuelto a dibujar. En la actualidad en la península arábiga se ubican 10 nacionalidades distintas. No se trata de una raza –no existen las razas como categoría, ni biológica ni cultural en el ser humano-, aunque el concepto "racial" facilita, desde el desconocimiento, la categorización de los grupos humanos. Pero en sentido estricto, un árabe es aquel que comparte una tradición genealógica y cultural que nació en la península arábiga, antes del surgimiento del islam.


El idioma originario de estas tribus se llama también árabe, y es una idioma muy extendido (más vivo que el latín, pero más fragmentado que el español) que fue lingua franca en el medievo, por todo el Mediterráneo y que en la actualidad se extiende por los países arábigos -de la Península arábiga- y otros países en el  Magreb y Oriente Medio. Pero hay personas que hablan árabe en una esquina del mundo cuya habla del idioma es difícil de entender por otra persona que habla árabe en otra esquina del mundo. Esta macrolengua mantiene una forma estándar, pero las diferencias dialectales son tremendas. Es oficial en al menos veinte países del mundo y es el octavo en su extensión planetaria con 350 millones de hablantes, pero muchos de ellos nada tienen que ver con el concepto étnico, ni geopolítico del término “árabe”.

Algunos países de lengua árabe se identifican a sí mismos como árabes, en un rizo de concepto de identidad cultural, lo que dio como fruto la fundación en la Liga de Estados Árabes en 1945, donde se encuentran países que no son árabes étnicamente hablando –como Egipto o Marruecos, por ejemplo-, pero la identidad cultural y política es algo que uno determina para sí mismo (sea o no sea cierto) o en todo caso, son los “otros” los que la determinan como tal: la cultura es lo que uno hace visto desde fuera, ya sea porque uno mismo se la otorga o porque los demás la señalan. Así la Liga Árabe incluiría a somalíes, bereberes, egipcios, libaneses o kurdos, que no son árabes, pero hablan árabe, así como el mundo hispano hablante incluye a nacionalidades diversas y no exclusivamente a “españoles”. Es una cuestión de nacionalismo, manifestado en torno a una lengua, y ciertas coincidencias culturales y religiosas, pero sin u cuerpo cultural común.

En definitiva, hay pueblos que utilizan la lengua árabe, pero no son árabes en sentido estricto y hay grupos humanos que hablan árabe que no son musulmanes: coptos egipcios, maronitas libaneses, árabes israelíes, árabes drusos.


Musulmán es una categoría religiosa, con un número de practicantes en todo el planeta que ronda los 1200 millones de personas. Como hemos visto, hay árabes (que hablan árabe) que no son musulmanes, aunque sean pocos, y hay musulmanes que no son árabes, y son muchos: ni lo hablan ni viven en estados de la Liga Árabe, ni tienen relación genealógica alguna con las etnias originarias de Arabia. Además, como el islam no es una religión jerarquizada, como la católica, no hay una línea de orden de un “papa” musulmán a un “sacerdote” de mezquita. Como es tan extensa la territorialidad del Islam y tan amplia su historia, hay diversas interpretaciones del Corán que han sido generadas con el paso de los siglos por las diversas maneras de interpretarlo (suní, chií, sufí, entre otras muchas), y se da de un modo similar a la distinción que en el cristianismo se hace entre católicos, ortodoxos, protestantes y otros muchas profesiones de fe.

Hay multitud de países que, con una mayoría de habitantes que practican el islam, no son árabes ni por asomo: Pakistán, Irán, Turquía, Indonesia, Burkina Fasso o Turkmenistán por poner algunos casos. Entre ellos, hay países que se consideran islámicos, es decir, en los que el Corán forma parte de su corpus jurídico –la sharia, o derecho islámico-, ya sean repúblicas, monarquías absolutistas, dictaduras o regímenes teocrácticos. En estos países la separación Religión-Estado es uno de los nudos gordianos de la convivencia. Son estos casos Irán –que no es un país árabe, ni habla árabe-, el Afganistán de los talibanes, Libia desde 2011, Pakistán o Mauritania.




Los árabes-musulmanes constituyen solamente el 20 % de la población musulmana mundial. Así que si usted llama árabe a un egipcio, a un bereber o a un sudanés porque hablan la lengua árabe, podría usted llamar sin empacho “españoles” a los bolivianos, mejicanos o uruguayos porque hablan español. Si usted llama árabe a cualquier musulmán, es como si llamase “español” a cualquier cristiano, así que puede también ir por ahí llamando español a cualquier italiano, irlandés o bávaro. Y si llama musulmán a cualquier árabe es como si diese por supuesto que todo español es cristiano, católico, apostólico y romano. Y nunca denomine a una persona "islámica", porque islámico es el adjetivo que se aplica a los conceptos impregnados de islam: ya sea el arte, el Estado, o la cultura.



"Islámico", como adjetivo, no es aplicable a una persona, sino que en nuestro idioma utilizamos para ello el adjetivo “musulmán”. Islamista se refiere al concepto de islamismo, que es un término político, aunque nuestro diccionario reserve distinto conceptos para “islamismo” (conjunto de dogmas y preceptos morales que constituyen la religión de Mahoma) e “islamista” (relativo al integrismo musulmán). Dentro del islamismo hay posturas regeneradoras, moderadas, radicales, extremistas, según cómo se midan, pero que los medios (y al parecer, el diccionario) por lo general identifican, en su concepción violenta, con la asunción de normas como la “yihad”. La Yihad no es exclusivamente sinónimo de “guerra santa” para algunos estudiosos, puesto que englobaría también el concepto de “lucha interior”. No hay conceptos en el cristianismo que se le acerquen, aunque las prácticas evangelizadoras tenían un objetivo en común: la expansión de la religión. Estas posturas denominadas radicales pueden provenir del sunnismo –como los Hermanos Musulmanes egipcios, los talibanes o el salafismo- y otras del chiísmo –como el Irán de Jomeini o Hezbolá.


Por otro lado, hay conceptos culturales que se identifican en los medios de comunicación y en la divulgación popular con el islam -la lapidación, la flagelación pública, la mutilación genital, la poliginia, el matrimonio concertado de menores-, pero no son usos exclusivos de países musulmanes. En otros países, que nada tienen que ver con el islam, se practican. De hecho es muy probable que el arraigo cultural de estas prácticas sea anterior al islam, pero perduran en culturas islámicas e incluso algunos de ellos fueron recogidos en el Corán. Otra cosa es cómo se interprete el Corán…



Y otro día hablaremos sobre la confusión acerca del velo.


Alfonso Salazar

sábado, 10 de enero de 2015

EL MAPA DEL DETECTIVE DEL ZAIDÍN

Un completo mapa de todos los lugares donde sucede la saga del detective del Zaidín, Matías Verdón.

En azul, la última novela, Para tan largo viaje, publicado por Dauro en 2014 (figura en azul claro el viaje del protagonista yugoslavo)
En amarillo, El Detective del Zaidín, publicado por Ediciones B en 2009.
En verde, Golpes tan fuertes, publicado por Alhulia en 2013 (figura en verde claro la trama de los años 40-50)
En rojo Melodía de Arrabal, publicado por Arial en 2003.


domingo, 4 de enero de 2015

CAMBIO DE EJE

En la Antigüedad, el eje mediterráneo señalaba una diferencia profunda entre el Oriente y el Occidente, como si un meridiano –imaginario, como todos los meridianos- separase dos mundos. A la izquierda del mapa quedaban territorios misteriosos que los marinos fenicios y griegos transitaban y eran germen de leyendas: Tartessos, los bereberes, la Tingitana; a la derecha las estirpes de las civilizaciones occidentales: Egipto, Grecia, Palestina, Bizancio. El eje residiría en Roma, que separaba la riqueza opulenta de Oriente frente a la apenas hollada tierra de Occidente que Hércules abrió hacia el Atlántico. Con el tiempo, el Mediterráneo sufrió un importante cambio de eje, del corte vertical, al horizontal. En la actualidad, la riqueza reside en el norte, y la pobreza en el sur. La frontera se traza tumbada, cruzando el mar de oeste a este.

Este ejemplo es solo un gráfico sobre un mapa conocido: el eje vertical se tumba, la percepción de la diferencia gira sobre sí misma y pasa en unos cientos de años de una separación vertical a una horizontal.

Pienso en el cambio de eje mediterráneo cuando pienso en ese otro cambio de eje que se anuncia en las ideologías políticas. El siglo XX, siguiendo el camino que ya había abierto el siglo XIX, forjó una diferencia ideológica entre la izquierda y la derecha. Hace ciento cincuenta años, esas diferencias apenas eran perceptibles en los arcos parlamentarios: tuvo que ser la irrupción del pensamiento marxista la espoleta, la organización de los partidos socialistas apoyados en los sindicatos de clase; y posteriormente, a partir de la década de los treinta del pasado siglo, y la implantación del comunismo leninista cuajó la diferencia en el espectro. Fue entonces cuando se dibujó, con la claridad que ha sido vista en los últimos años –sobre todo en la Europa Occidental-, la división entre la izquierda y la derecha, conceptos cuyo origen se atribuye a  la ubicación de asientos en la Asamblea Nacional francesa de 1789 y que en la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial tuvo su plasmación palmaria en el mapa europeo separado –gráficamente también- por el telón de acero que dividía Este/Oeste.

Izquierda y derecha han formado parte del imaginario del espectro político del capitalismo en la Europa Occidental, poco extrapolable a otros territorios: no soporta la aplicación somera a los Estados Unidos –dividido entre demócratas y republicanos-; o naufraga en otros terrenos como los países islámicos donde todo gira en torno a la división laicismo/religiosidad en la vida política; o países sudamericanos, como Argentina, donde el peronismo no admite el concepto. Sin embargo, Europa sí ha utilizado con profusión este concepto de izquierda/derecha como una garantía de claridad de ideas, otorgando a la izquierda la defensa de la propiedad pública, el fomento de la igualdad, el laicismo, el intervencionismo económico del gobierno, la solidaridad; y a la derecha el liberalismo económico, el mantenimiento del orden, la intervención ética del gobierno; figurando siempre dos grandes bloques totalitarios en los dos extremos del espectro, que coinciden en el planteamiento de una imposición autoritaria.




El análisis del espectro político se hace a través de artefactos, y los sociólogos no han encontrado para Europa una mejor respuesta que el eje izquierda/derecha a pesar de la aparición de fenómenos que saltan por encima de esta propuesta: ecologismo, feminismo, pacifismo, anticlericalismo, globalización, republicanismo y nacionalismo, por indicar algunos conceptos, marchan en todas las direcciones, y tanto ellos como sus contrarios, son proclives a ser hallados en discursos de la izquierda o de la derecha, sea en mayor o menor proporción, sin que podamos rastrear un patrón definido. En todo caso, no son fenómenos que tenga una exclusividad de marca izquierda, o de marca derecha. Hay derecha republicana y anticlerical, como hay izquierda autárquica y nacionalista. Muchos de estos fenómenos, en mayor o menor gradación, pues nunca serán monolíticos, pueden aparecer en cualquier discurso. Solo una mayor profusión tonal predican una probable ubicación en la escala.

Izquierdas y derechas participan del concepto de los modelos de un solo eje, que son excesivamente simplistas, y dejan siempre en las afueras a posturas como el anarquismo y el libertarismo. Como los mensajes sencillos son los que bien calan, y existe esa propensión a sabernos en un mapa bien trazado que no nos propugne perdernos en el proceloso camino del pensamiento político, el eje sigue siendo válido, se utiliza con exuberancia en los medios de comunicación, y sirve al ciudadano para ubicarse en ese imaginario de escala política, a pesar de que día tras día venga la realidad a reventar el papel estricto de tan sencilla separación.

Pero ha comenzado una crisis de la representación, del espectáculo: una parte de la ciudadanía –los gobernados habitualmente silentes- se enfrenta a la búsqueda de la democracia real empeñada en el hallazgo de la manera de hacer política de forma continuada: el asunto desborda la izquierda y la derecha, territorios que hoy por hoy parecen pertenecer solo al espectáculo mediático, territorios que pretenden ser asaltados, desmontados y reconstituidos ante el crudo ahondamiento de la brecha de la desigualdad social.


El cambio de eje se propone desde un giro de lo vertical a lo horizontal: los polos izquierda-derecha pretenden ser sustituidos por una partición que enfrenta al poder de la ciudadanía frente a la oligarquía, la ciudadanía sin privilegios frente a la ciudadanía privilegiada. Es curioso que este giro de eje plantea una separación simplista que recuerda a la división tradicional de las clases, pues alrededor del eje horizontal pulularía la clase media: más arriba del eje está la pirámide del poder, más abajo, aquellas que antes fueron consideradas las clases trabajadoras. En tanto, en el tradicional eje izquierda-derecha quien ocupa los aledaños del eje es el centro político, generalmente difuso en su compromiso, contemporizador, tibio y oportunista en sus propuestas.

¿Cómo llega Europa a esta situación en que el cambio de eje es sugerido, cada vez con más empeño, por propuestas políticas que terminarán, lógicamente, tachadas de ambiguas, populistas y traidoras a la izquierda? No es arriesgado decir que la dicotomía de este eje vertical ha sido propulsada más desde la izquierda -incluida la imaginaria- que desde la derecha. Al fin y al cabo, los principios de la derecha no son simbólicos, sino que ya estaban ahí –religión, propiedad y orden-, y es la izquierda la que ha pretendido diferenciarse y reivindicar su terreno en el espectro por negación.

Sin embargo, la evolución de la socialdemocracia europea, que partía de posiciones izquierdistas –de hecho es, posiblemente, la responsable del sostenimiento de la dicotomía desde hace seis décadas- ha derivado hacia una seria confusión del concepto al mantenerse dentro del sistema navegando a dos aguas, proponiendo política económicas identificadas con la derecha que intenta compaginar con la defensa de los derechos sociales, económicos y laborales, la igualdad y la democracia. En cuanto la socialdemocracia optó por la denominada “tercera vía”, una pirueta que intenta conjugar lo inconjugable, la sensación del ciudadano es que asiste a un turnismo en el gobierno, un bipartidismo de facto, donde las diferencias entre uno u otro gobernante son más simbólicas que reales, pues son coincidentes en las fundamentales políticas socioeconómicas.

No es un asunto banal que los bloques de concentración sean una respuesta, que nada escandaliza, ante este cambio de eje: partidos de izquierdas unidos a partidos de derechas ante una protesta que viene desde abajo, pues no tienen conflicto en los temas fundamentales que entrelazan al Estado y los poderes privados. Solamente ciertas exigencias de marketing para la polémica televisada les lleva a defender axiomáticos tonos ideológicos, poniendo en escena un discurso narrativo poco creíble -y tú más-, cuyo objetivo único es apacentar sus campos electorales simbólicos. En el campo electoral de la socialdemocracia, siguen en pie los valores de la justicia social, los derechos ciudadanos, la solidaridad y la democracia, pero si bien se mantienen en su discurso, no lo están en su ejecución. En el eje izquierda-derecha, la socialdemocracia deriva hacia el centro activo, y en su realización se confunde con los valores  de la derecha.



Gran parte de la población española, según el CIS, se identifican en el ámbito de la izquierda: un 40 %. En tanto un 30 % se ubica en el centro político y solo un 13 % en la derecha. El resto, casi un 17 %, no sabe, no contesta. El vaciamiento de la propuesta real en el seno de la socialdemocracia ha confundido el sentido electoral de las izquierdas. Los aparatos de la socialdemocracia comulgan con las políticas regresivas de la derecha europea, se aferran a un proyecto político social y económico que no se puede identificar con una izquierda simbólica, y además, el tiempo y el espacio les niegan la mayor: pertenecen a recientes legislaturas las políticas económicas de tinte derechista impulsadas por la socialdemocracia allí donde ahora está en la oposición, y allí en los territorios europeos donde gobierna, o en sus posturas en las instituciones europeas, consensúa con la derecha real las políticas socioeconómicas. Ese vaciamiento es el que alimenta el cambio de eje: la oposición establishment/ciudadanía pretende reventar el eje vertical.

Sin embargo, el cambio de eje se somete a una difícil prueba: el objetivo de la socialdemocracia –y del propio sistema capitalista, al menos en un valor simbólico- promulga el ascenso social como principio y fin. No solo el self made men del imaginario anglosajón, sino, también y sobre todo, el objetivo de ascenso en las clases sociales como psicodrama vital, que conlleva la conversión de las clases trabajadoras en clases medias, hasta el infinito y más allá. Ese es también el objetivo de este cambio de eje, el ansiado reparto de la riqueza frente a la igualación por la pobreza con que se amenaza desde el derechismo rancio –y a la vez, ubicado en las alturas.

Pero el círculo vicioso se mantiene como una imposible máquina de movimiento perpetuo. El ascenso de los de abajo hacia las posiciones de los de arriba fracasa tanto como en el eje izquierda-derecha, basado en la promoción social y la escalada vinculada al sistema económico. El cambio de eje puede ser el inicio de un derrumbe de una concepción imaginaria, pero si no ahonda en las estructuras sociales reales, en la brecha de la desigualdad, en el consumismo como motor económico, en la apariencia espectacular de la sociedad, en el concepto de la libertad y el cumplimiento del contrato jurídico y legal, solamente nos encontraremos ante un cambio de eje que no cambia la realidad sino que es solamente un cambio de mapa.



Alfonso Salazar

viernes, 2 de enero de 2015

BORGEN

Muchas series de televisión han incidido en mostrar el aspecto personal de los políticos en las democracias occidentales. Detrás de la imagen pública del servidor público puede existir una historia de ambición y sucia guerra que subleva al espectador cuando acerca la política a la práctica mafiosa como sucede en House of cards (en su versión americana y británica, o en la cancelada Boss). La lectura, casi siempre, ha sido desde la visión norteamericana del asunto –la muy exitosa y bucólica El ala oeste, la interrumpida Political animals, o las incidencias políticas muy relevantes de The Newsroom o Homeland. En otro barco viajan las caricaturas de la Casa Blanca de Veep o de Downing Street, la rompedora, Yes, Minister. Y para el barco de la historia queda Boardwalk Empire.





Flota en todas ellas ese halo de relaciones típicas de la política anglosajona, democracias estables desde hace siglos, donde los sistemas electorales no son los más extendidos –lo mismo nos sucede en las series de abogacía, donde el lenguaje jurídico y procesal anglosajón poco tiene que ver con el continental-, donde el color del partido es más importante que la ideología, la disciplina de partido no es un axioma y se suceden procesos, como primarias, en un régimen republicano presidencialista, como el estadounidense, que nos queda lejos. Por eso, que la visión proceda de un país no angloparlante, europeo, es algo que siempre se agradece, mostrando una cercanía que poco tiene que ver con el acoplamiento político de unos países que dirigen gran parte del mercado conocido pero cuyas estructuras de relación no son las que imperan en el mundo, más que en el imaginario cultural.



Borgen es una serie danesa que consta de tres temporadas, estrenada en el año 2010 que ha llegado a España (Canal +) con varios años de retraso pero sin perder un pico de vigencia. En ella se muestra la vida cotidiana de Borgen, el Palacio de Christianborg donde residen los tres poderes políticos daneses y la oficina del Primer Ministro. En pos de la actualidad, Borgen utiliza como personaje principal a una mujer, la primera Primera Ministra de Dinamarca, cosa que en el año 2010 era una invención y que en la actualidad es una realidad. Esa presencia de una mujer al frente del Estado ya había sido transitado en las series norteamericanas, cuya realidad aún no ha alcanzado a la ficción –Gran Bretaña, por mérito de Margaret Thatcher lleva décadas de ventaja.

Pero si la presencia de una mujer en el puente de mando pudiese ser suficiente argumento, Borgen no para ahí. De hecho, resulta casi irrelevante que sea la ficticia Birgitte Nyborg quien alcanza un acuerdo malabar con las distintas fuerzas parlamentarias para auparse en el Gobierno. Es al hálito de realidad de la serie lo que ha cautivado a los espectadores daneses, apoyado por esa coincidencia de realidad y ficción que obtuvo cuando la socialdemócrata Helle Thorning-Schmidt obtuvo el encargo de la reina para formar gobierno aunando a las fuerzas derrotadas en las elecciones de 2011. Borgen muestra una entrelazada relación de la prensa y la política que en los países del sur europeo nos puede parecer exagerada; y nos presenta vidas machacadas, familias a punto de deshacerse, pasados turbulentos, presentes escandalosos. Falta de humor, Borgen hace una representación casi ideal del político –como ser humano- en lucha constante entre su deber público y sus presiones privadas. Sin embargo, lo hace –al menos en su primera temporada, la estrenada recientemente en nuestro país- con maestría y dominio del género. No se dejan temas fuera de la bobina: la coacción de los lobbys, el reparto del poder como un juego de concesiones, los tejemanejes de los jefes de prensa, las presiones internacionales, el sacrificio de las amistades en favor del mantenimiento del poder, el mercado armamentístico, los nacionalismos periféricos, los conflictos de intereses, la delación, la traición, las escuchas ilegales, el sacrilegio del uso privado del recurso público…




Puestos a echar en falta aspectos como las movilizaciones sociales, la opinión del electorado y la implicación del resto de la administración del Estado, desde la práctica ausencia del aparato de la Justicia hasta el entramado de las entidades de gobierno local.

En España, donde la ficción se ha resumido a chistes largos como Moncloa, dígame o series de alta calidad pero de poca incidencia en la alta jefatura como Crematorio, el camino está bien abonado. Podríamos fabular con una serie que mostrase los entresijos de la época Aznar de la Guerra de Afganistán, otra dedicada íntegramente al seguimiento de los últimos veinte años de Bárcenas –auge y caída- o el clan Pujol en la ciudad de los prodigios.


Borgen, además, ha sido producida por la televisión pública danesa, lo que da para pensar. Y mucho.