Algo que nunca entendí cuando empecé la investigación fue cómo la víctima pudo entrar y salir de la Facultad para aparecer muerta dentro de ella. Así me lo confirmó el conserje. Tras las cavilaciones, tras el trabajo moribundo de la noche, bebido, veía aparecer el muerto sonriendo en los bares alegres de la otra cara de la ciudad. Algo traía la impresión del suicidio, de la víctima muerta por la mano de la víctima, pero dice la experiencia que nadie puede asfixiarse a sí mismo, que hay que recurrir a objetos extraños antes de perder el conocimiento, sogas, barbitúricos o balcones elevados. No pudo estrangularse a sí. Pero estaba esa impresión de todo realizado por él mismo, entrar, matarse y volver a salir saludando. Sólo un detalle me condujo a la resolución. Quizá el orden no era el aparente. Quizá los meses no siguen su curso y yo me encontraba intentando ver la cara a un hombre que me daba la espalda, sin ser junio, pero siendo noviembre. Tardé en anudar las situaciones: un muerto con el pantalón por los suelos en los servicios de la Facultad a quien la faltaba un calcetín negro. Una secretaria compungida me contaba la aparición fatal de la muerte. Recordaba una cabaña en la costa donde pasaron juntos el verano y la aparición de un hermano de pronto. Y ese rostro que yo había visto en otro lugar. Elaboré las dificultades. Todo pudo empezar en una sala de cine donde la acomodadora no mira la pantalla. O en la casa de los asesinatos a cuchillo de un hombre poseído por su madre. O una oficina en una pequeña ciudad, un grupo de gente mirando el sol, y un encuentro sin palabras en una noche de verano. Así, todo debía estar en la salida de todo, en aquel bar nocturno donde un hombre me daba la espalda.
Visité el pequeño embarcadero, hablé con el viejo, pregunté por la secretaria y su muerto y me confirmaron su estancia allí el verano anterior. Y la llegada del visitante del cuál no quería hablar aquella mujer. El viejo actuaba como el conserje y no acertaba a diferenciar quién llegó y quién se marchó. Porque los rostros eran exactos: el hombre del bar era la cara del muerto amoratado que tenía el cabello entre el orín. Cuando llegué al vestíbulo del hotel, me confirmaron el apellido que esperaba y un hombre que huyó la noche anterior. El inspector ya se me había adelantado y charlaba con una señora sentada en los enormes sillones de entrada.
- Usted siempre llega tarde, Hopper.
Por mis conjeturas nunca corrió aquella idea: la carne entre los hermanos como motivo del fratricidio. Que se mantuviesen treinta años compartiendo la cama y el beso. Yo sabía desde luego, que los muertos con los pantalones bajados sobrevienen de los crímenes pasionales, pensé en la secretaria canija, agente doble, amante y bisagra, que sólo resultó ser un punzón en la cicatriz.
- ¿Y el tipo?
- Como si se lo hubiese tragado la tierra –fue lo único que dijo el inspector.
O el mar. Aquel hermano gemelo entró en la facultad, hizo el amor de pie en los servicios, como pago atrasado, como muestra de buena voluntad, de cariño que no se apaga, y tuvo la fuerza suficiente de romperle la tráquea a pesar. Después se sabría lo del embarcadero, una fotografía de un rostro arañado por los peces. Y una reseña mía, un lunar en el lado izquierdo, simétrico al de mi muerto.
miércoles, 31 de diciembre de 2008
domingo, 14 de diciembre de 2008
LA FORMA DE QUERER TÚ, DE PEDRO SALINAS
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
EL MIRADOR DE IRÉNE NÉMIROVSKY
Elisabeth Gille, la hija pequeña de Irène Némirovsky, de quien hablamos en este blog en Suite Francesa: gloria y peste humana, publicó en 1992 la historia de su madre en una biografía novelada apasionante llamada originalmente Le Mirador, que sirve de subtítulo a la edición española realizada por Circe en el año 1995.
En Suite Francesa atisbábamos la tragedia. Y el completo prólogo realizado por Myriam Anissimov nos puso en situación. Sin embargo, la obra de Elisabeth (Babet Epstein) Gille cuenta la vida de su madre, a través de su propia voz, desde el nacimiento en la fría pero acogedora Kiev hasta el día terrible en que dos gendarmes la acompañaron, maleta en mano, hacia el campo de concentración de Pithiviers. Y paralelamente, en breves incisos previos a cada capítulo, narra Babet su propia vivencia, desde su nacimiento en el año 1937 hasta la total toma de consciencia de lo ocurrido en 1962, cuando visita Pithiviers, de nuevo el campo maldito.
El libro es el complemento ideal a Suite Francesa –manuscrito que sobrevuela gran parte de Le Mirador-, aunque el mejor complemento sean las obras de Némirovsky, también presentes, por supuesto, enriqueciendo la prosa de Gille, transmutándola en una médium de la escritura de su madre. Se suceden pasajes estremecedores de la Revolución de Octubre; alocadas noches de verano juveniles en Hendaya; rastreros literatos apuntados al carro del colaboracionismo y el antisemitismo. Descubrimos la engañosa felicidad del periodo de entreguerras que propuso la creencia de que Francia (el país de la mesura y de la libertad, de la generosidad) nunca permitiría el acoso a los que llevarían, en un futuro tan cercano, la injusta estrella amarilla y, por tanto, no era necesario huir a Estados Unidos, como tantos propugnaban. Vivimos en las visitas a la Gare de l´Est de las dos niñas –un cartelito con el nombre de sus padres-, esperando reconocerlos entre los famélicos cuerpos que vuelven del terror de los campos de exterminio. Nos desvela ese misterio de ser judío y qué significa para los demás (Se es judío por la mirada de los otros, lee Elisabeth en Sastre). Y conocemos a héroes, casi anónimos, como Albin Michel, la dulce y coja Julie Dumot, los Esménard, André Sabatier… O el retrato sangrante de la madre de Irène, la cruel abuela que, cuando sus nietas huérfanas se presentaron en la puerta de su casa tras sobrevivir a la guerra y la gendarmería francesa, sólo supo recomendarles, con toda maldad, un hospital parisién para niños pobres.
La obra se divide en dos partes bien diferenciadas. La primera va de Kiev a París. Desde el nacimiento de Irène hasta la felicidad del año 1929 –casi al borde del crack de Nueva York–. Presenciamos la evolución de la pequeña y ermitaña ucraniana, entre el ascenso al poder de su padre y el descenso a los infiernos de champán de su madre. Las noches de juerga y el hallazgo del amor de Michel (Misha) Epstein, el nacimiento de las hijas y el triunfo como escritora.
En la segunda parte, 1942 (días previos a su secuestro y muerte), el hermosísimo mundo se ha derruido. Muchos de los escritores admiradores de la Némirovsky han dado el paso hacia el fascismo y colaboran escribiendo panfletos antisemitas. Los decretos se ceban en los judíos. Ni siquiera pueden volver a París: quedan encerrados en Issy-l´Evêque, confinados. Elisabeth Gille, quien en la primera parte de la obra ha cultivado el sublime lenguaje de su madre, adornado a través de obras de época (este libro fue soñado a partir de otros libros, dice), en esta segunda se deja arrastrar por cartas privadas y noticias de prensa que no hacen ningún favor al carácter de su madre. Encontramos a Irène releyendo las maravillosas críticas enclaustrada en el acoso. Papel nada preciso para una mujer que en esos momentos escribe la fastuosidad de odio y comprensión de bajeza humana que es Suite francesa. Algún pero tenía que haber.
Elisabeth murió poco después de cáncer. Denise, su hermana mayor, pospuso la publicación de Suite Francesa, el manuscrito que viajó en la maleta de su madre en aquella desbandada de París, cuando Bogart miraba por la ventana con Elsa, cuando los alemanes pisaron con rabia el pavé del corazón de Francia. Aquella Francia de la mesura y de la libertad que condujo a Irène Némirovsky al tifus y la muerte.
En Suite Francesa atisbábamos la tragedia. Y el completo prólogo realizado por Myriam Anissimov nos puso en situación. Sin embargo, la obra de Elisabeth (Babet Epstein) Gille cuenta la vida de su madre, a través de su propia voz, desde el nacimiento en la fría pero acogedora Kiev hasta el día terrible en que dos gendarmes la acompañaron, maleta en mano, hacia el campo de concentración de Pithiviers. Y paralelamente, en breves incisos previos a cada capítulo, narra Babet su propia vivencia, desde su nacimiento en el año 1937 hasta la total toma de consciencia de lo ocurrido en 1962, cuando visita Pithiviers, de nuevo el campo maldito.
El libro es el complemento ideal a Suite Francesa –manuscrito que sobrevuela gran parte de Le Mirador-, aunque el mejor complemento sean las obras de Némirovsky, también presentes, por supuesto, enriqueciendo la prosa de Gille, transmutándola en una médium de la escritura de su madre. Se suceden pasajes estremecedores de la Revolución de Octubre; alocadas noches de verano juveniles en Hendaya; rastreros literatos apuntados al carro del colaboracionismo y el antisemitismo. Descubrimos la engañosa felicidad del periodo de entreguerras que propuso la creencia de que Francia (el país de la mesura y de la libertad, de la generosidad) nunca permitiría el acoso a los que llevarían, en un futuro tan cercano, la injusta estrella amarilla y, por tanto, no era necesario huir a Estados Unidos, como tantos propugnaban. Vivimos en las visitas a la Gare de l´Est de las dos niñas –un cartelito con el nombre de sus padres-, esperando reconocerlos entre los famélicos cuerpos que vuelven del terror de los campos de exterminio. Nos desvela ese misterio de ser judío y qué significa para los demás (Se es judío por la mirada de los otros, lee Elisabeth en Sastre). Y conocemos a héroes, casi anónimos, como Albin Michel, la dulce y coja Julie Dumot, los Esménard, André Sabatier… O el retrato sangrante de la madre de Irène, la cruel abuela que, cuando sus nietas huérfanas se presentaron en la puerta de su casa tras sobrevivir a la guerra y la gendarmería francesa, sólo supo recomendarles, con toda maldad, un hospital parisién para niños pobres.
La obra se divide en dos partes bien diferenciadas. La primera va de Kiev a París. Desde el nacimiento de Irène hasta la felicidad del año 1929 –casi al borde del crack de Nueva York–. Presenciamos la evolución de la pequeña y ermitaña ucraniana, entre el ascenso al poder de su padre y el descenso a los infiernos de champán de su madre. Las noches de juerga y el hallazgo del amor de Michel (Misha) Epstein, el nacimiento de las hijas y el triunfo como escritora.
En la segunda parte, 1942 (días previos a su secuestro y muerte), el hermosísimo mundo se ha derruido. Muchos de los escritores admiradores de la Némirovsky han dado el paso hacia el fascismo y colaboran escribiendo panfletos antisemitas. Los decretos se ceban en los judíos. Ni siquiera pueden volver a París: quedan encerrados en Issy-l´Evêque, confinados. Elisabeth Gille, quien en la primera parte de la obra ha cultivado el sublime lenguaje de su madre, adornado a través de obras de época (este libro fue soñado a partir de otros libros, dice), en esta segunda se deja arrastrar por cartas privadas y noticias de prensa que no hacen ningún favor al carácter de su madre. Encontramos a Irène releyendo las maravillosas críticas enclaustrada en el acoso. Papel nada preciso para una mujer que en esos momentos escribe la fastuosidad de odio y comprensión de bajeza humana que es Suite francesa. Algún pero tenía que haber.
Elisabeth murió poco después de cáncer. Denise, su hermana mayor, pospuso la publicación de Suite Francesa, el manuscrito que viajó en la maleta de su madre en aquella desbandada de París, cuando Bogart miraba por la ventana con Elsa, cuando los alemanes pisaron con rabia el pavé del corazón de Francia. Aquella Francia de la mesura y de la libertad que condujo a Irène Némirovsky al tifus y la muerte.
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BREVES ENSAYOS,
LA BARBARIE NAZI
viernes, 12 de diciembre de 2008
LOS GÉNEROS DEL DOLOR Y EL ABANDONO: 04, LA LEY DEL PUÑAL Y EL CORAJE
En el tango los hombres, los malevos, usan navaja y con ella deambulan por el barrio como instrumento de la identidad, la supervivencia y la reafirmación viril. Véase sino El Tango de Jorge Luis Borges. Con ella podían marcar el rostro de la pebeta que les abandonó, desafiar al entrometido y probar su condición de macho arrabalero en una esquina rosada. Pero la presencia del metal, la ley de puñal y del coraje no reside sólo en el Mar de la Plata. Como figura de excepción en la copla aparece la irresistible Lola Puñales que en el nombre lleva el arma del crimen y de su perdición.
Lola llegará hasta el final sin arrepentimiento y sin intentar evitar un tormentoso destino. Como así lo ruega la protagonista de otra copla que se entregará a un tal Sargento Ramírez, hastiada ya del caso omiso de la Benemérita, que le lleva a cortar con un cuchillo de luna un te quiero cuando encuentra a su querido retozando entre los juncos. No será el único caso de celos mezclados con navaja. Antonio Vargas Heredia es el mítico asesino por antonomasia, por culpa una hembra gitana y yerro en mano.
A la raza calé pertenece también Lola Puñales, heroína de los acasos trágicos que el imaginario al uso une indisolublemente a la sangre gitana. Tras diversos amoríos donde se complace en maltratar y desdeñar a los personajes masculinos que siempre se llaman “de don”, caerá rendida ante unos ojos que le vaticinan que de tanto jugar con fuego llegará a quemarse. Los ojos morenos en cuestión incluso le quitarán la rosa de sus rosales y ante tamaña afrenta, Lola Puñales hará uso de su apellido. Lo sigue hasta la reja donde el perverso amante bebe de otros besos. El escarnio y la burla arrastran a Lola y en la calle dará muerte al enamorado que se atrevió a escarmentarla. Y no llegará el arrepentimiento de Lola, sino que muy al contrario reclamará la presencia de los jueces para confesar su crimen. Jura estar en sus cabales, que no quepan dudas y repetir el crimen si hubiera menester. Así ordena al escribano que recoja que no le faltó sangre fría, que no le tembló la mano para ejecutar la sentencia sobre aquel que le juró cariño en vano.
Otro juego de espejos, pero esta vez no desde el contagio irremediable de Tatuaje sino desde la máxima de quien a hierro mata a hierro muere y el pago con la misma moneda. Los ojos morenos del amante frívolo aprovechan la inusitada entrega de Lola para hacerle probar su propia medicina. Los ojos morenos encabezan una revuelta para vengar tantas afrentas de la Puñales hacia el género masculino. Pero Lola lo corta de cuajo cuando sube un escalón más aún y destroza así el espejo, el reflejo que la cantinera de Tatuaje se comprometía a seguir de por vida.
Lola Puñales prefiere la transgresión, el enfrentamiento cara a cara con la Ley, el Sistema y los jueces, a los que invita a pasar para que certifiquen el crimen y que así se haga público. Como si de mantener sus principios se tratase, o su honra, Lola no soporta la ignominia, el engaño, el oprobio causado por la pérdida de la virginidad con alguien que traicionó su entrega. Esta vena romántica, apasionada, contrasta con el navajazo tanguero. Tan caliente es aquel como éste es frío. Al fin y al cabo nos enfrentamos a la dicotomía entre el honor -la condición viril que resuelve defender el macho, demostración para la supervivencia arrabalera fruto del enfrentamiento a una superpoblación de gallos en el corral- y la honra –la que defiende Lola Puñales como categoría de supervivencia social como desagravio, para no ser una mujer manchada en su ámbito sociocultural. Honor y honra, reversos de una misma moneda, aquel con testosterona y orgullo, ésta con amenaza y vergüenza.
Mientras el navajazo tanguero no recurre a instancia policial o judicial alguna sino que la rehuye constantemente y pretende la impunidad del crimen -asumido con naturalidad como manera propia de las leyes del arrabal-, el navajazo de Lola Puñales y el de la mujer que se entrega al sargento de la Guardia Civil, reclaman el castigo como inevitable, como una manera de publicar y esclarecer los motivos que conducen al crimen. Y una purificación. La entrega por ello no es sólo imprescindible sino que se muestra como una obligación natural. En el caso antedicho de la mujer que se entrega al susodicho Sargento Ramírez es más patente: la protagonista avisa de sus intenciones, pretende ser detenida y guardada a buen recaudo, sea cual sea el motivo que para su encierro aduzcan, con tal de evitar cometer el asesinato irremediable.
La obligación moral, la consciencia de la trasgresión inexistente en el tango –donde la cárcel, la gayola, siempre está injustificada- es inapelable en los casos vistos. Incluso, previo a la comisión del delito. Así, incluso Antonio Vargas Heredia, querido y admirado en toda Sierra Morena, terminará sus días llorando y arrepentido en chirona.
Lola llegará hasta el final sin arrepentimiento y sin intentar evitar un tormentoso destino. Como así lo ruega la protagonista de otra copla que se entregará a un tal Sargento Ramírez, hastiada ya del caso omiso de la Benemérita, que le lleva a cortar con un cuchillo de luna un te quiero cuando encuentra a su querido retozando entre los juncos. No será el único caso de celos mezclados con navaja. Antonio Vargas Heredia es el mítico asesino por antonomasia, por culpa una hembra gitana y yerro en mano.
A la raza calé pertenece también Lola Puñales, heroína de los acasos trágicos que el imaginario al uso une indisolublemente a la sangre gitana. Tras diversos amoríos donde se complace en maltratar y desdeñar a los personajes masculinos que siempre se llaman “de don”, caerá rendida ante unos ojos que le vaticinan que de tanto jugar con fuego llegará a quemarse. Los ojos morenos en cuestión incluso le quitarán la rosa de sus rosales y ante tamaña afrenta, Lola Puñales hará uso de su apellido. Lo sigue hasta la reja donde el perverso amante bebe de otros besos. El escarnio y la burla arrastran a Lola y en la calle dará muerte al enamorado que se atrevió a escarmentarla. Y no llegará el arrepentimiento de Lola, sino que muy al contrario reclamará la presencia de los jueces para confesar su crimen. Jura estar en sus cabales, que no quepan dudas y repetir el crimen si hubiera menester. Así ordena al escribano que recoja que no le faltó sangre fría, que no le tembló la mano para ejecutar la sentencia sobre aquel que le juró cariño en vano.
Otro juego de espejos, pero esta vez no desde el contagio irremediable de Tatuaje sino desde la máxima de quien a hierro mata a hierro muere y el pago con la misma moneda. Los ojos morenos del amante frívolo aprovechan la inusitada entrega de Lola para hacerle probar su propia medicina. Los ojos morenos encabezan una revuelta para vengar tantas afrentas de la Puñales hacia el género masculino. Pero Lola lo corta de cuajo cuando sube un escalón más aún y destroza así el espejo, el reflejo que la cantinera de Tatuaje se comprometía a seguir de por vida.
Lola Puñales prefiere la transgresión, el enfrentamiento cara a cara con la Ley, el Sistema y los jueces, a los que invita a pasar para que certifiquen el crimen y que así se haga público. Como si de mantener sus principios se tratase, o su honra, Lola no soporta la ignominia, el engaño, el oprobio causado por la pérdida de la virginidad con alguien que traicionó su entrega. Esta vena romántica, apasionada, contrasta con el navajazo tanguero. Tan caliente es aquel como éste es frío. Al fin y al cabo nos enfrentamos a la dicotomía entre el honor -la condición viril que resuelve defender el macho, demostración para la supervivencia arrabalera fruto del enfrentamiento a una superpoblación de gallos en el corral- y la honra –la que defiende Lola Puñales como categoría de supervivencia social como desagravio, para no ser una mujer manchada en su ámbito sociocultural. Honor y honra, reversos de una misma moneda, aquel con testosterona y orgullo, ésta con amenaza y vergüenza.
Mientras el navajazo tanguero no recurre a instancia policial o judicial alguna sino que la rehuye constantemente y pretende la impunidad del crimen -asumido con naturalidad como manera propia de las leyes del arrabal-, el navajazo de Lola Puñales y el de la mujer que se entrega al sargento de la Guardia Civil, reclaman el castigo como inevitable, como una manera de publicar y esclarecer los motivos que conducen al crimen. Y una purificación. La entrega por ello no es sólo imprescindible sino que se muestra como una obligación natural. En el caso antedicho de la mujer que se entrega al susodicho Sargento Ramírez es más patente: la protagonista avisa de sus intenciones, pretende ser detenida y guardada a buen recaudo, sea cual sea el motivo que para su encierro aduzcan, con tal de evitar cometer el asesinato irremediable.
La obligación moral, la consciencia de la trasgresión inexistente en el tango –donde la cárcel, la gayola, siempre está injustificada- es inapelable en los casos vistos. Incluso, previo a la comisión del delito. Así, incluso Antonio Vargas Heredia, querido y admirado en toda Sierra Morena, terminará sus días llorando y arrepentido en chirona.
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LOS GÉNEROS DEL DOLOR Y EL ABANDONO
DETECTIVES EN LA GUANTERA 07: FABIO MONTALE
Hay series de detectives donde la presencia de la ciudad lo domina casi todo. Lo hemos visto con Gunther y Berlín –y Viena-; con Brunetti y Venecia; con Carvalho y Barcelona; con Holmes y Londres; con Adamsberg y París; y comarcas como Scania para Wallander o la mítica ciudad de Vigátà para Montalbano. Pero Fabio Montale no sólo vive en Marsella, sino que Marsella es la verdadera protagonista de su trilogía.
Jean-Claude Izzo, el autor, era marsellés hasta el tuétano. Y el protagonista de Total Khéops, Chourmo y Soleá, Fabio Montale, también. De hecho hay en el charnego, escéptico y enamoradizo detective mucho de su autor. Marsella es una ciudad de aluvión, una vieja dama mediterránea, esquilmada por la Mafia, la incompetencia política y vestida con la nostalgia de esas ciudades que conservan el esplendor del pasado en sus ruinas. El autor y el protagonista son hijos de inmigrantes, gentes del sur, de España, Italia, Argelia… Crecidos en la muy republicana Francia, que se lamía las heridas de una Segunda Guerra Mundial, donde se le supuso victoriosa, cuando se lanzó a la carrera colonial para nutrir la grandeur, y que a finales del siglo XX se veía envuelta en la pez adiposa del Frente Nacional, la corrupción y la desesperanza.
Los barrios parisinos –Francia y París, así decía mi vecino: “Dos de mi hijos trabajan en Francia, el otro no, el otro trabaja en París-, los banlieu estallaron a principios del siglo XXI en un castillo de fuegos artificiales y coches ardiendo donde resonaban unos ecos extrañados del 68: era la miseria la que afloraba, no ya el deseo de cambio y revolución, sino la segregación a través de los años, el estancamiento étnico. Pero los pobres siguen siendo los mismos pobres y punto.
En ese inicio de la historia actual, esos años noventa que supusieron la asunción de la inmigración como fenómeno, la población inmigrante ya no era de mayoría europea, trasladada a Europa desde Europa, sino con una mayoría de otro continente buscando su parte de la felicidad. Fruto fue en gran parte del fermento del colonialismo -que sirvió para llenar las filas de los deportistas de élite franceses con hijos de los territorios de ultramar y las calles de hombres y mujeres desamparados-, que dejó la garganta del país atragantada y sin saber digerir.
Pero no sólo fue París. Marsella, la gran señora de la Provenza, también en provincias, es un ejemplo de mezcla, de caldereta variada. Allí es donde Izzo coloca a su sosias Montale, en los barrios casi derruidos sobre los que rapiñan las grandes inmobiliarias, en los proyectos de modernización de los puertos camino de convertirlos en parques temáticos, en un sistema donde cala el ordenamiento mafioso. Barrios desafortunados que persisten en su maltrato, intratables para los métodos tradicionales del Estado. El olvido echa unas raíces de tal profundidad que sobre la basura crece la basura con más fuerza. Olvido social.
Montale, aficionado al buen vino, enganchado al pastís, la gastronomía tradicional y el whisky, es en la primera novela un policía rebajado a los más difíciles suburbios, donde trata de negociar la vida con los expulsados del paraíso europeo, ese que casi siempre está en el septentrión. Defraudado, no podrá seguir en el Cuerpo. Porque además recaen sobre él la historia del barrio, como una losa, la mismísima historia de Marsella. Los amigos desaparecidos, los atracos con muerte en farmacia, niñas violadas, putas antillanas que le dan cariño, periodistas perseguidos, amables viejos, amigas de la juventud que son amores imposibles, mafiosos pudientes con restaurán, camellos sin futuro.
Hay un pesimismo europeo que recorre la trilogía de Marsella. La pérdida final de confianza en una organización social saludable. Los palos del sombrajo de la liberté, egalité y fraternité han sido barridos por el temporal de la posmodernidad. La política hizo el resto. El panorama es desquiciante y los personajes de Izzo habitan ese inframundo de los sentimientos y la pérdida ideológica. Aunque Marsella conserve su luz inalterable, su belleza de puerto griego de focidios, de cala histórica, venerando el día de la llegada del cuerpo yacente y hermoso de Rimbaud o la leyenda de Protis y Gyptis. Y en el paisaje la animosidad de sus barrios tradicionales, la calma del pequeño paraíso en Les Goudes, donde Montale habita una cabaña. El tráfico insoportable de sus rondas y avenidas, el azul del mar que puede dañar la vista, las islas frente al puerto. Y la poesía. Izzo, también poeta, destila en su trilogía continuas referencias, que hasta los gañanes conocen. Los poemas de Louis Brauquier, marino; o los ritmos de rap que asolan los suburbios marselleses –y que dan título a la primera novela. La poesía se desliza entre copas de pastís y mauresque, vino de Cassis y chupitos de Lagavulin.
Nada es ajeno: ni los incendios mediterráneos de verano. Pero en la trilogía de Montale, es la presencia del mar la que se convierte en una constante. No podía ser menos tratándose de Marsella. Montale pesca, vive noches en el mar, prepara las doradas a la brasa los domingos. Incluso en el mar suceden las tragedias. Y del mar provienen la mayoría de los personajes y las cosas: del Magreb los barbudos con el Corán bajo el brazo –muchos de ellos junto a una 9 mm-, los cargamentos de estupefacientes, los ilegales, los naúfragos, los tesoros, los amigos retornados de Djibuti, Santo Domingo, Numea, Indochina.
Pero como dice IAM –un grupo de rap-, y asume el propio Izzo, “las dos plagas de Marsella son el caballo y el Frente Nacional”. Las conspiraciones islámicas quedan en pañales frente a las confabulaciones de la Mafia y la Camorra con los delincuentes locales, la policía, los políticos más allá de la derecha y la internacionalización de la economía criminal, en competencia.
Marsella, Izzo y Montale forman las tres columnas de un formidable pórtico. Un canto a la belleza de las ciudades del Sur y sus podredumbres. Son a menudo amores secretos los que se comparten con una ciudad, lo dijo Camus. Un argelino.
La serie de Fabio Montale:
Total Khéops, Akal, 2007
Chourmo, Akal, 2004
Soleá, Akal, 2005
Para más información:
http://fabiomontale.free.fr/
http://es.wikipedia.org/wiki/Jean-Claude_Izzo
http://www.jeanclaude-izzo.com/
Octubre 2008, Alfonso Salazar.
sábado, 6 de diciembre de 2008
QUISIERA RAJAR MI CORAZÓN, DE IBN HAZM
Quisiera rajar mi corazón con un cuchillo,
meterte dentro y luego volver a cerrar mi pecho,
para que estuvieras en él y no habitaras en otro,
hasta el día de la resurrección y del juicio final;
para que moraras en él durante mi vida y, a mi muerte,
ocuparas las entretelas de mi corazón
en la tiniebla del sepulcro.
meterte dentro y luego volver a cerrar mi pecho,
para que estuvieras en él y no habitaras en otro,
hasta el día de la resurrección y del juicio final;
para que moraras en él durante mi vida y, a mi muerte,
ocuparas las entretelas de mi corazón
en la tiniebla del sepulcro.
martes, 2 de diciembre de 2008
EL AÑO DE HOPPER, 11: NOVIEMBRE, HABITACIÓN DE HOTEL (HOTEL ROOM, 1931)
Le dolían las articulaciones de los dedos. Sudaba el cuerpo y dejó la ropa a los pies de la cama; se desnudaba entonces despacio, para notar su cuerpo, pasando el dorso de la mano por su cintura, con los dedos doloridos en las trabillas del pantalón. Se quitó despacio los calcetines, como él hiciese en aquella fotografía. La calefacción es insoportable en el cuerpo acostumbrado a las temperaturas rígidas de las ranuras de su casa. Habría sido imposible volver al hogar de siempre, donde esperaba la llegada de la sangre, de golpe en el pecho, a pesar de los años transcurridos. Habría sido imposible convivir en la misma ciudad con su hermano amancebado, con su hermano acompañado en la puerta de unos grandes almacenes, con una mujer que se le antojaba mancharía su cuerpo -tan exacto a él mismo- y que rasgaba con las uñas el pasado infantil, el encierro de la adolescencia en el amor mutuo, más que fraterno. Nadie puede concebir el dolor que siente el otro. Ni la mueca extraña que trae la muerte violenta, sin lo apacible del padre muerto. Por eso se refugiaba en el lugar tan común, un hotel tan parecido a todos los hoteles, todo simple y austero, vacío el armario del cuarto de baño con una sola y antigua pastilla de jabón. Una toalla que reponer. Sólo papel de membrete en la mesita, una tarifa de precios en temporada alta y baja. Sus ojos recorrían las imágenes que ya viese en la pantalla o leyese en los libros, novelas de los hoteles comunes, poemas de los lugares comunes, todos los detalles iguales como la realidad, intentando expresar la soledad en las habitaciones de hotel. Le pareció torpe el intento de enmascarar la soledad en las habitaciones de hotel y las fotografías. Pero él no tenía fotografía alguna, porque se encerró con lo puesto. Ni siquiera podía deshacer lamentable la maleta como los protagonistas de los viajes románticos, cada patria donde cayese el sombrero, fracasados, sin un lugar donde caerse muertos. El sí tenía un lugar donde caerse muerto -y nunca más cierto: caerse, hundirse, penetrar profunda y lánguidamente- un lugar donde morir y perderse de recuerdos. No era necesaria aquella fotografía del amor quitándose los calcetines negros, pues todos los espejos están en las habitaciones de hotel. Era la ventaja del huevo materno. Cuando se miró en el espejo, con la rodilla en la barbilla casi, flexionado sobre el calcetín, era su hermano en la fotografía. Delataba el lunar, su lunar en el espejo era simétrico, el lunar que tuviese el amor de los calcetines, aquel que no enrojeció como el rostro sin aire, en un forcejeo tan equilibrado. Nadie puede saber qué siente el trágico. Pensó en el embarcadero de los juegos adolescentes, el lugar de comunidad de la muerte. Se enfrentó así a la crueldad del suicidio, a la cobardía en el pensamiento, la valentía en la decisión y las consecuencias. Se acordó del familiar del cuello rajado, del padre llevado por los ojos empequeñecidos, de tantos que se fueron por la puerta. Sintió el deseo de unirse a la comitiva, tomar la antorcha y encabezar la procesión nocturna por los senderos del bosque que llevan al embarcadero. Quiso dejarse ir en el arranque y no tener que explicar a nadie historias oscuras y causas que el tiempo llevaba. Quiso romper el espejo poco a poco y terminó dibujando lunares con un lápiz de labios olvidado. Volvió a vestirse y tomó rumbo a la costa. Había decidido elaborar un recuerdo silencioso que nadie conociese: la muerte sola.
TODOS LOS CUADROS
lunes, 1 de diciembre de 2008
LA NATURALEZA DEL ESCORPIÓN, DE AURORA PINTADO
la historia que hoy te cuento no es nueva
tampoco es antigua
simplemente es permanente
he venido para decirte
que duermo de pie como los caballos
y que
igual que los ojos se me vierten sobre ti
llega la tarde y me tiende un cerco
he venido para dejar caer unas palabras
que hagan ruido al romperse
he venido para demostrar
que se puede navegar la inmensidad de puré de coral
he venido frágil y solícita
como nunca antes
he venido furiosa y radiante
como siempre ha sido.
tampoco es antigua
simplemente es permanente
he venido para decirte
que duermo de pie como los caballos
y que
igual que los ojos se me vierten sobre ti
llega la tarde y me tiende un cerco
he venido para dejar caer unas palabras
que hagan ruido al romperse
he venido para demostrar
que se puede navegar la inmensidad de puré de coral
he venido frágil y solícita
como nunca antes
he venido furiosa y radiante
como siempre ha sido.
REFLEJOS, DE PEPE RAMOS
Ahora que llevas meses
sin verla, que es martes
y estás solo y borracho
en una cuneta
te das cuenta de que
ella tenía razón:
algo no funciona
entre vosotros.
sin verla, que es martes
y estás solo y borracho
en una cuneta
te das cuenta de que
ella tenía razón:
algo no funciona
entre vosotros.
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