viernes, 26 de septiembre de 2008

EL AÑO DE HOPPER, 06: JUNIO, TRASNOCHADORES (PRETTY PENNY, 1939 Y NIGHTHAWKS, 1942)







Pero esta imagen no estaba en la sucesión de la historia. Era la única convicción que arrastraba en la noche. Durante años creí que la noche era tan voluble como yo, y con el tiempo supe que nadie debe vencer a su enemigo, que las retiradas a tiempo son derrotas, que los príncipes de la noche también tienen cuarteles de invierno, días de descanso entresemana, territorios incontrolables, víctimas, compañeros y extrañas formas del amor. Estaba la convicción en el estómago, serían maneras hepáticas de decir adiós para siempre. Yo debía estar en una gran casa, luminosa, a plena luz de la mañana de junio, atravesar una verja, pisar el césped, encontrar a quien busco -en pantalones deportivos, con una raqueta en la mano, con una sonrisa feliz y una mala noticia por mi parte. Pero yo estaba en una calle sorda, en el desasosiego nocturno. Yo introducía en el devenir de las cosas una imagen de un bar que encontré en un bar, y la calle estaba sola a esas horas. Esperaba que allí en la barra, los personajes recordasen algo que no les pertenecía, que nada tuvo que ver en sus vidas. La casualidad los puso lejos del engarce de las situaciones, y cerca del sentido de mi imaginación. Los trasnochadores estaban tan relajados como de costumbre y bajo ellos una acumulación de tabaco y fotografías antiguas, calendarios, provocaciones, bocetos, taburetes fijos y servilleteros. Todo estaba a través del cristal. No puedo aún explicar cómo llegué hasta allí. Sólo puedo hablar del bar y la calle oscura. Lo cierto es que traspasé el cristal y las caras eran conocidas después de tanta mirada fija durante tanto tiempo. Pedí café como los demás y comentamos, el camarero y yo, el clima extraño que nos trajo junio. Nadie podía confiar en mí. Reconozco sus facciones precisas y los colores vivos, la mujer atractiva y el camarero lavando vasos. Y aquel tipo a quién no conseguía ver el rostro, aquel que me evitaba. Luego supe que ya conocía su cara, pues era igual a la de ciertos muertos que pude conocer. Todo el relato está roto, porque siempre aparece de espaldas aquel a quien busco. Cuando el hombre y la mujer rubia iniciaron con el barman otra conversación sobre los yankees, el tipo que yo buscaba hundió su barbilla y quedó excluido para siempre de la charla. Si al menos hubiese reconocido su voz, el año habría terminado en ese momento. Fue entonces cuando la imagen quedó perdurable, con la sensación de quietud de los museos y los cuadros, abandoné a través del ventanal aquel café. Estaba de nuevo al inicio de la investigación. Definitivamente, no debí salir de las historias prefijadas, de aquello que debió suceder: la visita a la enorme casa luminosa del hombre sin rostro, o con el mismo rostro de los muertos que a veces acierto a recordar. Pero aquella salida de tono, aquella visita otra me llevó a la convicción que corresponde a los noctámbulos. La solución debió estar allí, como diciendo adiós desde el hígado.

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