miércoles, 8 de octubre de 2008

LOS GÉNEROS DEL DOLOR Y EL ABANDONO: 03, TATUAJE, TANGO PORTUARIO

Según el profesor Juan Carlos Rodríguez, Tatuaje figura entre los mejores tangos de la historia. Y no es un simple juego de ideas. Tatuaje se circunscribe a la tónica de la historia contada, tratada y desenvuelta, como si se cantase un tango. Cumple todos los requisitos. No sólo por cierto resabio a bandoneón, evocador de los acordeones portuarios y en las camisetas a rayas marineras. La historia de la tabernera de puerto enamorada del marinero nos traslada a una Madama Butterfly occidental cautiva ante el marinero anglosajón, o nórdico, que no le promete amor eterno, sino que muy al contrario, le confiesa la existencia de un amor perpetuo, grabado en la piel. Nos trasladará ese nombre tatuado del dengue a la sequedad de la sordidez.
Pero al contrario que en tantas coplas no existe el despecho. La tabernera se envenena, y como en un juego de espejos, se metamorfosea y se convierte en protagonista de una historia calcada íntegramente a la de aquel que le cautivó y la condujo a tal situación. Será ella quien deambule por los puertos buscando aquel amor, tatuado ahora en su piel. Como una ronda, como un contagio constante, la mordedura del vampiro, ella cuenta por las barras su desesperación y desconsuelo, proponiendo una reinvención, una continuación del ciclo. La voz femenina cuenta el pasado sufrido ajeno y el presente sufriente propio en idénticos pasajes. He aquí donde el nombre, ese nombre desconocido, secreto, mágico como un conjuro, es la ligazón que denota la dolencia. Es el propio nombre el que daña y quema hasta quedar grabado a sangre, junto al corazón.
La presencia del nombre es el elemento imprescindible de Tatuaje y queda avisado en la primera referencia al nombre extranjero de un barco que lleva a un marino hasta la barra de una taberna donde se inicia el calvario bífido de la copla. Si fuese un tango, el puerto sería el Río de la Plata, donde atracan continuos barcos europeos, donde un alemán abandona un bandoneón, unos marineros finlandeses se llevan para siempre a su país unas partituras y una tabernera puede allí lidiar con hombretones altos y fuertes que se derrumban ante los amores perdidos y abandonados en otros puertos. Pero esa liviandad que el tango perfora en los personajes femeninos no aparece. Ese irreversible destino de herir al macho está ausente. Ni una Ivette loca, ni una Margot deslumbrada por las riquezas aparentes, ni la que hizo perder la cabeza, la juventud, los amigos… Es el marino quien va arrastrado por un destino, por la fatalidad y la fidelidad del nombre grabado. Es la mujer la que sin error es infectada. Sin voluntad, o contra ella. De ser un tango sería un tabernero rudo pero enamorado y una marinera rubia fumando en pipa, como las soñase Dalí. Pero no. El tabernero habría tomado el rumbo del convicto de cabeza gacha, sin un desplante al cielo para limpiarse las narices en las estrellas, como pregonaba Brel. La marinera nos habría aparecido indemne, sometida al destino fatal e irreversible del amor cautivo.
El paso subterráneo de la copla al tango reside en el ciclo. No en los roles de género, que se hallan trastocados. Está en el juego de espejos, en la repetición estrófica de la misma historia, en el contagio y el veneno. En la fatalidad de un mismo destino ante el que sucumben ambos personajes. Y al fondo, el nombre grabado, un nombre que no puede ser el mismo, como se empeñan en apuntar los adjetivos posesivos, pero que ataca al mismo lugar: el centro del corazón.

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