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En mi familia comemos arancini. Es una de los efectos maravillosos de la literatura: el influjo en los gustos y costumbres de los lectores. Disfrutamos en fechas señaladas de los arancini que hace Isabel, la Mama, unas bolas de ragú y arroz, rebozadas y fritas, porque es uno de los platos favoritos de Montalbano, el inspector siciliano creado por Andrea Camilleri. Hay quien come arancini en mi casa y jamás ha leído a Camilleri, pero se come a Camilleri.
Sicilia es una región señalada por la historia viscosa de la mafia, pero es una isla brillante, agreste y exuberante. Hay tres voces literarias que marcan, cada cual a su manera, la voz de la isla en las últimas cinco décadas. Son las voces de escritores que nacieron en los años veinte –cercano ya su primer centenario— y vivieron marcados por la dictadura fascista, la II Guerra Mundial, la Italia feliz de los cincuenta y la convulsa de los años setenta. Son: la poderosa y reflexiva voz de Leonardo Sciascia; la madura y frugal de Gesualdo Bufalino; y la ágil y prolífica de Andrea Camilleri. El maestro de Porto Empedocle ha fallecido de paro cardíaco el pasado miércoles en el hospital Santo Spirito de Roma, ciego desde hace unos años, padeciendo por una rotura de fémur, una afección propia de un nonagenario, pero qué noventa años.
Camilleri empezó a publicar tardíamente, como Bufalino, superada ya la cincuentena. Casi otros cincuenta años más nos ha ofrecido de publicaciones, como si la primera parte de su vida fuese una preparación para lo que estaba por llegar. Pero la intensidad creativa llegó en los años noventa. Hace un cuarto de siglo creó al comisario Salvo Montalbano, de la imaginaria ciudad de Vigàta, protagonista de más de treinta títulos y cuyo apellido es un explícito homenaje a ese otro escritor mediterráneo y negro, defensor de la justicia y la gastronomía, Manuel Vázquez Montalbán. Dudo que haya existido un premio más merecido que el Premio Carvalho que se otorgó a Camilleri en 2014.
La obra de Camilleri, en su país y en el extranjero, ha trascendido mucho más allá de la literatura. No sólo provoca cambios en la dieta de algunos lectores, sino que, paradójicamente, Montalbano ha alcanzado gran fama a través de una serie de televisión que disfrutan en más de cuarenta países. La paradoja es que Camilleri sobrevivió muchísimos años en la RAI, corrigiendo guiones televisivos, donde su manifiesta tendencia comunista le impidió, durante un tiempo, ser funcionario. El miércoles, el Senado italiano, con un largo aplauso, ha recordado a un autor cuya vejez nunca le ha impedido enfrentarse con acidez y sarcasmo a las últimas ocurrencias de Matteo Salvini.
Camilleri forma parte de otra tríada inigualable: con Montalbán y Petros Márkariscompone una generación de escritores de la ribera mediterránea, comprometidos, que encontraron —y buscaron— en la novela negra el campo donde mantener viva la novela social. Nos quedan aún guías —el propio Márkaris, o Madrid, Martín— y su simiente persiste en autores de posteriores generaciones que transitan el camino abierto por los maestros y exploran sus límites.
La obra de Camilleri es descomunal, sobre todo a partir de su jubilación. En el siglo XXI ha publicado más de cincuenta títulos que no protagoniza Montalbano. No hubo año en que al menos tres o cuatro libros no se añadiesen a su catálogo, si bien es cierto que en los tiempos más recientes hubo mayor pausa, menor número de dosis. Ahora que la larga y fructífera vida de Camilleri ha llegado a puerto verá la luz su novela póstuma, la que escribió hace casi quince años, que culmina la serie de Montalbano, y que solo podría ser publicada tras su fallecimiento. Esa novela se ha convertido para algunos en un mito, un juego especular, metaliterario. En tanto esperamos este golpe teatral final, en casa seguiremos leyendo sus libros, sus líricas e irónicas aventuras. Seguiremos comiendo arancini, es algo que ya ha quedado en la familia.
Alfonso Salazar
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