Desde la loma donde se asentaba el cementerio musulmán llamado del Jardín Alto –Arrauda el‑Oleya–, el visitante descubre una panorámica desconocida del Albaicín: el barrio se descuelga hacia el cauce del río Darro y, más allá, se levanta la colina roja, cuajada de vegetación, que sirve de pedestal a la omnipresente Alhambra. El corte transversal del barrio resulta inédito para una vista acostumbrada a la perspectiva de las tarjetas postales. En aquel cementerio, al cual se accedía por la desaparecida Puerta del Osario, los cristianos erigieron a principios del siglo XV la llamada Cruz de la Rauda, al pie del promontorio que sirve de mirador.
Granada es ciudad de colinas y
cuestas: en su accidentado terreno reside su belleza. Granada es también una
ciudad que ofrece diversos puntos de vista, alturas, panorámicas variadas y
callejones que descubren siempre una nueva visión del enorme monumento rojo –«esqueleto
de sultana» que decía García Lorca–. En la ciudad de las colinas, a la que
algunos buscaron la fundación mítica de las siete reservada a Roma, una tiene
fama mundial por acoger en su cumbre el inevitable e impresionante conjunto
monumental de la Alhambra –en la colina roja–, el más importante de los
palacios árabes conservados en Occidente. Frente a la Alhambra se yergue otra
colina donde descansan unos barrios, con más antigüedad que el propio Palacio
Nazarí. Este grupo de barrios, de estructura musulmana, con calles estrechas –difíciles,
pero que propocionan sombra– es conocido como el Albaicín. Barrios que en otros
tiempos gozaron de los colores azules, rojos y verdes en sus tejados, puertas y
persianas y que actualmente se ciñen a la imagen, poco fiel a su tradición, de
los pueblos blancos, encalados e impolutos.
La historia del Albaicín, y por
extensión la de Granada, llegó a su punto crucial en la instauración de
iglesias en mezquitas y cruces diseminadas por el barrio. La llegada de los
castellanos –y su enfrentamiento con los moriscos a lo largo del siglo XVI–
marcó la fisonomía del Albaicín. Se conservan los aljibes –depósitos de agua
subterránea– anejos a las ubicaciones de las mezquitas –hasta treinta en la
época nazarí– y sobre ellas se edificaron los templos cristianos,
reconvirtiendo los alminares en campanarios. Así permanece el Albaicín, a pesar
de la brutalidad ejercida en el recinto por parte del moderno urbanismo, sobre estratos
de civilizaciones.
El devenir del barrio se pierde en
siglos y leyendas. Allí debió ubicarse el foro romano de la antigua ciudad de
Ilíberis, municipio del Imperio y sede de un famoso concilio. Así pretendieron
probarlo unos improvisados arqueólogos autóctonos en el siglo XVIII, cuyos
alocados trabajos les acarrearon más de un juicio por falsificación. Sería allí
donde se dieron los primeros asentamientos árabes en Granada, inicio de lo que
sería la época dorada de la ciudad. Pocos años después de la derrota visigoda
junto al Guadalete, el wali de Ilbira Ased ben Abderrahman el Xeibani ordenaría
obrar en el recinto de la colina que se eleva en la margen derecha del río
Darro. Allí se elevó la Alcazaba –llamada Casbah Cadima, o Alcazaba vieja tras
la construcción de la Alhambra– que aún pervive, en lamentables condiciones. La
casbah determinó el crecimiento del barrio, comenzaron a fundirse los barrios
originales. Uno de ellos, el Albaicín tomaría su nombre al ser lugar de acogida
y refugio de los musulmanes expulsados de Baeza y Úbeda tras la conquista
castellana por las tropas del rey Fernando III en el año 1227 y que se
asentaron en los extrarradios, al noroeste de la antigua ciudadela, llamándose
así «Rabad al Baecín» –arrabal de los baezanos–. Pero parece ser que la
filología no soporta esta hipótesis. Más bien, su origen reside en la
denominación de Arrabal de los halconeros. El impulso, sin embargo, que toman
los asentamientos en esta época es capital. La vieja ciudadela se amplía y toma
la forma que mantiene en la actualidad: la muralla construida entonces sólo se
mantiene algunos trechos en pie. Pero se conservan puertas de acceso de la
época, e incluso anteriores: Arco de Elvira, de Monaita, de Fajalauza, de las
Pesas o Puerta Nueva, del Postigo...
Si la dinastía Nazarí en el siglo
XIII emplazó en la colina contigua su palacio real –la Alhambra–, dos siglos
antes la dinastía Zirí se decidió por la colina del Albaicín, la embelleció y
elevó sobre esta sus residencias reales. La dinastía Zirí, tras la caída del
califato, erigió Granada en capital de su reino y rehízo las antiguas murallas
de Xeibaní. El fundador de la dinastía, Zawi ben Ziri, promovió el traslado
definitivo de la población de la vecina ciudad de Elvira hacia el nuevo
recinto. La ciudad ya se había apropiado del nombre que recibía el
asentamiento judío del Mauror, pequeña
colina más al sur de la Sabika –o Barranco de la Plata derretida– junto a la
colina donde se levantaría posteriormente la Alhambra. Tal asentamiento tenía
por denominación «Garnatha al Yeud» –villa de los judíos–. El tercer monarca
Zirí, Badis ben Habús, edificó un espléndido palacio que recibió el nombre de
la Casa del Gallo del Viento. Su ubicación sería reutilizada por los nazaríes
para erigir el Palacio de Daralhorra –residencia de Aixa, la madre de Boabdil–
y por los castellanos para el uso de la Casa de la Lona, lugar de mercadería de
sedas y lienzos. La mítica Casa del Gallo del viento estaba rematada por una
veleta con la imagen de un guerrero a caballo. Dice la leyenda, que sería
recogida por Washington Irving en su colección de Cuentos de la Alhambra, que
el rey Badis consideraba al guerrero un talismán, el guardián de al Ándalus,
que poco pudo hacer ante las invasiones beréberes que terminaron con el poder
zirí en el siglo XI.
La posterior historia del barrio
enlaza con el esplendor de la dinastía nazarí y el progresivo ensanche del
amurallamiento que vino a unir el recinto del Albaicín genuino con la vieja casbah.
Ni siquiera la construcción de la Alhambra en el siglo XIV restó importancia a
un barrio que contaba con una población cercana a los 30.000 vecinos.
La llegada de las tropas
castellanas conllevó la reforma de las mezquitas, la fundación de iglesias, la
construcción de las bellísimas torres de los mudéjares –de los moriscos, o
musulmanes respetados por los castellanos y con la categoría de vasallos– y el
derrumbe de parte de la muralla y algunas antiguas puertas de acceso a la
ciudadela. Fue el Albaicín quien alimentó las rebeliones moriscas del siglo
XVI. Eran frecuentes los altercados entre los mudéjares y las guarniciones de
soldados castellanos. La leyenda refiere el inicio de un motín a fines del siglo
XV cuando unos alguaciles prendieron a una morisca que fue liberada por un
grupo de moriscos armados. Estos, envalentonados, cercaron la casa del Cardenal
Cisneros y fueron disueltos por las tropas del Conde de Tendilla establecidas
en la Alhambra. Pero sería la orden de cierre de los baños públicos y la
obligación del cambio de indumentaria mudéjar la que encendería definitivamente
la mecha de la rebelión en la navidad del año 1568.
Moriscos de la comarca de la
Alpujarra, al sur de la ciudad, iniciaron la revuelta. En el Albaicín se
fraguaba un plan que se pondría en marcha el mismo 2 de enero, aniversario de
la entrada de los Reyes Católicos en la ciudad. El plan pretendía atacar
simultáneamente, desde tres puntos del Albaicín, la cárcel, la Chancillería y
la sede de la inquisición. El impulsivo Abén Farax, tintorero, y uno de los
principales conjurados, entró con sus tropas reclutadas en pueblos cercanos, de
noche en el barrio. Pocos fueron los vecinos que respondieron a su llamada
rebelde. Abén Farax dio al traste con el plan del motín y hubo de huir ante la
terrible respuesta castellana. Las consecuencias de la frustrada rebelión –y el
posterior castigo– fue la ruina del Albaicín. Casi toda su población fue
expulsada, y a principios del siglo XVII, no tenía más de un millar de vecinos.
La Chancillería facilitó a todos aquellos que estuviesen dispuestos al cuidado
de las casas, el acceso a la propiedad. Este fue el momento del abandono
definitivo de la población mudéjar y el asentamiento de la población cristiana
otorgó otro de los rasgos característicos del barrio, que se extendió en los
siglos siguientes: las hornacinas con imágenes de vírgenes y santos repartidos
por las fachadas.
En los siglos siguientes, el
Albaicín se adornaría con nuevas construcciones: la Casa de la Lona, la Casa de
los Mascarones –que fue habitada por el poeta Soto de Rojas y el imaginero José
de Mora– y otras casas solariegas, e iglesias donde aparece la mano de Diego de
Siloé. Desde entonces hasta ahora, muchos han sido los edificios derruidos, las
obras urbanísticas inconvenientes, el abandono paulatino del barrio a lo largo
del siglo XX, el irreparable daño del tráfico rodado, pavimentaciones
inadecuadas, tala de árboles, ruina de antiguas casas de moriscos ante la
indiferencia y desconocimiento de sus dueños y tantas otras calamidades.
Aquel barrio que cautivó a los
visitantes europeos –escritores, grabadores, pintores, músicos– a fines del
siglo XIX y principios del XX sobrevive en el XXI visitado por turistas y
bohemios, a duras penas, a pesar de ser Patrimonio de la Humanidad desde el año
1995. Se mantiene en pie y, poco, a poco pretende recuperar el esplendor
perdido, sigue ofreciendo esa imagen inédita de la ciudad; un monumento y un
barrio siempre presente en los tratados de Arte. No en vano, los habitantes del
Albaicín, cuando bajan la Cuesta de San Gregorio hacia el corazón de Granada,
siguen diciendo «Bajo a Granada». Como si el barrio fuese otra ciudad. Como
hace mil años.
ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN, 2023
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