domingo, 1 de febrero de 2009

DETECTIVES EN LA GUANTERA 08: MARIO, EL CONDE, DE LA HABANA




No es Mario Conde nombre único para banqueros caídos en desgracia. Mario, llamado el Conde, es un policía viboreño, que tras más de diez años en la Central sigue preguntándose por qué se hizo policía. Sólo descubrió por qué dejó de serlo.

Cuatro novelas forman el cuerpo central donde el cubano Leonardo Padura narra las andanzas de Mario, el Conde, en el año de 1989, cuando todos los muros se caían abajo en la Europa del Este pero perduraban los muros y bloqueos sobre Cuba, muros por dentro y por fuera. En las cuatro estaciones de aquel año se desarrolla esa tetralogía. Mario Conde es un hombre que busca una historia escuálida y conmovedora que contar. No tiene aún los 36, es policía pero quiso ser escritor. Casi ninguno de sus amigos es aquello que quiso ser: casi todos venidos de aquel Preuniversitario del barrio de La Víbora. Carlos el Flaco –que ya no es flaco, dice Padura, como un epíteto continuo, desde que una bala en Angola lo dejó postrado en una silla de ruedas-; Candito el Rojo al filo de la ley y, posteriormente, Biblia en mano; Andrés, el médico, el hombre triunfador que guarda la amargura de su existencia para el final; el Conejo, que considera que todo lo explica la Historia pero nada explica su vida; Jose, Josefina, la cocinera –no podía faltarle la cocina a un detective, aunque en este caso más que cocina es magia creativa, o cómo cocinar con casi nada-; Tamara, la dulce Tamara, que pensó que su marido era impoluto y resultó no ser el chaval perfecto del “Pre”, el compañero de Partido.

Secundado por una pandilla muy bien trazada, a la que se unen su jefe, el Mayor Antonio Rangel, y su escudero, el sargento Manolo Palacios, Mario el Conde resuelve casos que, casi siempre, tienen que ver con los escenarios de su pasado. Busca, como una lagartija busca el sol, un amor que caliente la existencia sombría y desierta, como el páramo de su refrigerador. Intenta historias, rompe cuartillas, bebe ron hasta la ingesta dolorosa, desayuna duralginas para la resaca, se acompaña de un pececillo en casa que morirá de inanición, y pasea La Habana, la vieja y la nueva, con paso de tristeza infinita, como un bolero continuo.

Esas cuatro novelas del 89 tienen dos codas finales. Una primera, Adiós, Hemingway, devuelve a Mario Conde a la resolución de un antiguo hecho: el hallazgo de un cuerpo enterrado en la casa de Ernst Hemingway, muerto que data de la época del suicidio del norteamericano. Padura se sirve de Conde, fuera ya de la policía y dedicándose a la compraventa de libros de segunda mano, para expiar sus culpas y solventar sus pasmos con el autor, con el maestro desvencijado, forjando un homenaje en la prerevolución. La segunda coda, y la más reciente en la línea temporal, La neblina del ayer –título escogido entre los versos del tremendo bolerazo de Expósito-, sucede casi quince años después. Pareciese que tras la vida de El Conde y sus amigos se dibuja un perfil de Cuba, una pequeña historia en sus cincuenta años de Revolución. Desfilan homosexuales apartados como lepra de la sociedad, bujíos ilegales donde regarse con una cerveza, contrabando, cigarrillos de marihuana a los que seguir como pista –qué tiempos aquellos en que un cigarrillo, y no un alijo, eran una buena pista-, hombres del Gobierno que se sirven de su poder para enriquecerse con un lector de CD, cualquier otra baratija, una buena caja de puros, o preparan su pequeño éxodo a Miami… Retornados sospechosos, gusanos ricos y pobres, y de fondo, el gran ciclorama del Trópico, los huracanes como metáfora, los grandes coches invencibles del 56 que transitan los bulevares, donde los edificios coloniales dan sus últimas boqueadas.

Con un lenguaje que ensalza la cercanía, Padura nos mete de lleno en el ritmo musical de la conversación cubana, en las artes de Josefina para preparar un plato de Camagüey, en las colas de la escasez, en los partidos de béisbol que paran la ciudad y llena la televisión, en los bares donde el ron se termina –es decir, que ya no queda más, definitivamente- antes de las seis de la tarde, en el aroma dulzón de un buen cigarro y en esa podredumbre que rodea a todas las ciudades, con sus muertecitos por medio. Y café, mucho café.

El diseño que ofrece el autor nos introduce también en un proceso estacional que nos hace acompañar a los protagonistas por el invierno, la primavera, el verano y el otoño. Ese esquema guardan las primeras cuatro novelas, el ascenso y descenso de Mario Conde por su escaso convencimiento de ser un policía y esa caída del caballo, proporcionada por la máquina burocrática. Se desbroza así todo el paisaje de La Habana, desde las terrazas cercanas a la Rampa donde el mar sacuda el calorín hasta la llegada del huracán que promete lavarlo todo. Cuatro estaciones habaneras con codas y sobre todo la final, asentada, donde contemplar qué caminos tomó el régimen, de dónde vinieron y adónde llegaron aquella generación nacida en la Revolución, a quienes tanto les prometieron –y tanto les ordenaron- y llegados su medio siglo se perdieron, o tuvieron la necesidad de seguir creyendo: aunque sea en otra cosa.

Porque de creer y de fe tratan las novelas Padura Fuentes: la fe inquebrantable en el ser humano: ya sea la masa amorfa de Carlos el Flaco, amoratado de ron oyendo Credence; de la entereza de Andrés pidiendo salir del país, por la vía de la legalidad, a pesar de la purgas; la sustitución que hace Candito de la vida fácil del palo por los cantos adventistas. Y creer, sobre todo, en el propio Mario el Conde, descendiente de canarios, de un abuelo que se le murió cuando prohibieron pelear a los gallos y ya no podía afilar sus espolones, ya solamente espolones de la memoria.
Con un grave conocimiento de la música de la época –la que se podía oír en Cuba, al fin y al cabo la generación del autor y la de los personajes es la misma-, de la literatura norteamericana y sus preferencias, de la vida de sus mayores y con un plano sentimental de La Habana en la cabeza, Padura destila páginas contundentes, historias que seguir con fruición, consiguiendo al fin aquella historia escuálida y conmovedora que Mario el Conde siempre quiso escribir. Ciertos guiños nos indican que pudiese ser así. Que esta historia de cuatro estaciones habaneras y dos codas, con neblina y autor borracho, sea la novela que Mario el Conde escribió.

La serie de Mario, el Conde, de La Habana:
Pasado Perfecto, Tusquets, 1991, 2000
Vientos de cuaresma, Tusquets, 1994, 2001
Máscaras, Premio Café Gijón de Novela 1995, Tusquets, 1997, 2001
Paisaje de Otoño, Tusquets, 1998, 2002
La neblina del ayer, Tusquets, 2005, también en Círculo de Lectores
Adiós, Hemingway, Tusquets, 2006

Para más información:
novelanegra.org
tusquets
unperroandaluz

Enero 2009, Alfonso Salazar.

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