- ... y me pone otra vez la canción, por favor.
La camarera, con resignación, puso el CD en el número once por oncena vez, repitiéndose. El cliente tamborileaba con los dedos en el vaso de ginebra con yelo, silbaba sobre el bolero, miraba el cristal de la mesa y parecía dibujar la letra: es preferible olvidar que sufrí... Verdaderamente, debía sufrir. Había bebido tantas copas como veces había solicitado la canción, el inolvidable bolero. Y más inolvidable, desde esta noche, en la memoria de la camarera: Caminemos, interpretado por Los Panchos a saber en qué garito de México Distrito Federal. El público (la grabación era en directo) coreaba la canción, desafinaban algunas voces, entraban a destiempo, aplaudían con fervor entre bravos y bravos. El cliente, sin fortuna, no se encontraba entre los elegidos aquella noche que escucharon Caminemos en México D.F.
- Me llenas... y la pones otra vez, por favor.
Los ojos llorosos del cliente, ese amor roto que afloraba, su corazón como un sembrado en obligado barbecho, sin frutos de la última cosecha, y la necesidad más tremenda de fundirse en un abrazo con su bolero, eran razones suficientes para pulsar de nuevo el número 11.
- ... caminemos, tal vez nos veremos... después.
La camarera deseaba no verlo jamás, ni jamás volver a escuchar el bolero. El público de la grabación parecía aplaudir con menos fuerza en cada ocasión, hastiados, con las palmas de las manos deshechas, las gargantas cansadas. Y por suerte, remitían las voces desafinadas, dejando Caminemos en poder de Chucho y los suyos.
- ... y otra vez, por favor.
Trece. El cliente empezaba a llorar.
- Es que se ha ido. Se ha marchado. Me dijo que tal vez nos veríamos después, quién sabe… En los boleros se quedan las verdades grandes del corazón. Se nos rompe el corazón de tanto usarlo, y todo el cuerpo hecho, así como agüita de lágrima. Es así. Viene el amor, como una ola, nos ilumina, nos reside, habita el corazón, lo adecenta, lo siembra, y llega el tiempo de la recolección. Recogemos los frutos y nos disponemos a una nueva siembra, pobrecitos nosotros. Pero el bolero es la tormenta, y la consecuencia, amiga mía camarera, es la escarcha, el corazón bajo la helada, el abandono de los campos, la plaga de la langosta, las siete plagas enteritas, el granizo destruyendo toda la cosecha conseguida. El bolero no es amor. Es desamor. Ni siquiera Toda una vida es amor, mire usted que dice: estaría contigo. ¿Ve, amiga mía? ¡Estaría! No dice estaré contigo. Porque sabe que no estará, la muy puta. Que todo se pierde y uno vuelve con el corazón escampado, yermo, pisoteado, buscando el nuevo cultivo que haga florecer en el corazón esa hierba de la esperanza. Puro teatro. Póngalo otra vez, señorita, por favor.
La camarera asintió. Qué remedio. El fin del discurso del tipo cansado culminaba en la huida de los clientes últimos, deseosos de abandonar el local y no soñar con Chucho Navarro cantando en su cama no, no concibo que todo acabó. Tampoco concebía la camarera que todo terminase al fin, cuando pulsó, por vez catorce, el número once.
- Catorce -se dijo. Sólo quedaban dos intereses: hasta dónde aguantaría la canción y hasta dónde aguantaría el cuerpo diminuto del cliente la ginebra.
Fue en la vigésimo primera. Una guitarra dejó de oírse. Pensó el cliente que el disco estaba rayado, hacía ya varias rondas que el público en directo ni respiraba, como si se hubiesen marchado a otro local. Aunque era el mismo CD: se oyó la voz de Chucho por los altavoces:
- Lo sentimos, jefe, pero es hora de cerrar. -Los Panchos callaron al unísono, haciendo titilín con las guitarras- Si hace usté el favor de acabar. Estamos cansados.
El cliente no podía creer sus oídos.
- ¿Ha oído, señorita? -dijo.
La chica, soñolienta, afirmó con la cabeza.
- 21. -bostezó.
- No, quiero decir, lo que dicen.
- 21 veces, si ya me lo sé de memoria- dijo ella, entre sueños.
- Si dejan de discutir, se lo agradecemos los compadres y yo -decía la voz vieja de Chucho por los altavoces-. Hay que hacer caja, hay prisa ya, y ya no hay casi nadie. Si hace usté el favor, jefe.
- ¿Lo quiere oír usted otra vez? -la camarera miraba al cliente con sorna somnolienta y cierta impaciencia.
El cliente miraba al vacío de los altavoces.
- Con su permiso, jefe, nosotros nos retiramos -Los Panchos hablaban unánimes.
Y empezó a escucharse Me voy p´al pueblo por todo el bar.
La camarera, con resignación, puso el CD en el número once por oncena vez, repitiéndose. El cliente tamborileaba con los dedos en el vaso de ginebra con yelo, silbaba sobre el bolero, miraba el cristal de la mesa y parecía dibujar la letra: es preferible olvidar que sufrí... Verdaderamente, debía sufrir. Había bebido tantas copas como veces había solicitado la canción, el inolvidable bolero. Y más inolvidable, desde esta noche, en la memoria de la camarera: Caminemos, interpretado por Los Panchos a saber en qué garito de México Distrito Federal. El público (la grabación era en directo) coreaba la canción, desafinaban algunas voces, entraban a destiempo, aplaudían con fervor entre bravos y bravos. El cliente, sin fortuna, no se encontraba entre los elegidos aquella noche que escucharon Caminemos en México D.F.
- Me llenas... y la pones otra vez, por favor.
Los ojos llorosos del cliente, ese amor roto que afloraba, su corazón como un sembrado en obligado barbecho, sin frutos de la última cosecha, y la necesidad más tremenda de fundirse en un abrazo con su bolero, eran razones suficientes para pulsar de nuevo el número 11.
- ... caminemos, tal vez nos veremos... después.
La camarera deseaba no verlo jamás, ni jamás volver a escuchar el bolero. El público de la grabación parecía aplaudir con menos fuerza en cada ocasión, hastiados, con las palmas de las manos deshechas, las gargantas cansadas. Y por suerte, remitían las voces desafinadas, dejando Caminemos en poder de Chucho y los suyos.
- ... y otra vez, por favor.
Trece. El cliente empezaba a llorar.
- Es que se ha ido. Se ha marchado. Me dijo que tal vez nos veríamos después, quién sabe… En los boleros se quedan las verdades grandes del corazón. Se nos rompe el corazón de tanto usarlo, y todo el cuerpo hecho, así como agüita de lágrima. Es así. Viene el amor, como una ola, nos ilumina, nos reside, habita el corazón, lo adecenta, lo siembra, y llega el tiempo de la recolección. Recogemos los frutos y nos disponemos a una nueva siembra, pobrecitos nosotros. Pero el bolero es la tormenta, y la consecuencia, amiga mía camarera, es la escarcha, el corazón bajo la helada, el abandono de los campos, la plaga de la langosta, las siete plagas enteritas, el granizo destruyendo toda la cosecha conseguida. El bolero no es amor. Es desamor. Ni siquiera Toda una vida es amor, mire usted que dice: estaría contigo. ¿Ve, amiga mía? ¡Estaría! No dice estaré contigo. Porque sabe que no estará, la muy puta. Que todo se pierde y uno vuelve con el corazón escampado, yermo, pisoteado, buscando el nuevo cultivo que haga florecer en el corazón esa hierba de la esperanza. Puro teatro. Póngalo otra vez, señorita, por favor.
La camarera asintió. Qué remedio. El fin del discurso del tipo cansado culminaba en la huida de los clientes últimos, deseosos de abandonar el local y no soñar con Chucho Navarro cantando en su cama no, no concibo que todo acabó. Tampoco concebía la camarera que todo terminase al fin, cuando pulsó, por vez catorce, el número once.
- Catorce -se dijo. Sólo quedaban dos intereses: hasta dónde aguantaría la canción y hasta dónde aguantaría el cuerpo diminuto del cliente la ginebra.
Fue en la vigésimo primera. Una guitarra dejó de oírse. Pensó el cliente que el disco estaba rayado, hacía ya varias rondas que el público en directo ni respiraba, como si se hubiesen marchado a otro local. Aunque era el mismo CD: se oyó la voz de Chucho por los altavoces:
- Lo sentimos, jefe, pero es hora de cerrar. -Los Panchos callaron al unísono, haciendo titilín con las guitarras- Si hace usté el favor de acabar. Estamos cansados.
El cliente no podía creer sus oídos.
- ¿Ha oído, señorita? -dijo.
La chica, soñolienta, afirmó con la cabeza.
- 21. -bostezó.
- No, quiero decir, lo que dicen.
- 21 veces, si ya me lo sé de memoria- dijo ella, entre sueños.
- Si dejan de discutir, se lo agradecemos los compadres y yo -decía la voz vieja de Chucho por los altavoces-. Hay que hacer caja, hay prisa ya, y ya no hay casi nadie. Si hace usté el favor, jefe.
- ¿Lo quiere oír usted otra vez? -la camarera miraba al cliente con sorna somnolienta y cierta impaciencia.
El cliente miraba al vacío de los altavoces.
- Con su permiso, jefe, nosotros nos retiramos -Los Panchos hablaban unánimes.
Y empezó a escucharse Me voy p´al pueblo por todo el bar.
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