Cine Aliatar
José María
Pérez Zúñiga
Editorial
Valparaíso, Granada, 2017
Publicado en Quimera, nº 404, julio-agosto 2017
Sobre la generación X comienzan a caer meses, años, canas y décadas. Los años 80 son un pasado que comienza a alejarse, y como todos los lejanos pasados, comienzan a brillar en su no retorno, obtienen un tono dorado sobre el recuerdo. José María Pérez Zúñiga ha tomado ese pasado y lo ha volcado en la novela “Cine Aliatar”. No destripamos nada si decimos que el cine, el ochentero principalmente, es pieza fundamental. El cine Aliatar fue uno de los símbolos de la Granada cultural, un hermoso edificio levantado en centro de una ciudad de posguerra, con un aprovechamiento del espacio y una fachada que se estudia en los libros de arquitectura.
Fueron muchos los cines de Granada que desaparecieron: Capitol, Astoria, Gran Vía, Olympia, Alhambra, Príncipe, Regio, Goya, Apolo, Palacio del cine… muchos de estos nombres se repetían de ciudad en ciudad, y seguro que en su ciudad, lector -si es otra distinta a Granada y tiene más de treinta y pico años- podrá recordar salas, halls y excavadoras tragándose, de la noche a la mañana, años de sueños y celuloide. De todos los nombres que se podía dar a un cine, Aliatar -por el suegro del último monarca granadino-, era excepcional. Intentó sobrevivir a la moda de los multicines y los edificios plurifuncionales. Quiso seguir siendo cine y hoy es discoteca. Los avatares del cine Aliatar en los años ochenta sirven a Pérez Zúñiga para tramar una historia de amor y abandono que se ilustra en los argumentos de las películas de entonces, con especial predilección por títulos como Blade Runner, Wall Street o Volver a empezar.
El protagonista es un proyeccionista, quien ha surfeado por encima de bobinas analógicas hasta ordenadores que todo lo controlan. Es inevitable, y el autor lo hace, evocar el Cinema Paradiso de Tornatore. Pero al contrario de aquella, en Cine Aliatar el protagonista aventurero solo lo es en las salas de proyección. Solo puede viajar en las funciones de tarde y noche. Son otros los que se van y vuelven, los que vuelan y cumplen argumentos de pantalla en la vida real. Amigos de fiesta, pubs y bares, novios por el paseo marítimo, noches de verano en la arena, indecisiones universitarias, padres injustos y madres achicadas, tiempos transitorios, un realista panorama de nuestra doradísima y desgastada juventud.
Sobre toda la narración que va de los ochenta hasta la primera década del siglo, se coloca, como ineludible explicación de ese presente, el pasado que retumba. Los años ochenta, como cierre de la Transición, confirmó a los jóvenes ochenteros en el papel de debutantes en un mundo más feliz, en un fango feliz, donde fue preferible no preguntar por las aguas que trajeron aquellos lodos. Pero el protagonista bucea en ese pasado, y en las distintas perspectivas, ideologías, victorias y derrotas que podían explicar el mundo de los callados, el de los serviles, el de los purgados y el de los tibios. Son quizá los pasajes más logrados de la novela, aquellos que evocan la campaña de la División Azul o la epopeya de los españoles que murieron en Mauthausen. No es la generación anterior a los protagonistas, aquella generación de nuestros padres que crecieron en la posguerra bajo el silencio y el cerrojazo franquista, sino la generación de los abuelos, una generación que a día de hoy sigue en parte sepulta e innombrada, perdida y sin recuperar. Se mantiene la herida aún abierta. La renuncia absoluta a la cruel herencia franquista debió ser la solución, la de los ochenta y la de ahora. Y ni se dio, ni se da, el paso definitivo.
Alfonso Salazar
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