Había llegado a la ciudad milenaria, frente a él imaginaba que se elevaba en el horizonte la silueta de otro continente. Se paró a mirar fijamente esperando diferenciar en el viento los cuerpos delgados de los jóvenes árabes de los que tanto hablaban en los suburbios de París. El manco lo tomó por la cintura y lo condujo por las estrechas calles mal iluminadas. Marineros borrachos se paraban en las esquinas, se acariciaban unos a otros las nalgas y pretendías masturbarse haciendo piruetas y acrobacias para mantener en pie el pene y la postura. Stilitano lo condujo a una taberna maloliente. “Sube con el señor Norberto”, dijo. El patrón de la taberna salió de la barra y le palpó con manos blandas. Ya en la habitación. Norberto lo aplastó. Penetró tranquilamente hasta que lo tocó con su barriga, lo atraía contra sí con ambas manos, súbitamente horrorosas y potentes; se asombraba de sufrir tan poco. “No duele, no hay nada que decir, sabe tocar”.
Condujo instintivamente el movimiento preciso, como descubriendo una naturaleza casi olvidada desde los tiempos del reformatorio y las durezas corporales del joven Villeroy. Sabía exquisitamente que estaba produciéndose una alteración que hacía de él un hombre en manos de otro hombre. El patrón babeaba y gemía cuando él se apartó delicadamente y empezó a acariciar el vientre enorme de aquel desgraciado que hacía por ocultar un miembro ya gastado. Fue cuando rebuscó el enorme machete entre sus ropas y lo rajó entero. Mientras el patrón se retorcía como queriendo cerrarse en la herida, el joven Jean vio al manco Stilitano en el umbral. “Recoge”, ordenó. Se vistió como pudo, pisando el cuerpo ya casi inerte. “No era preciso que dejases que te la metiese”. Jean quiso no oír la recriminación. “Yo soy tu chulo”. El manco casi lloraba cuando volvieron a la oscuridad del puerto de Cádiz.
Condujo instintivamente el movimiento preciso, como descubriendo una naturaleza casi olvidada desde los tiempos del reformatorio y las durezas corporales del joven Villeroy. Sabía exquisitamente que estaba produciéndose una alteración que hacía de él un hombre en manos de otro hombre. El patrón babeaba y gemía cuando él se apartó delicadamente y empezó a acariciar el vientre enorme de aquel desgraciado que hacía por ocultar un miembro ya gastado. Fue cuando rebuscó el enorme machete entre sus ropas y lo rajó entero. Mientras el patrón se retorcía como queriendo cerrarse en la herida, el joven Jean vio al manco Stilitano en el umbral. “Recoge”, ordenó. Se vistió como pudo, pisando el cuerpo ya casi inerte. “No era preciso que dejases que te la metiese”. Jean quiso no oír la recriminación. “Yo soy tu chulo”. El manco casi lloraba cuando volvieron a la oscuridad del puerto de Cádiz.
(El Erizo Abierto, número 5, abril 1995)
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