Exilio y emigración forman parte del imaginario del tango y la copla. Ya no sólo como contenidos sino también como vivencia de los propios autores e intérpretes. La historia del tango se jalona de emigrantes: turcos, gallegos, tanos, polacos, rusos. Incluso el propio bandoneón presume de haber llegado a los puertos del Mar de la Plata del brazo de un marinero alemán para convertirse en alma de fuelle del tango. No en vano afirma Carlos Fuentes que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos descienden de los incas y los argentinos descienden de los barcos. El aluvión migratorio en la Argentina que cabalgaba entre el siglo XIX y el siglo XX forjó un crisol que influyó de manera contundente en la gestación del tango. Por todos sus costados supura sangres variadas y regustos internacionales. Posiblemente este ingrediente fuese lo que le convirtió en aglutinante de una identidad y en producto de éxito de la marca argentina en el mundo.
El tango sirvió también como equipaje en la maleta del emigrante. Cuando los hijos de los hijos de aquellos europeos que se plantaron en la Boca volvieron a los barcos para emprender aventuras en Europa arrastrados por la barbarie de la dictadura y la miseria, el tango, junto al mate, fue la seña de identidad. Antes, muchos tangos cantaron la marcha, y el retorno, la nostalgia del que huye o se marcha, que lo mismo da para el dolor de la ausencia si fueron las razones económicas o las políticas las que obligaron a abandonar el álbum de recuerdos de la infancia al otro lado del océano.
Debe resonar ya en los oídos del lector los acordes de Volver, el himno de Gardel y le Pera, o Mi Buenos Aires querido, cantados en la borda de un barco que emprende la carrera hacia mar abierto. Y tantos otros tangos cantados desde el exilio infeliz de la noche parisina (Anclao en París). La historia de la ida y la vuelta se adorna en el tango. Así como el tango viajó hasta Finlandia escondido en los petates de los marineros o triunfó en Japón, lugares ambos donde constituye en la práctica una música nacional.
Hablamos de añoranza. La añoranza de los emigrantes en los cafetines bonaerenses evocando las praderas rusas, los valles sicilianos, las serranías andaluzas o los puertos gallegos. Por los viejos cafetines/ siempre ronda los recuerdos/ y un compás de tango de antes/ va a poner color/ al dolor del emigrante, dice Homero Expósito. Aquellas imágenes indelebles que se transmitieron de padres a hijos alumbraron el prodigioso Adiós Nonino de Astor Piazzolla, donde la música no precisa de letra alguna para propalar el dolor del abandono de un paisaje ya definitivamente colgado en la memoria.
La copla no se gestó en la ubre multicolor del tango. A pesar de sus ascendencias francesas –en mérito al cuplé-, sus caracteres se forjaron en la península ibérica y se emperifollaron con los avíos andaluces. Sin embargo la copla se sirvió de las maletas de los españoles que en los años cincuenta y sesenta tomaron los trenes hacia el norte. Y en maletas de cartón, entre chorizo rancio y navaja cuartelera, sonaron en los patios interiores de Alemania y Suiza. El emigrante, de Juanito Valderrama, es el ejemplo por antonomasia, el canto del exiliado económico. El dolor del emigrante –acuciado desde sus primeros versos por la terrible imagen, tengo que hacer un rosario/ con tus dientes de marfil- tiene cierto aire de expulsión. En ciertos pasajes aparecen los ojos de Boabdil -tan españoles, tan andaluces- mirando la Granada perdida para siempre (volví la cara llorando/ porque lo que más quería/ atrás me lo iba dejando) y terminan por confundirse la novia, la patria y la Virgen de San Gil, como es menester. Pero ¿de quién habla Valderrama? ¿Se refería a los exiliados de la guerra civil? ¿O a los económicos del cincuenta?
Antes, Concha Piquer, había cantado en En tierra extraña, la más curiosa nochebuena española celebrada en Nueva York. Como es conocido, la copla nos indica que fruto de la ley seca sólo en las farmacias podían expender vino. Y allí que se fue a pagar vino español a precio de oro doña Concha. Pasodobles, suspiros de España, olés y llanto cerraron aquella noche buena de exiliados y emigrantes.
Y antes de aquella nochebuena, en muchas noches terribles otros españoles cruzaron fronteras y atravesaron el Atlántico. Los vencidos de la guerra civil llevaban una copla tatuada y también suspiraron largos años. Miguel de Molina aterrizó en Buenos Aires y allí reposó definitivamente. Angelillo residió habitualmente en la misma ciudad. Salvador Valverde, autor de Ojos verdes también tomó rumbo al Río de la Plata en el año 1939 y su nombre fue silenciado por la censura franquista.
Copla y Tango, exilio y emigración, baúles de emigrantes, la casa de vecinos española convertida en conventillo rioplatense, el mate sustituido por el vino riojano. Ir y venir. Volver.
El tango sirvió también como equipaje en la maleta del emigrante. Cuando los hijos de los hijos de aquellos europeos que se plantaron en la Boca volvieron a los barcos para emprender aventuras en Europa arrastrados por la barbarie de la dictadura y la miseria, el tango, junto al mate, fue la seña de identidad. Antes, muchos tangos cantaron la marcha, y el retorno, la nostalgia del que huye o se marcha, que lo mismo da para el dolor de la ausencia si fueron las razones económicas o las políticas las que obligaron a abandonar el álbum de recuerdos de la infancia al otro lado del océano.
Debe resonar ya en los oídos del lector los acordes de Volver, el himno de Gardel y le Pera, o Mi Buenos Aires querido, cantados en la borda de un barco que emprende la carrera hacia mar abierto. Y tantos otros tangos cantados desde el exilio infeliz de la noche parisina (Anclao en París). La historia de la ida y la vuelta se adorna en el tango. Así como el tango viajó hasta Finlandia escondido en los petates de los marineros o triunfó en Japón, lugares ambos donde constituye en la práctica una música nacional.
Hablamos de añoranza. La añoranza de los emigrantes en los cafetines bonaerenses evocando las praderas rusas, los valles sicilianos, las serranías andaluzas o los puertos gallegos. Por los viejos cafetines/ siempre ronda los recuerdos/ y un compás de tango de antes/ va a poner color/ al dolor del emigrante, dice Homero Expósito. Aquellas imágenes indelebles que se transmitieron de padres a hijos alumbraron el prodigioso Adiós Nonino de Astor Piazzolla, donde la música no precisa de letra alguna para propalar el dolor del abandono de un paisaje ya definitivamente colgado en la memoria.
La copla no se gestó en la ubre multicolor del tango. A pesar de sus ascendencias francesas –en mérito al cuplé-, sus caracteres se forjaron en la península ibérica y se emperifollaron con los avíos andaluces. Sin embargo la copla se sirvió de las maletas de los españoles que en los años cincuenta y sesenta tomaron los trenes hacia el norte. Y en maletas de cartón, entre chorizo rancio y navaja cuartelera, sonaron en los patios interiores de Alemania y Suiza. El emigrante, de Juanito Valderrama, es el ejemplo por antonomasia, el canto del exiliado económico. El dolor del emigrante –acuciado desde sus primeros versos por la terrible imagen, tengo que hacer un rosario/ con tus dientes de marfil- tiene cierto aire de expulsión. En ciertos pasajes aparecen los ojos de Boabdil -tan españoles, tan andaluces- mirando la Granada perdida para siempre (volví la cara llorando/ porque lo que más quería/ atrás me lo iba dejando) y terminan por confundirse la novia, la patria y la Virgen de San Gil, como es menester. Pero ¿de quién habla Valderrama? ¿Se refería a los exiliados de la guerra civil? ¿O a los económicos del cincuenta?
Antes, Concha Piquer, había cantado en En tierra extraña, la más curiosa nochebuena española celebrada en Nueva York. Como es conocido, la copla nos indica que fruto de la ley seca sólo en las farmacias podían expender vino. Y allí que se fue a pagar vino español a precio de oro doña Concha. Pasodobles, suspiros de España, olés y llanto cerraron aquella noche buena de exiliados y emigrantes.
Y antes de aquella nochebuena, en muchas noches terribles otros españoles cruzaron fronteras y atravesaron el Atlántico. Los vencidos de la guerra civil llevaban una copla tatuada y también suspiraron largos años. Miguel de Molina aterrizó en Buenos Aires y allí reposó definitivamente. Angelillo residió habitualmente en la misma ciudad. Salvador Valverde, autor de Ojos verdes también tomó rumbo al Río de la Plata en el año 1939 y su nombre fue silenciado por la censura franquista.
Copla y Tango, exilio y emigración, baúles de emigrantes, la casa de vecinos española convertida en conventillo rioplatense, el mate sustituido por el vino riojano. Ir y venir. Volver.
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