martes, 7 de septiembre de 2010

SHAKESPEARE EN LA SELVA (2)

Lectura anterior: SHAKESPEARE EN LA SELVA (1)

Shakespeare en la selva (2): Cuando Claudio hizo bien al desposar a la viuda de su hermano, la madre de Hamlet
Yo repliqué que no soy una contadora de historias. Contar historias es entre ellos un arte para el que se necesita habilidad: son muy exigentes, y la audiencia, crítica, hace oír su parecer. Me resistí en vano. Aquella mañana querían escuchar una historia mientras bebían. Me amenazaron con no contarme ni una más hasta que yo contara la mía. Finalmente, el anciano prometió que nadie criticaría mi estilo, “puesto que sabemos que estás peleando con nuestra lengua”. “Pero”, dijo uno de los de más edad, “tendrás que explicar lo que no entendemos, como hacemos nosotros cuando contamos nuestras historias”. Asentí, dándome cuenta que allí estaba mi oportunidad de demostrar que Hamlet era universalmente comprensible.
El anciano me pasó más cerveza para ayudarme en mi relato. Los hombres llenaron sus largas pipas de madera y removieron el fuego para tomar de él brasas con que encenderlas: entonces, entre satisfechas fumaradas, se sentaron a escuchar. Comencé usando el estilo apropiado: “Ayer no, ayer no, sino hace mucho tiempo, ocurrió una cosa. Una noche tres hombres estaban de vigías en las afueras del poblado del gran jefe, cuando de repente vieron que se les acercaba el que había sido su anterior jefe”.
-¿Por qué no era ya su jefe?
-Había muerto –expliqué– es por eso por lo que se asustaron y se preocuparon al verle.
-Imposible –comenzó uno de los ancianos, pasando la pipa a su vecino, quien lo interrumpió.- Por supuesto que no era el jefe muerto. Era un presagio enviado por un brujo. Continúa.
Ligeramente importunada, continué.
-Uno de esos tres era un hombre que sabía cosas –la traducción más cercana a estudioso, pero por desgracia también significa brujo. El segundo anciano miró al primero con cara de triunfo-. De modo que habló al jefe muerto, diciéndole: ‘Cuéntanos qué debemos hacer para que puedas descansar en tu tumba’, pero el jefe muerto no respondió. Se esfumó y ya no lo pudieron ver más. Entonces el hombre que sabía cosas –su nombre era Horacio–, dijo que aquello era asunto para el hijo del jefe muerto, Hamlet.
Hubo un sacudir de cabezas general dentro del corro: “¿El jefe muerto no tenía hermanos vivos. ¿O es que el hijo era jefe?”
- No –repliqué–. Esto es, tenía un hermano vivo que se convirtió en jefe cuando el hermano mayor murió.
Los ancianos murmuraron entre dientes: tales presagios son asunto para jefes y ancianos, no para jóvenes; ningún bien puede venir de hacer las cosas a espaldas del jefe; evidentemente, Horacio no era un hombre que supiera cosas.
-Sí que lo era –insistí tratando de apartar un pollo de mi cerveza. En nuestro país el hijo sucede al padre. El hermano menor del jefe muerto se había convertido en jefe, y además se había casado con la viuda de su hermano mayor tan sólo un mes después del funeral.
-Hizo bien –exclamó radiante el anciano, y anunció a los demás: –Ya os dije que si conociéramos mejor a los europeos, encontraríamos que en realidad son como nosotros. En nuestro país –añadió dirigiéndose a mí– también el hermano más joven se casa con la viuda de su hermano mayor, convirtiéndose así en padre de sus hijos. Ahora bien, si tu tío, casado con tu madre viuda, es plenamente el hermano de tu padre, entonces también será un verdadero padre para ti. ¿Tenían el padre y el tío de Hamlet la misma madre?
Esta pregunta no penetró apenas en mi mente; estaba demasiado contrariada por haber dejado a uno de los elementos más importantes de Hamlet fuera de combate. Sin demasiada convicción dije que creía que tenían la misma madre, pero que no estaba segura –la historia no lo decía. El anciano me replicó con severidad que esos detalles genealógicos cambian mucho las cosas, y que cuando volviese a casa debía de consultar sobre ello a mis mayores. A continuación llamó a voces a una de sus esposas más jóvenes para que le trajera su bolsa de piel de cabra.

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