miércoles, 8 de septiembre de 2010

SHAKESPEARE EN LA SELVA (3)

Lectura anterior: Shakespeare en la selva (2)

Shakespeare en las selva (3): Los muertos no tienen sombra

Determinada a salvar lo que pudiera del tema de la madre, respiré profundo y empecé de nuevo: “El hijo Hamlet estaba muy triste porque su madre se había vuelto a casar tan pronto. Ella no tenía necesidad de hacerlo, y es nuestra costumbre que una viuda no tome nuevo marido hasta después de dos años de duelo”.
-Dos años es demasiado –objetó la mujer, que acababa de hacer aparición con la desgastada bolsa de piel de cabra-. ¿Quién labrará tus campos mientras estés sin marido?
-Hamlet –repliqué sin pensármelo–. Era lo bastante mayor como para labrar las tierras de su madre por sí mismo. Ella no precisaba volverse a casar. –Nadie parecía convencido y renuncié–. Su madre y el gran jefe dijeron a Hamlet que no estuviera triste, porque el gran jefe mismo sería un padre para él. Es más, Hamlet habría de ser el próximo jefe, y por tanto debía quedarse allí para aprender todas las cosas propias de un jefe. Hamlet aceptó quedarse, y todos los demás se marcharon a beber cerveza.
Hice una pausa, perpleja ante cómo presentar el disgustado soliloquio de Hamlet a una audiencia que se hallaba convencida de que Claudio y Gertrudis habían actuado de la mejor manera posible. Entonces uno de los más jóvenes me preguntó quién se había casado con las restantes esposas del jefe muerto.
-No tenía más esposas –le contesté.
-¡Pero un gran jefe debe tener muchas esposas! ¿Cómo podría si no servir cerveza y preparar comida para todos sus invitados?
Respondí con firmeza que en nuestro país hasta los jefes tienen una sola mujer, que tienen criados que les hacen el trabajo y que pagan a éstos con el dinero de los impuestos.”
De nuevo repicaron que para un jefe es mejor tener muchas esposas e hijos que le ayuden a labrar sus campos y alimentar a su gente; así todos aman a aquel jefe que da mucho y no toma nada.
- Los impuestos son mala cosa.
Aunque estuviera de acuerdo con este último comentario, el resto formaba parte de su modo favorito de rebajar mis argumentos.
-Así es como hay que hacer, y así es como lo hacemos.
Decidí saltarme el soliloquio. Ahora bien, incluso si pudiera estar bien visto el que Claudio se casara con la esposa de su hermano, aún quedaba el asunto del veneno.
Estaba segura de que desaprobarían el fratricidio, de manera que continué más esperanzada:
-Esa noche Hamlet se quedó vigilando junto a los tres que habían visto a su difunto padre. El jefe muerto apareció de nuevo, y aunque los demás tuvieron miedo, Hamlet le siguió a un lugar aparte. Cuando estuvieron solos, el padre muerto habló.
-¡Los presagios no hablan! –el anciano era tajante.
-El difunto padre de Hamlet no era un presagio. Al verlo podría parecer que era un presagio, pero no lo era –mi audiencia parecía estar tan confusa como lo estaba yo-. Era de verdad el padre muerto de Hamlet, lo que nosotros llamamos un “fantasma”. –Tuve que usar la palabra inglesa, puesto que estas gentes, a diferencia de muchas de las tribus vecinas, no creían en la supervivencia de ningún aspecto individualizado de la personalidad después de la muerte.
-¿Qué es un ‘fantasma’? ¿Un presagio?
-No, un ‘fantasma’ es alguien que ha muerto, pero que anda vagando y es capaz de hablar, y la gente lo puede ver y oír, aunque no tocarlo.
Ellos replicaron:
-A los zombis se les puede tocar.
-¡No, no! No se trataba de un cadáver que los brujos hubieran animado para sacrificarlo y comérselo. Al padre muerto de Hamlet no lo hacía andar nadie. Andaba por sí mismo.
-Los muertos no andan –protestó mi audiencia como un solo hombre.
Yo trataba de llegar a un compromiso.
-Un ‘fantasma’ es la sombra del muerto.
Pero de nuevo objetaron:
-Los muertos no tienen sombra.
-En mi país sí que la tienen –espeté.

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